COMENTARIO EXEGÉTICO-ESPIRITUAL
DEL 5o DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
“Hacer visible la Gracia invisible“
5 de febrero de 2023
P. Raúl Moris,
Prado de República de Chile
Ustedes son la sal de la tierra. Pero, si la sal pierde su sabor, ¿con qué se la volverá a salar?
Ya no sirve para nada, sino para ser tirada y pisada por los hombres. Ustedes son la luz del mundo, no se puede ocultar una ciudad situada en la cima de una montaña.
Y no se enciende una lámpara para ponerla debajo de un almud, sino que se la pone sobre el candelero, para que ilumine a todos los que están en la casa. Así, debe brillar la luz que hay en ustedes, a fin de que los hombres vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre que está en el cielo”.
(Mt 5,13-16).
Para tener en cuenta.
Una vez concluida la gran obertura del Sermón de la Montaña: el discurso programático de las Bienaventuranzas, y antes de iniciar la gran sección de la nueva Ley, propuesta por quien es presentado en el Evangelio según San Mateo como el novísimo y definitivo Moisés, aparecen estos tres versículos acerca de la vocación a la que está llamado el Discípulo de Jesús: vocación que se alza como el desafío de transformar en sacramento viviente la vida entera del que se dice cristiano, uno llamado a visibilizar, acogiendo y transparentando, en sus gestos y palabras, la incontenible acción de la gracia, el Rostro invisible del Padre.
Las dos imágenes utilizadas por el Evangelio, para ilustrar esta vocación: la Sal y la Luz, poseen para nosotros, no obstante, una calidad de evocación diversa, que es preciso explicitar, especialmente la mención de la sal.
La Sal gozaba en el mundo antiguo de un valor mucho mayor al que hoy le damos; de hecho, actualmente, de los alimentos que a diario consumimos, es quizá el de menor precio. No ocurría así en la antigüedad, tan valiosa era considerada la Sal, que la palabra Salario, brota de esa valoración: la paga que recibían los soldados romanos, era llamada genéricamente Salarium, ya que no consistía sólo en metal sólido (Solidum, de donde deriva la expresión “sueldo”) sino también en una ración de Sal; elemento no solo usado para la sazón de los alimentos, para realzar su sabor, sino también -al no existir posibilidades de refrigeraciónpara la conservación de los mismos. Contar con una provisión de sal suficiente para la salazón de las carnes, los pescados y los vegetales, podía significar la posibilidad de sobrevivir a la hambruna de los largos inviernos, podía hacer la diferencia entre la vida y una lenta muerte por desnutrición.
Por otra parte, dado que la Sal contribuye a retener líquidos en el cuerpo, era un suministro esencial para prevenir la deshidratación durante las temporadas estivales, y durante las largas jornadas de peregrinación bajo el agobiante sol de los caminos desérticos; signo de hospitalidad era ofrecer al peregrino sediento, a la puerta de la casa o de la tienda, junto con el refrescante vaso de agua, un puñado de sal.
Signo de la gratitud por el don de la vida, y propiciación de la benevolencia, se ofrecían a Dios o a los dioses, sacrificios de animales, que se consumían en el fuego de los altares, luego de ser cuidadosa regados con lo que los romanos llamaban “mola salsa”, granos tostados triturados al mortero y mezclados con abundante sal; signo de alegría era arrojar al fuego de los braseros un puñado de sal para que crepitara y se avivara la llama del hogar.
Las rutas por donde transitaban las caravanas de la sal, que recorrían el mundo antiguo, como la romana “Via Salaria”, eran diligentemente resguardadas, para que este elemento vital no escaseara en las ciudades.
Estar llamados a ser Sal del mundo significa entonces para los cristianos, estar dispuestos a dar vida al mundo y a darle sabor, a disponerse a ir y venir a través de sus cansadas venas, para rejuvenecerlo con el anuncio nuevo de la alegría de la misericordia desbordante del Señor.
Saberse convocados a ser sal del mundo, implicará recoger el desafío lanzado por Cristo a sus Discípulos, de esforzarse por trabajar en ese empeño de empapar con el anuncio valiente y explícito del Señor muerto y resucitado; con pasión y lucidez, y sin concesiones, el tiempo y los lugares que nos toca recorrer; sabiendo que nuestras propias acciones, nuestros propias omisiones, pueden opacar ese anuncio, o incluso sofocarlo; teniendo conciencia de que esta sal que estamos llamados a ser, puede llegar a desvirtuarse, desvanecerse en la apatía, en el cínico rictus del desencanto, o en el porfiado intento de detener a toda costa el paso de la historia, atrincherándonos detrás de los seguros remaches de nuestros templos; sin reparar que de esta manera, la sal que hemos debido ser, termina por transformarse en un insípido remedo.
