COMENTARIO EXEGÉTICO-ESPIRITUAL
DEL DOMINGO II DE CUARESMA
La Transfiguración del Señor
5 de marzo de 2023
P. Raúl Moris,
Prado de República de Chile
Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y los llevó aparte a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos: su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz.
De pronto se les aparecieron Moisés y Elías, hablando con Jesús. Pedro dijo a Jesús: “Señor ¡qué bien estamos aquí! Si quieres, levantaré aquí mismo tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”.
Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, se oyó una voz que decía desde la nube: “Éste es mi hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección: escúchenlo”.
Al oír esto, los discípulos cayeron con el rostro en tierra, llenos de temor. Jesús se acercó a ellos y tocándolos, les dijo: “Levántense, no tengan miedo”.
Cuando alzaron los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús solo. Mientras bajaban del monte, Jesús les ordenó: “No hablen a nadie de esta visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos”.
(Mt 17,1-9)
COMENTARIO
Para poder comprender el sentido que tiene en el Evangelio de Mateo el Relato de la Transfiguración es necesario hacer algunas precisiones; en primer lugar, recordar que, como todo relato que se encuentre en cualquiera de los Evangelios, se trata del recuerdo elaborado desde la experiencia pascual, a saber, desde la plenitud de significado que para los testigos de la vida de Jesús, de sus acciones, decisiones y palabras, representó el acontecimiento de ver resucitado al Señor, tal y como Él mismo lo había anunciado; de comprender finalmente que la palabra “Resurrección” no era una metáfora para decir veladamente “insurrección”, en el ámbito político o social, sino el anuncio de una irrupción totalmente inédita del Eterno en el continuo de la temporalidad de nuestra existencia; recuerdo y toma de conciencia, que se plasma de modo definitivo luego de un proceso interpretativo circular, en el que los acontecimientos y las palabras proferidas, por -Jesús o por la tradición y los profetas- se iluminan mutuamente y transparentan un único sentido: la real identidad de este Jesús, Señor, Vencedor de la muerte. Este proceso de hecho se declara de modo bastante explícito en la advertencia de Jesús a sus discípulos en las palabras que cierran la perícopa.
En segundo lugar, es preciso señalar que se trata de acontecimientos contemplados, comprendidos y transmitidos por hombres que habitan y se relacionan con su mundo desde una cultura determinada: un pueblo que construye su visión de mundo a partir de las categorías de comprensión que le proporciona la palabra conservada, interpretada, y transmitida con devoción durante generaciones.
A partir de estas consideraciones, podemos entrar en el Relato de la Transfiguración del Señor mediante la observación de algunas imágenes que nos proporciona el Evangelista y que hunden sus raíces en la tradición del pueblo de Israel.
El relato de la Transfiguración del Señor es una Epifanía: una revelación de la entera naturaleza y de la misión de Jesucristo. Si en el relato de las tentaciones de Jesús en el desierto, con que se inicia el tiempo de Cuaresma, los Evangelistas nos muestran de cuerpo entero, de manera simultánea, en toda su fragilidad y en toda su entereza, la humanidad de Jesús, a quien reconocemos como Hombre Verdadero; en el de la Transfiguración se completa la revelación, exponiendo su naturaleza divina, en la que se muestra en todo su esplendor el Cristo, Verdadero Dios; por lo que no es solo una Epifanía, a la que asistimos, sino a su vez, una Teofanía: la manifestación del Señor, que interviene en el plano ordinario de los acontecimientos humanos, penetrando desde su eternidad en nuestra temporalidad. Una revelación que viene a culminar la historia de la salvación haciendo visible el rostro del Dios invisible, que ha querido hacer alianza con la humanidad desde el comienzo del tiempo.
Los elementos de esta Teofanía son los clásicos signos con los cuales la tradición del Pueblo de Israel venía dando cuenta en el An.guo Testamento de esta libérrima acción de Dios en su vida y en su peregrinar:
Un Espacio de Encuentro: Este acontecimiento ocurre en el lugar en que la topografía bíblica sitúa el punto privilegiado para el encuentro entre el hombre y Dios, el monte; espacio, que para el Pueblo de Israel, no está hecho para la habitación permanente de los hombres, sino para contemplación extática, para la comunicación de la misión y el envío, (como el Horeb, el Hermón, el Carmelo, entre otros); el monte es el espacio de la intervención, de la interrupción del paisaje humano, es el paraje que apunta y conduce al cielo: la sola invitación a subir al monte elevado, aparte de los demás apóstoles, implícita en la obertura del relato, debió ser para estos tres Apóstoles -escogidos como testigos, no por sus méritos, sino a partir de la soberana voluntad de Dios que quiere revelarse- la señal inequívoca de que iban a ser tes.gos de un evento que rompería las coordenadas de su vida cotidiana, para lanzarlos desafiante a una esfera de comprensión radicalmente nueva: la de la fe, que necesitará de esa otra irrupción, la definitiva: la de la Resurrección, para que pueda ser integrada en el curso inédito que van a comenzar a recorrer sus vidas, transfigurando para siempre su propia relación con el mundo.
