COMENTARIO EXEGÉTICO-ESPIRITUAL
DEL 4to DOMINGO DE ADVIENTO
“EL JUSTO DEL SEÑOR“
18 de diciembre de 2022
P. Raúl Moris,
Prado de República de Chile
Éste fue el origen de Jesucristo: María, su Madre, estaba comprometida con José y, cuando todavía no habían vivido juntos, concibió un hijo por obra del Espíritu Santo.
José, que era un hombre justo y no quería denunciarla públicamente, resolvió abandonarla en secreto.
Mientras pensaba en esto, el Ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: “José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que ha sido engendrado en ella proviene del Espíritu Santo. Ella dará a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús, porque salvará a su pueblo de todos sus Pecados”.
Todo esto sucedió para que se cumpliera lo que el Señor había anunciado por el Profeta: “He aquí que la Virgen concebirá y dará a luz un hijo a quien pondrán el nombre de Emmanuel”, que significa “Dios con Nosotros”.
Al despertar José hizo lo que el ángel le había ordenado, llevó a María a su casa. (Mt 1, 18-24)
(Mt 11, 2-11)
Comentario
Durante este último domingo del tiempo del Adviento: una de ellos es el anuncio del Emmanu-El y el sorprendente modo en que esta promesa antigua del Señor acontece en Jesús; el otro es la Justicia de José; uno de los pocos varones que en el Nuevo Testamento recibe solo un calificativo, el más contundente para la mirada del Pueblo de Israel: Justo. Estas dos puertas se abren y conducen a una sola Buena Noticia; por la puerta que entremos entonces, la convergencia con la otra será inminente.
Emmanu-El; no es un nombre propio, es un título mesiánico; así lo entiende y lo usa por primera vez quien acuña el término, el profeta Isaías, (Is 7, 14); así lo va a comprender también Mateo, en el relato de la Anunciación a San José, máxime cuando modifica el singular del verbo del pasaje de Isaías: “A quien pondrá el nombre de Emmanuel”, en donde el sujeto es la joven que va a dar a luz; por el plural “A quien pondrán el nombre…”, cuyo sujeto tácito podría estar aludiendo a la comunidad de los futuros cristianos, que reconocerán a Jesús como el Dios con nosotros.
Éste es un título que llega como la culminación de un proceso de espera, de lenta maduración y decantación en la fe del contenido de la tercera promesa –la más importante- hecha por Dios a Abraham al comienzo de la historia de la salvación: la de la intimidad y la de la Presencia del Señor en el caminar de Su Pueblo: Tú serás mi pueblo y Yo seré tu Dios.
Qué va a significar, cómo se va a concretar esta promesa, que da sentido pleno a las dos primeras: la de la descendencia innumerable y la de la tierra propia desbordante de frutos, va a ser la cuestión que orientará la esperanza de Israel desde el tiempo de los patriarcas hasta los días del Evangelista.
Ésta será la promesa que colmará de sentido al signo del Arca de la Alianza y a la Tienda del Encuentro de los tiempos del Éxodo: detrás del signo de un pueblo que marcha llevando consigo el lugar de la Presencia, la Tienda, que Dios, como un peregrino más, planta junto a su pueblo en las diversas etapas y jornadas de camino; detrás del signo de la Tienda que constituye el centro del campamento y de la Nube del Señor que se posa sobre y dentro de ella, señalando con su presencia las etapas de camino y de descanso, de acampar y de reanudar la marcha (Ex 40, 36-38), detrás de este signo, se encuentra la convicción de que Dios no olvida su promesa y de que esta presencia simbólica convoca realmente al Señor, que ha elegido vivir la vida de su pueblo, acompañarlo en sus marchas, celebrar sus triunfos y sufrir con él sus derrotas, incluso la de la persecusión y el destierro.
Cuando Israel ya se ha asentado en la tierra de la promesa y Jerusalén se convierte en la ciudad cabeza del territorio, la ciudad del rey, el signo de la Presencia va a sufrir una modificación, la nota característica será, en esta etapa de la historia, la solidez del Templo, la velada fuerza que late en el corazón del Templo: el Sanctasanctorum; en el recinto central rodeado por las maderas preciosas del Templo de Salomón y – en los últimos tiempos- por la pétrea majestad del Templo construido por Herodes, el Dios que ha querido hacer su morada entre los hombres, se oculta, palpita, y sostiene a su Pueblo.