La metáfora de la Luz es para nosotros más evidente: los cristianos estamos convocados para la misión de hacer manifiesta la misericordia del Señor, fuente de la alegría evangélica, y esa manifestación implica exposición, claridad, y disposición para arder hasta consumirse en la tarea.
La ciudad situada en lo alto de la montaña, alude a esa exposición; es cierto que las ciudades en la antigüedad solían construirse, por motivos estratégicos, en lo alto de algún monte que dominara los valles circundantes; y desde ese lugar alto, ciudadela amurallada, lo que los griegos llamaban “Acrópolis”, se podía organizar la defensa de los que comenzaban a habitar en los faldeos de la montaña, los baluartes y parapetos para permanecer resguardados y los pertrechos para resistir en caso de asedio.
Sin embargo, la ciudad en la que está pensando Jesús no es el fortificado alcázar que oculta y protege todo lo que en él se esconde, sino una ciudad expuesta de torres y cúpulas resplandecientes, bajo el sol matutino, que reverbera en sus techos desde lo alto; la ciudad que señala y orienta el camino a los peregrinos que se acercan presurosos al caer la tarde, con el refulgir de los fuegos llenos de promesas, que comienzan a crepitar alegres en los hogares, con las lámparas encendidas en las ventanas para dar acogida a los caminantes.
El que ha recibido la vocación de cristiano, no puede ser entonces un hombre o una mujer de puertas cerradas, de santos tapados, de secretos de sacristía, que se repiten en sordina, de oscuros conciliábulos para defenderse conspirando, de un mundo que se le antoja amenazante; no, el cristiano ha de estar preparado para partir a proclamar con gozo, aquello que ha recibido como buena noticia, y que lo empuja al desborde de esta alegría, que no soporta ser contenida en los estrechos márgenes de las paredes conocidas, sino que quiere diseminarse y abrirse paso hasta por las más resecas cañadas del mundo, para llegar a inundar la tierra entera.
El cristiano ha de ser lámpara que ilumina, en la medida que se va dejando abrasar en el ardor del amor que brota desde el centro del misterio del único Dios, que ha bajado a nuestro encuentro para mostrarnos su rostro en Jesús; y que, aunque se sabe débil en su capacidad de iluminación, (las lámparas de aceite del tiempo del Evangelio emitían frágiles, tenues resplandores), sabe también que es ese mismo Señor el que sostiene ardiendo esa llama, y la alimenta con su soplo, y que, por escasa que sea la claridad que de ella brota, está participando de su propio resplandor, y que, saliendo al encuentro y convocando a quienes irán también encendiéndose para extender ese ardor, ha de hacer esplender el mundo entero.
Acoger el desafío de ser Sal de la tierra y Luz del mundo, es tan urgente hoy, como en los tiempos en los que Jesús pronuncia estas palabras, urgente, porque la credibilidad del Evangelio está mediada por la coherencia de sus anunciadores. ¿Cómo declarar la misericordia del Señor, sin esforzarse en ser misericordiosos? ¿Cómo anunciar que el Señor ha escogido caminar al lado de los pobres para recordarles la dignidad de hijos que sistemáticamente se les niega, si el cristiano los deja entrar solo de tarde en tarde en el horizonte de sus preocupaciones? ¿Como contar la buena noticia de un Señor, que desconoce las fronteras de raza, de género y condición para dejar que fluya a través de la humanidad entera el incontenible torrente del amor del Padre, si nos empeñamos en levantar muros para no experimentar la vulnerabilidad, que supone abrirnos a la aventura de establecer relaciones con los otros, si porfiamos en cortar los puentes que el propio Jesús tendió entre nosotros y entre el cielo y la tierra?
Acoger el desafío de ser Sal de la tierra y Luz del mundo, es atrevernos a ser nosotros mismos esos sacramentos vivientes de Cristo, Sacramento del Padre, rostros visibles de la gracia invisible, del amor originario que desde el comienzo ha querido derramarse por las rutas de la humanidad, para que, haciendo de nosotros mismos cauces de ese torrente incontenible, pueda ser reconocido y vivido a través de nuestras acciones y palabras.
Raúl Moris G. Pbro.