COMENTARIO EXEGÉTICO-ESPIRITUAL
DEL 2º DOMINGO DEL ADVIENTO
“UN SIGNO DE CONVERSIÓN“
4 de diciembre de 2022
P. Raúl Moris,
Prado de República de Chile
Por aquel tiempo se presentó Juan el Bautista, proclamando en el desierto de Judea: “Conviértanse porque el Reino de los Cielos está cerca”. A él se refería el profeta Isaías cuando dijo “Una voz grita en el desierto: «Preparen el camino del Señor, allanen sus senderos».
Juan tenía una túnica de pelos de camello y un cinturón de cuero, y se alimentaba con langostas y miel silvestre. La gente de Jerusalén, de toda la Judea y de toda la región del Jordán iba a su encuentro, y se hacían bautizar por él en las aguas del Jordán, confesando sus pecados.
Al ver que muchos fariseos y saduceos se acercaban a recibir su bautismo, Juan les dijo: “Raza de víboras, ¿Quién les enseñó a escapar de la ira de Dios que se acerca? Produzcan el fruto de una sincera conversión y no se contenten con decir: «Tenemos por padre a Abraham». Porque yo les digo que de estas piedras Dios puede hacer surgir hijos de Abraham.
El hacha ya está puesta a la raíz de los árboles: el árbol que no produce buen fruto, será cortado y arrojado al fuego. Yo los bautizo con agua para que se conviertan; pero, aquel que viene detrás de mí es más poderoso que yo, y yo ni siquiera soy digno de quitarle las sandalias. Él los bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego, tiene en su mano la horquilla y limpiará su era: recogerá su trigo en el granero y quemará la paja en un fuego inextinguible”.
(Mt 3, 1-12)
Comentario
Juan el Bautista tiene que haberles parecido a sus contemporáneos una figura sacada de la profundidad de las edades; la energía de su predicación, la arriesgada manera de enfrentar a los que se creían dueños de las llaves de la salvación, recordaba a los grandes profetas de la época inmediatamente anterior al exilio de Babilonia o contemporáneos a éste: Isaías, Jeremías, Ezequiel; la radicalidad de su forma de vida remontaba a los profetas contemporáneos a la monarquía, a Elías y Eliseo, pero todavía más atrás en las entrañas de tiempo, a las primeras etapas del nomadismo.
Después de casi cinco siglos de enmudecimiento de los cielos, después de esta larga sequía profética, aparecía Juan; luego de este largo período de incubación de la expectativa mesiánica, en la que también se había fraguado la esperanza de que los cielos por fin se volvieran a abrir y el Señor suscitara al Profeta precursor, que anunciaría la inminencia de los tiempos finales; Juan se presentaba con la apariencia de los hombres de un época pretérita, la de los tiempos de la caza y de la recolección de frutos silvestres, anterior a la ganadería, mucho antes de la agricultura: es tan sorprendente su atuendo y su modo de vivir, que el Evangelista Mateo, reconociéndolo como una profecía en sí mismo, en la introducción del personaje del Bautista se demora en los detalles de su descripción (cosa que no hace ni con el propio Jesús, del cual no hay en Mateo palabra alguna acerca de su apariencia física).
La túnica del Bautista es basta, de pelo de camello, al uso de eras en las que no existía todavía el arte de criar ganado ovino, y por tanto tampoco la manufactura textil; su alimentación es la que corresponde a un recolector, que merodeaba por los desiertos, por las veras de los arroyos buscando, los alimentos que están a mano: en el caso del Bautista, las langostas que proliferan en primavera y los panales silvestres.
Después de más de un milenio de vida en ciudades, desde la conquista de la tierra de Canaán; para un pueblo que se ha acostumbrado a las ventajas de la civilización: a la vida protegida de las ciudades, que no tiene que emigrar en busca de un pozo, o huir de los predadores, que ha desarrollado la industria lanar, que conoce las ventajas de vivir al abrigo de unas paredes manteniendo encendido el hogar familiar, la aparición de Juan Bautista, es cuando menos una provocación; su llamado a la metanoia, a la radical conversión de la mentalidad, va acompañado por el testimonio de su propia persona y apariencia, que muestra en sí misma cuán radical ha de ser esta conversión, que el tiempo cumplido de Dios, el kairós, está demandando.
