COMENTARIO EXEGÉTICO-ESPIRITUAL
DEL 3er DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
“LA LUZ DE LA PALABRA“
22 de enero de 2023
P. Raúl Moris,
Cuando Jesús se enteró de que Juan había sido arrestado, se retiró a Galilea. Y, dejando Nazaret, se estableció en Cafarnaúm, a orillas del lago, en los confines de Zabulón y Neftalí, para que se cumpliera lo que había sido anunciado por el profeta Isaías: “¡Tierra de Zabulón, tierra de Neftalí, camino del mar, país de la Transjordania, Galilea de las naciones! El pueblo que se hallaba en tinieblas vio una gran luz; sobre los que vivían en las oscuras regiones de la muerte, se levantó una luz.
A partir de ese momento, Jesús comenzó a proclamar: «Conviértanse, porque el Reino de los Cielos está cerca». Mientras caminaba a orillas del mar de Galilea, Jesús vio a dos hermanos: a Simón, llamado Pedro, y a su hermano Andrés, que echaban las redes al mar porque eran pescadores. Entonces les dijo: «Síganme, y yo los haré pescadores de hombres». Inmediatamente, ellos dejaron las redes y lo siguieron. Continuando su camino, vio a otros dos hermanos: a Santiago, hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban en la barca de Zebedeo, su padre, arreglando las redes; y Jesús los llamó.
Inmediatamente, ellos dejaron la barca y a su padre, y lo siguieron. Jesús recorría toda la Galilea, enseñando en las sinagogas, proclamando la Buena Noticia del reino y curando todas las enfermedades y dolencias de la gente”.
(Mt 4, 12-23)
Comentario
La forma en que el Señor se nos va revelando durante el tiempo de la Navidad, que prácticamente acabamos de concluir, sigue una gradualidad pedagógica constante y creciente: en la celebración de la Nochebuena, se nos invita a contemplar junto a los pastores, -pobres entre los pobres de Israel, el misterio de la Encarnación, que ha escogido el camino de la pobreza, para anunciar la buena noticia de la redención ofrecida a todos los hombres sin distinción de raza, clase, género y condición; buena noticia que irrumpe en nuestra historia iluminándola desde la opacidad del Pesebre: allí donde todos esperarían una señal radiante proveniente del cielo, porque es el Altísimo el que está dando a conocer Su Rostro, ese Rostro, sorprendentemente, se deja ver en el signo del niño acostado en un pesebre y envuelto en pañales: el Todopoderoso hecho indefenso y frágil, inerme en la debilidad de la carne de un recién nacido.
En la Eucaristía del día de Navidad, el Cuarto Evangelio, en su Prólogo, nos remonta a la contemplación de la economía eterna de la intimidad trinitaria: El que es la Palabra, en eterna comunión de amor con el Dios invisible, luz y vida de todo lo creado, ha decidido por amor entrar en la historia y caminar en medio de ella, a pesar de la pertinaz resistencia que encontrará en esta humanidad que ha escogido como morada, en un gesto sin retorno: La Palabra se hizo carne, y puso su tienda en medio de nosotros.
El domingo siguiente a la Navidad, la liturgia nos invita a considerar, en la Fiesta de la Sagrada Familia, la hondura y seriedad que la Encarnación comporta: ninguna de las experiencias de la humanidad sufriente permanece ajena de la Palabra hecha carne: conocerá la indefensión de nacer en el seno de una familia de pobres, conocerá el sometimiento a las veleidades del poder: la persecución, la migración forzada; tendrá que aprender las habilidades básicas para la vida para transitar por las etapas de crecimiento desde la infancia a la adultez, habrá de ser conocido como el hijo del carpintero.
Luego en la Solemnidad de la Epifanía, la palabra se anunciará como revelación resplandeciente para iluminar a todos los pueblos de la tierra, hasta que pueda llegar el día en que las tinieblas del entendimiento y de los corazones sean inundadas y desbordadas por la diáfana claridad del amor del Señor derramado con prodigalidad desde la eternidad a nuestro tiempo.
Al concluir el tiempo de Navidad, en la Fiesta del Bautismo del Señor, la Palabra hecha carne, es reconocida por el Padre, confirmada en su misión por el Espíritu Santo, y declarada amada, aquí en la carne, como es amada desde toda la eternidad en el seno de la Divinidad; en este hombre que emerge de las aguas bautismales del Jordán, se ha cumplido de manera inédita y definitiva, la promesa que vislumbraron estremecidos de temeroso gozo los profetas del Antiguo Testamento.
Pero esta pedagogía de la Identidad del Señor Jesús, y de la revelación del plan salvador diseñado desde el principio del tiempo, no concluye en la Fiesta del Bautismo, se prolonga en los primeros domingos del año en el ciclo litúrgico que estamos comenzando.
