COMENTARIO EXEGÉTICO-ESPIRITUAL
CALCULAR EL COSTO DE SER DISCÍPULO
Domingo XXIII del Tiempo Ordinario
4 de septiembre de 2022
P. Raúl Moris,
Prado de República de Chile
¿Quién de ustedes, si quiere edificar una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, para ver si tiene con qué terminarla?
“Junto con Jesús iba un gran gentío, y él dándose vuelta, les dijo: cualquiera que venga a mí y no me ame más que su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta su propia vida, no puede ser mi discípulo. El que no carga con su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo.
¿Quién de ustedes, si quiere edificar una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, para ver si tiene con qué terminarla? No sea que, una vez puestos los cimientos, no pueda acabar y todos los que lo vean se rían de él, diciendo: “Éste comenzó a edificar y no pudo terminar”.
¿Y qué rey, cuando sale en campaña contra otro no se sienta antes a considerar si con diez mil hombres puede enfrentar al que viene contra él con veinte mil?
Por el contrario, mientras el otro rey está todavía lejos, envía una embajada para negociar la paz. De la misma manera, cualquiera de ustedes que no renuncie a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo”.
(Lc 14, 25-33)
Comentario
El Evangelio de hoy nos vuelve a recordar las exigencias del discipulado, exigencias que cobran mayor sentido y urgencia si consideramos que el estar dispuesto para la misión es la característica que califica al Discípulo como tal; no sólo seguir a Jesús, lo más cerca posible, por simpatía, por una conexión afectiva con sus palabras y con el relato de sus acciones, sino, desde una convicción profunda de que este es el camino, asumir sobre nuestros propios hombros, levantar desde nuestras propias fuerzas -sostenidas, por cierto, por la gracia- la carga, el costo de la misión.
Por eso es tan elocuente el gesto con el que se abre el relato: la marcha de Jesús y del gentío entusiasta que va tras Él, se detiene bruscamente por un instante, el Señor se da vuelta, para hacer una última advertencia; los que lo siguen habrán de decidir, con los pies bien puestos sobre la tierra, con un corazón no menos lúcido que apasionado, la calidad de su propio seguimiento, conociendo con claridad qué es lo que está puesto en juego; llegar a ser un verdadero discípulo, exige este momento de toma de conciencia y decisión.
Los primeros versículos son una abierta provocación, más aún si tenemos en cuenta que en el texto original, el sentido primario del verbo empleado en el primer versículo (miseo) es “odiar”, “despreciar”. Seguir a Jesús supone una opción tan radical, que no cabe sumarlo a los afectos naturales que llenan nuestra vida y nuestro corazón, decidir ponerse en el camino del Discípulo, no es simplemente disponerse a amar a Jesús con la misma entrega con que se puede amar al padre, a la madre, a la mujer, a los hijos, a la familia más cercana: es llegar a abrazar lo que Él abraza, con esa misma intensidad, que a Él mismo lo ha puesto en camino y lo ha dispuesto a salir del Padre; con la intensidad del que está convencido de que el amor pide con urgencia difundirse, y no puede estar quieto, ni acomodarse mientras queden lugares a los que alcanzar; con esa intensidad que exige libertad frente a todos los afectos, desapego a todo lo que nos ata, porque exige estar siempre presto para ponerse en marcha, atento a la voz del Espíritu, que no conoce el descanso.
Hacerse discípulo, supone estar dispuesto a subordinar la vida entera al amor que se vive más plenamente cuanto menos cuida de sí, cuanto más dispuesto está a acoger el gozo que nace del dolor fecundo, del amor de cruz, amor, que no puede dejar de ser anunciado, aunque en nuestra cultura se alcen por todas partes voces que se resisten con todas sus fuerzas a asociar el amor con el sacrificio, con un dolor preñado de sentido, el amor con la entrega ilimitada y sin afán de posesión, un amor de pies traspasados por el esfuerzo de recorrer todos los caminos por donde transita la humanidad; para anunciar al hombre nuevo –Cristo- capaz de continuar derramando su sangre, para que no sea acallado el anuncio de la vida; amor de cruz: de brazos abiertos para que la compasión del Padre, solidaria con los sufrientes de la tierra, se convierta en proclama gozosa, y denuncia certera de quienes se oponen a que el pobre viva.