Juan el Bautista es asimismo una suerte de bisagra, que articula el Antiguo Testamento con el Nuevo: su forma de vida se remonta al tiempo anterior a los patriarcas que llegaron a poblar la tierra de Palestina; su lenguaje es propio de los profetas del tiempo del Exilio: el Dios que a través de sus palabras y acciones hace urgente y perentoria la llamada a la conversión, es todavía el iracundo Dios justiciero, que ha de venir exigir la rendición de cuentas de la dilapidación de la tierra por manos de los poderosos, el Dios que ha acumulado pacientemente en su lagar las uvas de la ira, para el día en que habrá de anegar la tierra con el amargo vino de su venganza; no es el Dios consolador y paternal del segundo y el tercer Isaías, que ha de venir a curar las heridas de la tierra y a conducir a Israel, como el novio a la esposa; el Dios misericordioso, capaz de compartirnos su vida entera, entregando en nuestras manos a su propio Hijo; al Dios Padre con entrañas maternas lo habremos de reconocer a partir de los testigos del ministerio de Jesús, conmovido y estremecido por la experiencia de dolor de la humanidad.
El Dios del Bautista no es el que se deja adormecer mansamente por los ritos, ni embriagar por el abundante incienso del altar de los Saduceos, tampoco el que se ajusta dócil a la rigurosa disciplina de los preceptos de los Fariseos; no ha sido domesticado por unos ni por otros, y por eso ante la cercanía de éstos, que van a hacerse bautizar movidos por la curiosidad de examinar lo que está haciendo y diciendo este extraño profeta que se ha instalado a la orilla del Jordán, las palabras del Bautista no son las políticamente correctas palabras de acogida y de buena crianza, sino el encaramiento frontal ante quienes se han apropiado de las llaves de la religión, ante quienes se han autoerigido expertos en materias de salvación.
Pero, asimismo, el Bautista es el primer hombre del Nuevo Testamento, primicia del tiempo de la madurez del plan de Dios para la humanidad, que florecerá en plenitud en Cristo; fruto temprano del hombre nuevo, que descubrirá como novedad, el volver a aprender a entregarse por completo en las manos de Dios, y en el desierto de este abandono, a confiar enteramente en su misericordia providente; hombre nuevo que se sabe parte del plan de salvación, pero que ha descubierto también, que su parte no puede usurpar ni avasallar la totalidad del designio, que ha madurado en el secreto del corazón del Padre; por tanto se reconoce pequeño y en función del que está anunciando, del que ha de venir.
El Bautista es el hombre de la urgencia del llamado a la conversión, que sigue resonando en los oídos de la Iglesia, tan vigente como en los días que habrían de conocer el rostro del Dios hecho hombre, ése que eligió como primer lugar de su manifestación, la ribera del Jordán, el sitio en donde su precursor podría reconocerlo y reconocer así también el fin de la tarea para la cual lo había suscitado el Señor.
La urgencia y radicalidad de ese llamado a la conversión, sigue tanto o más vigente cuanto más nos empecinamos en acomodar a nuestros propios intereses la invitación del Señor a ser parte de su proyecto, del Reino, a conformarlo, a dejarlo actuar y manifestarlo en medio nuestro; con todo el desafío que supone un proyecto que no admite exclusiones, que se extiende generoso como un manto para cubrir la humanidad entera, como el mantel de una mesa en donde nadie quede fuera, en donde la selección de invitados no la realizamos nosotros -para que queden incluidos solo aquellos que nos gustan, aquellos que dicen o hacen lo que nos halaga, lo que queremos ver y escuchar- sino la hace quien ha preparado el banquete desde el momento de la Creación.
La urgencia de ese llamado, sigue haciendo violencia en el centro de nuestro egoísmo, en el corazón de la estrechez de nuestros propios criterios, de nuestros miedos; sigue gritándonos a la cara que hemos de tomar la decisión de seguir al Señor de verdad, que el seguimiento a medias lo traiciona y nos traiciona.
El Bautista es figura del Adviento, de este tiempo de conversión en el que somos convocados a ejercitarnos en la lucidez; en el que somos invitados a salir del sopor de las fórmulas con que creemos asegurarnos la salvación, a revisar con valentía el modo con que conducimos nuestras vidas, para enderezar lo que se ha torcido, para rectificar la marcha que se ha extraviado.
La urgencia de esta llamada hecha por Juan en el desierto es uno de los sones con los que hemos de preparar corazón e inteligencia para aprender a volverlos activos y valientes en la espera, en este tiempo fuerte de la Iglesia peregrina en permanente éxodo, convocada para salir al encuentro del Señor en su adviento.
Raúl Moris G. Pbro.