En los tiempos del exilio, destruido el primer Templo, desaparecida definitivamente el Arca de la Alianza, la promesa de la Intimidad, y el signo de la Presencia comienza a transitar hacia la espera del Mesías: llegará el momento en que el Señor suscitará un descendiente legítimo del Rey David, que conducirá a su pueblo al lugar que le corresponde sobre la cima de los pueblos; llegará el momento en que la promesa de la Presencia del Dios que camina con su pueblo, se hará carne en medio de Él… ése es precisamente el significado del título Emmanú-Él, el con nosotros-Dios…
La novedad aportada por los Evangelios a esta historia de esperanza, es el modo como acontece el cumplimiento de esta promesa: el esfuerzo de aprender a reconocer en ese niño pobre que nace en la oscuridad de la noche de Belén, que vive su infancia y adolescencia en la oculta aldea de Nazaret, al Mesías esperado; el que, sin embargo, ha venido carente de las glorias y aparejos del poder, para rubricar rotundamente lo que también los profetas venían proclamando desde antiguo: que Dios ha tomado partido por los pobres, que camina del lado de los desvalidos; que esa opción de amor ha sido tan radical en Él que no solo ha querido favorecer desde lo alto a los excluidos de la tierra, sino que, en un gesto que no puede comprenderse más que desde la más extrema lógica del amor, que sobrepasa toda otra lógica, ha querido desafiarnos haciendose Él mismo uno de los excluidos, encarnándose en el corazón de la humanidad, expuesta a su mayor fragilidad.
Y es tan radical el movimiento de la Encarnación, que ella no acontece sin contar con el asentimiento del hombre, sin la colaboración activa y obediente de los pobres. Los dos Evangelios de infancia que nos ha transmitido la tradición de la Iglesia dan cuenta de este asentimiento sin garantías, sin reservas; el de Lucas nos trasmite el sí de María; el de Mateo, el asentimiento en la fe de José, el Díkaios, el varón justo.
Díkaios, el título que recibe José en este relato, es un título que los Evangelios entregan con extrema reserva; significa no lo que para nosotros quiere decir actualmente la palabra “justo”, sino aquello que entendemos por la palabra “santo”, el díkaios, no será aquel que se esfuerza en dar a cada uno lo suyo, lo que le corresponde, en un ejercicio de humana equidad, sino aquel que ha sabido ordenar su voluntad por entero a la voluntad de Dios, aquel que logra hacer del pensar y el querer de Dios, su propio pensar y su propio querer, aunque éstos le queden absolutamente grandes, rebasen por completo su propia capacidad de comprensión, se alcen inmensos por sobre los umbrales de la inteligencia humana.
Así obra José: porque es un Justo, no puede sino ser obediente a la Ley, como nos dice el comienzo del relato, que es para él hasta ese momento la expresión indudable de la Voluntad de Dios, y esta Ley ordenaba al marido repudiar a la mujer que se encontrase embarazada antes de la legal consumación del matrimonio; pero también porque es un Justo; es capaz José de leer más allá de la letra de la Ley, e intentar obrar según la norma no escrita de la misericordia, ajustandose al corazón de Aquel de quien ha brotado la Ley: el repudio será en secreto, para salvaguardar la integridad física –la vida- de María. Pero también porque José es un “justo” es que puede estar dispuesto a dejarse sorprender por un Señor que no se deja atrapar por la ligazón de la letra de la Ley, que en última instancia ha sido codificada y actualizada por los hombres, y reclama siempre para sí su integérrima libertad.
José es un hombre de sueños, un “justo” como aquél del cual lleva su nombre, el José, hijo de Jacob, quien por los sueños proféticos que le envía el Señor, despierta la envidia de sus hermanos y termina siendo el sorprendente salvador de la frágil estirpe escogida por Dios para ser portadora de la promesa, cuando desde Egipto, desde la acritud de la patria del destierro, es capaz de perdonar y socorrer a aquellos de los cuales podría haber tomado –según el obrar de su época- legítima venganza.
José, el esposo de María, obedece también al sueño del Ángel, reconociéndolo como enviado por Dios, y se hace cargo de la Voluntad de salvación, que ha querido hacer las cosas de esta manera, haciendo de esta Voluntad, que lo supera con creces, su propio querer, la vocación, que abraza con recio corazón: el relato se transforma al final precisamente en esto, un relato vocacional; el gesto de imposición del nombre al hijo que se está gestando sin su concurso en el vientre de María, es el gesto de asentimiento ante la soberana Voluntad del Señor, el Hijo de María habrá de ser su hijo, el Plan de salvación del Señor habrá de transformar por entero el plan que José habrá querido desde su juventud, para conducir su vida de sencillo carpintero en la oculta tranquilidad de Nazaret.
Si la llamada de la primera semana del Adviento era de la de la atenta espera, la de la lúcida vigilia del centinela; si la de la segunda semana era la de la Conversión proclamada por Juan a orillas del Jordán, si la tercera semana insistía en aprender a leer signos del actuar salvador de Señor en medio de la historia de los pobres; en esta cuarta semana de Adviento, a las puertas de la Navidad habremos de aprender de la capacidad de José de ajustar su oído, su corazón y su voluntad, obedientes al querer de salvación con que Dios se nos prodiga; habremos de beber de las fuentes de su Justicia -de su santidad- para así abrirnos también nosotros al sorprendente modo de hacer las cosas que tiene el Señor, para así poder reconocer que es Él quien ha venido intensamente cercano en la precariedad del Pesebre, en el silencio de la noche de Belén.
Raúl Moris G. Pbro.