El domingo segundo del tiempo durante el año, Juan el Bautista alza su voz para volver a sorprender a sus Discípulos y a nosotros: este Jesús, en quien el Padre eterno ha depositado y declarado su complacencia este Jesús, anunciado como Hijo de Dios, el Mesías esperado por los tiempos, del cual el propio Juan se considera el más pequeño de sus servidores, pese a ser su precursor, ha escogido un camino inaudito para realizar su misión: es el Cordero, pero no cualquiera de los destinados a los sacrificios, es el que carga sobre sus hombros los pecados del mundo, es el Cordero de la Expiación: de esa manera habrá de realizar su oficio mesiánico: siendo inmolado sobre el altar de la cruz, sacrificado para lavar, de una vez y para siempre, el pecado y la rebeldía del hombre, con su sangre; al mismo tiempo que es ofrecido como acción de gracias, y entregado como alimento, como viático de los que seguimos peregrinando, para que podamos entrar a la plenitud de la comunión para la que hemos sido creados.
En este tercer domingo, volvemos sobre la huella del profeta Isaías, en el anuncio mesiánico que profiere en el Libro del Emmanú-El: El Pueblo que caminaba en las tinieblas ha visto una gran luz (Is 9, 1), este anuncio, que aparece como un pórtico para proclamar en el v 5 lo que los cristianos reconocemos como la buena noticia de la Encarnación: “Un niño nos ha nacido, un hijo nos ha sido dado”, ahora se presenta como la introducción del ministerio público de Jesús: los confines de Neftalí y de Zabulón, la Galilea, mirada con recelo por los judíos por su apertura al comercio con los paganos de los pueblos circundantes, será la primera y gozosa testigo de la Palabra que se resiste a quedarse quieta, de la Palabra, que ha decidido salir a iluminar con su presencia las penumbras de los tiempos; que asume ahora, en la madurez de su estancia en la tierra, aquel ímpetu de amor irrefrenable que la ha hecho descender del cielo “por nosotros los hombres y por causa de nuestra salvación”, y se pone en marcha para invitarnos a la conversión, para inaugurar con su paso el Reino, que no se presenta como la promesa de una intervención futura de Dios en medio del mundo, sino como su actuar, aquí y ahora; ese actuar, que viene a poner de manifiesto su compasión, su misericordia, su querer incluirnos a todos en el plan de salvación, que nos viene a traer el consuelo de saber que en esta historia -Suya y nuestra- no vagamos solos y errantes, sino que junto a nosotros camina un pastor, que espera lo reconozcamos para conducirnos al gozo.
La Palabra se ha puesto en camino, para compartir su luz con una humanidad sedienta de sentido, sedienta de orientación, y este ponerse en marcha, es también un ponerse en búsqueda. La Palabra necesita ser divulgada; para alcanzar a iluminar, aunque sea con un tenue resplandor, las más distantes tinieblas; precisa de otros que la propaguen, que transmitan en los tonos de sus propias voces, en todas las lenguas de la tierra, y por toda la extensión del tiempo, esa Voz primera, pronunciada por el Padre, Palabra viva y creadora; balbuceada por los profetas, amanecida creatura en este mundo, al hacerse sonido en el timbre único de la voz de Jesús.
Por eso, la Palabra del Señor convoca, provoca y desafía; sale al encuentro de aquellos que como Simón, Andrés, Juan y Santiago, se dejan interpelar y se convierten a su vez en anunciadores de esta palabra salvadora, recibida, interpretada, atesorada y al mismo tiempo compartida.
La Luz de la Palabra precisa de ser difundida, y para esto necesita de portadores, que se atrevan a emprender la tarea de llevar su resplandor a los rincones más apartados, a las fronteras más distantes, para que su claridad pueda revelar la presencia del Señor, que ya ha tomado la delantera para hacernos descubrir Su Rostro en los sitios más insólitos, en las situaciones que aparentemente están más alejadas de su Gracia.
Celebramos en este Domingo 3ro. del tiempo durante el año, la Palabra, esa que ha descendido y se ha hecho carne para venir a buscarnos, esa que nos ha atraído y enamorado de su belleza, esa que nos invita e interpela en cada celebración eucarística, esa que espera en silencio, en una Biblia cerrada, que corramos la aventura de abrirla, para que se revele por entero a nuestros sentidos y enderece nuestra humanidad, para que sea alcanzada y vivificada por el fulgor espléndido del Padre que la ha pronunciado, de una vez y para siempre, para llamarnos a la existencia y sostenernos en este caminar.
Raúl Moris G. Pbro.