Llegar a ser discípulo exige un ejercicio de humilde realismo, que atempere el natural entusiasmo que nos provoca Jesús y su anuncio del Reino, que lo atempere, sí, no que lo sofoque, apague y archive como esos proyectos apasionados de juventud que, convertidos en adultos, los contemplamos con ternura y nostalgia, cuando nos salen al paso de una revisión de los cajones en los que vamos encerrando las huellas de los instantes pasados; que atempere ese entusiasmo, para que lo que le ofrezcamos a Jesús, y a su invitación al seguimiento, sea efectivamente lo que somos, aquello con lo que contamos y estamos dispuestos a entregárselo.
Si no hacemos este ejercicio de humildad, de realista evaluación de cuáles son nuestros apegos, de cuántos son los afectos y carencias, que entorpecen nuestro paso, que embotan nuestro corazón, no podremos despegar decididos y eficaces para la misión que nos urge, y tenga que ser esta la que termine pagando los costos del ímpetu engendrado por la inmadurez de nuestros propósitos.
Llegar a ser Discípulo es aprender a renunciar para acoger, aprender a renunciar a la seducción de instalarse, de las voces complacientes y autocomplacientes que nos adormecen y nos hacen bajar la guardia cuando todavía hay tantos caminos que andar, tanta alegría que portar, tantos dolores que atender, tantos hombres y mujeres a los que consolar.
Es aprender a renunciar a la seducción de imponer nuestros propios criterios, antes de preguntarnos una y otra vez, en la noche de la oración, si acaso son esos los criterios de Cristo; aprender a precavernos contra la sinuosa tentación del acomodo en el poder, y sentarnos a esperar que los otros, ante quienes deberíamos salir entusiastas a su encuentro, tengan que llegar ellos, solos y heridos, hasta donde nos hemos acuartelado.
Es justamente por el calibre de la decisión que supone ponerse a caminar tras las huellas del Señor, por lo que, junto a esta invitación y advertencia, ilustra Jesús, cuánto se está poniendo en juego, con las dos parábolas acerca del discernimiento: la del constructor de la torre y la del rey en campaña guerrera.
Ambas parábolas se enmarcan en las consideraciones de la cultura del honor, dominante en el Mediterráneo del siglo I. Construir una torre es una empresa mayor, las casas de la gente sencilla eran normalmente casas de uno o dos pisos, que se iban agrandando lentamente en la medida de las posibilidades y de las necesidades del crecimiento de las familias; construir una torre supone exhibir afanes grandilocuentes, que ponen al constructor bajo la mirada y el juicio de sus vecinos; que ponen en juego su prestigio: alguien que se atreva a emprender una obra de esta envergadura, ciertamente tendrá que hacer el ejercicio de sentarse a deliberar, más allá del entusiasmo inicial, su capacidad de gestionar la obra, y llevarla a buen término; hacer un discernimiento al emprender la obra.
En el caso del Rey, el desafío implica también el honor puesto en juego, la campaña guerrera, era un ejercicio de vigencia y valentía, en donde se medía la capacidad del gobernante, tanto de cara a sus propios gobernados, como frente a sus vecinos, una arremetida temeraria y suicida frente a un ejército más numeroso, no solo podía significar la destrucción de las tropas del rey y la exposición al escenario de una invasión devastadora, o un tributo humillante, sino la muerte política de dicho rey, para el cual había pesado más su soberbia o su temeridad, que el paterno encargo de pastorear a su pueblo y procurar su vida y su prosperidad; el discernimiento aquí se hace sobre la marcha, es, si se quiere, más riesgoso: exige la valentía de estar dispuesto a reinventarse.
Ambos eventos: la edificación de la torre y la campaña guerrera, exigen un ponderar las fuerzas, con la frialdad de la mente que razona a tiempo, y al calor del corazón deliberante, que se pone a la escucha de la sabiduría que viene de lo alto, don de Dios que nos da la madurez para elegir y perseverar en la decisión, cuanto más entonces si la decisión que tenemos que tomar es la de ponernos tras los pasos del Señor, y abrazar sus opciones para hacerlas nuestras.
Pedir al Señor que nos haga verdaderos discípulos es aprender escuchar lo que el Espíritu quiere que hagamos, aunque tengamos que modificar los planes largamente acariciados; aprender a pedir del Espíritu Santo la lucidez para reorientar la marcha hacia dónde él quiera llevarnos, la lucidez para revisar nuestros métodos y propuestas, la lucidez para saber que la misión está en Sus Manos y que no podemos cansarnos de dar gracias porque Él ha querido valerse de nuestras pobres fuerzas, de nuestros mezquinos recursos, para hacernos testigos eficaces de la inagotable inventiva de su amor.
Raúl Moris G. Pbro.