COMENTARIO EXEGÉTICO-ESPIRITUAL
CUÁNTO MÁS…
Domingo XVII del Tiempo Ordinario
24 de julio de 2022
P. Raúl Moris,
Prado de República de Chile
Del Evangelio según san Lucas:
“Un día, Jesús estaba orando en cierto lugar, y cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: “Señor, enséñanos a orar, así como Juan enseñó a sus discípulos”.
Él les dijo entonces: “Cuando oren, digan: Padre, santificado sea tu Nombre, que venga tu Reino, danos cada día nuestro pan cotidiano; perdona nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a aquéllos que nos ofenden; y no nos dejes caer en la Tentación”.
Jesús agregó: “Supongamos que alguno de ustedes tiene un amigo y recurre a él a medianoche, para decirle: «Amigo, préstame tres panes, porque uno de mis amigos llegó de viaje y no tengo nada que ofrecerle», y desde adentro él le responde: «No me fastidies; ahora la puerta está cerrada, y mis hijos y yo estamos acostados. No puedo levantarme para dártelos». Yo les aseguro que, aunque él no se levante para dárselos por ser su amigo, se levantará al menos a causa de su insistencia y le dará todo lo necesario.
También les aseguro: pidan y se les dará, busquen y encontrarán, llamen y se les abrirá. Porque el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá.
¿Hay entre ustedes algún padre que da a su hijo una serpiente cuando le pide un pescado? ¿Y si le pide un huevo, le dará un escorpión? Si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡Cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a aquéllos que se lo pidan!”. (Lc 11, 1-13)
COMENTARIO
Para el tercer Evangelista, hacer oración es un ejercicio de confianza, de ponerse sin reparos bajo el amparo del querer del Padre, sabiendo que Él es la fuente de la que mana todo bien para nuestra existencia, porque de Él mismo ha brotado nuestro existir, y nuestra propia capacidad para hacer el bien, para anhelarlo, para buscarlo y llevarlo a la práctica.
En este marco se inscribe la enseñanza del Padrenuestro en el Evangelio según san Lucas, que el Evangelista nos transmite de manera más reducida que en el Evangelio según San Mateo – desde donde la tradición litúrgica de la Iglesia lo escogió como la oración principal de los cristianos- pero manteniendo lo esencial: el ejercicio de confianza que nuestra humanidad hace, cuando alzando las manos nos reconocemos hijos del mismo Padre, el Señor del cielo y de la tierra.
Y este ejercicio de confianza se realiza desde los inicios del caminar cristiano: los Discípulos van a reconocer en Jesús a un maestro en el arte de la oración, porque reconocen, primero en Él, el gesto del Discípulo; precisamente porque son testigos de la propia oración de Jesús.
Lo ven orando a solas, con perseverancia e insistencia, lo ven tomarse el tiempo para ponerse en las manos del Padre, lo ven aguardando con amorosa expectación los signos de su Voluntad para así encaminar su vida, para así tomas las decisiones que lo han de llevar hasta el cumplimiento de su misión de salvación; lo ven acogerse y abrigarse en esa oración atenta y pertinaz, puestos los ojos en el cielo, como para escrutar la Presencia del Padre y descubrirlo en el centro de todo.
Lo ven hacer este ejercicio, no como cumpliendo un precepto ritual, no porque esté llevando a cabo un mandato de carácter moral, sino porque sabe que en la comunicación con el Padre está toda su fuerza, que éste es el alimento que lo sostiene en su andar de peregrino, porque se afirma en la absoluta certeza de que en Su Padre puede confiar; de que por dolorosa y empinada que sea la cuesta del camino por el cual el Padre le haya enviado y lo está conduciendo -porque es el camino que Él escogió- ha se ser el camino que conduce a la vida sin límite ni medida.
Y este ejercicio de la confianza, se deja ver en el contenido mismo de la oración de Jesús y en la enseñanza con la que concluye este pasaje: el “cuánto más” del Padre.
Esta expresión (en griego: posoi mâllon), va a estar presente repetidas veces en el tercer Evangelio, pero también el resto de los Sinópticos y en el epistolario paulino; va a servir para expresar la admiración ante el poder de Dios, ante la inconmensurable grandeza de sus acciones, para las cuales, solo tenemos como vara de medida las nuestras, la capacidad que nosotros mismos tenemos de hacer cosas grandes, buenas y justas, a pesar de nuestra fragilidad, el deseo profundo, que traspasa culturas, que recorre secreto e impulsa los complejos recorridos de nuestra historia, a aspirar a lo noble, a lo que nos trasciende, a lo que nos exige atrevernos a empinar con valentía la mirada por sobre los límites de nuestra condición humana, a pesar de lo inútiles que puedan parecer muchas veces nuestros esfuerzos, de lo irrisoria que se asoma nuestra estatura cuando la comparamos con los confines del mundo, con la inmensidad con que el universo se nos revela.
Desde esta pequeñez, que el Evangelio subraya con la expresión: “ustedes, que son malos”, en donde el adjetivo no ha de entenderse en sentido moral, sino existencial, a saber: “ustedes, que son limitados, imperfectos”, no obstante, somos capaces de hacer cosas grandes, desde esta existencia efímera e inestable, hemos sido concebidos capaces de hacer el bien, de aspirar a la vida sin fin, de dejar huellas, que son mayores y más persistentes que nosotros mismos, generación tras generación, escribiendo la historia, marcando el mundo con la impronta del Hombre.
Cuánto más entonces el Padre, cuyas señas familiares llevamos: imagen y semejanza suya; cuánto más el Padre, de quien –como ha dicho San Pablo- recibe el nombre toda paternidad en el cielo o sobre la tierra.
Sin embargo, la enseñanza de Jesús no se termina allí, no se trata de pedir cualquier cosa, se trata de pedir con confianza al Padre aquello que podemos compartir: tal es el contenido de la parábola del amigo inoportuno, que pide no para sí, sino para dar y darse en el gesto sagrado de la hospitalidad; el hombre de la parábola, sabe, en efecto qué es lo sagrado, qué es lo importante, por eso es que con confianza -nos cuenta Jesús- no teme ser inoportuno, sabe en quién ha puesto su confianza y por eso no teme interrumpir el sueño de su amigo, para poder, con su ayuda, extender la acogida, dar la bienvenida a alguien que está aún más necesitado; la insistencia de su llamado, la transparencia respecto de su indigencia darán sus frutos: el amigo responde, se levanta, le presta auxilio.
Ése es el rostro de Dios que el Señor nos quiere compartir en este Evangelio, el de un Dios que escucha la oración, que se conmueve ante nuestra pobreza, y ante el deseo de convertir en generoso don nuestra propia pobreza, poniéndola y poniéndonos confiados al resguardo de sus Manos.
El Dios del “cuánto más”, un Dios que responde generoso, más allá de lo que podemos concebir y siquiera imaginar, un Dios que no responde con bienes mezquinos, que, aunque puedan satisfacernos en la inmediatez del momento, siempre nos van a dejar con gusto a poco, sino con el don de sí mismo, de su gracia, ese don que nos permite reconocer cuán inmensa es la atención que el Padre tiene puesta en nosotros, y discernir su presencia que nos sostiene en el existir, que nos conduce, nos contiene y nos consuela: el Espíritu Santo -cuando nosotros aprendemos a dejar de pedir favores al arbitrio de nuestros deseos, y nos atrevemos a pedírselo de verdad, es decir, con la firme y lúcida intención de recibirlo, de dejar que este don se derrame como un torrente múltiple y fecundo, de hacernos cargo nosotros mismos de que esa corriente de amor irrefrenable siga infiltrándose sin medida a través de los sedientos cauces de nuestra frágil humanidad.
Raúl Moris G. Pbro.