La Imagen: La manifestación en este relato asume las mismas imágenes que el An.guo Testamento utiliza para referirse a la experiencia del encuentro con la realidad de Dios: las vestiduras resplandecientes, el rostro colmado de luz de Jesús y la nube luminosa, que ensombrece la experiencia, no por falta de luz sino por sobreabundancia, por exceso; imágenes límites de la experiencia visual para aludir a la presencia evanescente, inasible, indefinible de Dios.
El pueblo de Israel conoce dos palabras para aludir a esa manifestación: Kabod y Sekkinah; dos palabras que revelan -y simultáneamente velan- la experiencia que ha hecho de su Dios; Kabod, el Resplandor enceguecedor, la Gloria deslumbrante; Sekkinah, la Presencia, la Morada, la Tienda, la Nube radiante que llega a entenebrecer por exceso de luz, todo lo que ella cubre; el lugar en donde acampa, en donde se hace cercano –sin perder en absoluto su radical trascendencia- el Dios-con-Nosotros.
Jesús en la Transfiguración está revelándose desde la totalidad de su naturaleza divina, se está manifestando como el Señor, y desde esta manifestación ilumina íntegra la historia, alcanzada y permeada por esa misma gloria, por ese solo sentido que brota incontenible desde el seno del plan de Dios: Moisés y Elías: la Ley y los Profetas convergen en el único centro que es Cristo, el Señor; hacia Él apuntan las fatigas del pueblo peregrino del Éxodo, en Él encuentra el cumplimiento desbordante de las visiones y sueños de los profetas, es Él la Palabra, pronunciada de manera definitiva, la que apenas habían alcanzado a balbucear sus bocas; aquí está manifestado el fin de la creación, el sentido de la historia.
Moisés y Elías, los interlocutores de Dios por antonomasia para el pueblo de Israel -Moisés, del cual el libro del Deuteronomio en su elogio final declara que “Dios trataba con él cara a cara” (Dt 34 10); Elías, que según el Libro Segundo de los Reyes, después de ser el portavoz de Dios en medio de su pueblo, es arrebatado al cielo (2Re 2, 11)- aparecen en el relato de Mateo conversando con Jesús transfigurado: el rostro del Dios invisible al que ha seguido, escuchado y obedecido el pueblo de la Alianza desde la llamada a Abram al desierto, se hace visible en este momento.
La meta hacia la cual se dirigieron los esfuerzos de Moisés en el arduo peregrinar del Éxodo, ése, al que prefiguraban las palabras y las acciones proféticas de Elías, está por fin delante de ellos; ese último depositario de la promesa que puso en marcha a Abram, para llegar a ser el padre de una prolífica estirpe, es quien se está por fin revelando: para desplegar delante de estos testigos la naturaleza original y final de la humanidad, liberada definitivamente de la condición humana pecadora, envuelta en la gloria para la cual el hombre fue diseñado en el corazón del Padre. Y la misión de Jesús como único interlocutor, como único mediador de la salvación, queda establecida de una vez y para siempre para la Iglesia: “Éste es mi hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección: escúchenlo”.
El Shemá, el solemne mandato que antecede a la revelación de la Unicidad del Dios de la Alianza en el Deuteronomio, (Dt 6, 4) y que presenta a ese Único Dios como objeto absoluto y exclusivo de adoración; ahora vuelve a pronunciarse para llamar la atención de los Discípulos hacia un Sujeto: el Hijo encarnado, desde cuyo corazón y a través de sus labios saldrá la Palabra en la que podremos encontrar la salvación.
La Transfiguración del Señor acontece para estos hombres, que están subiendo con Jesús a Jerusalén, y por tanto acompañándolo en el descenso hasta su pasión y muerte, como ocasión de estímulo y consolación: han recibido la gracia de poder contemplar la meta, cuando el camino ha comenzado a ponerse defini.vamente arduo, el Jesús, al que han de continuar siguiendo, irá configurándose desde este punto de inflexión, y a cada paso, con el Varón de Dolores, abatido por el sufrimiento. Ha comenzado aquí una nueva etapa en el aprendizaje de los Discípulos.
“¡Qué bien estamos aquí! Hagamos tres Tiendas…” sólo atinará a decir Pedro, consolado, pero confuso, tratando de sostenerse en la evocación de la Tienda del Encuentro, que la tradición de su Pueblo le ha legado, sólo eso puede balbucear Pedro en el comienzo de ese aprendizaje, que habrá de continuar en el rigor del seguimiento del Jesús solo, despojado ahora de su gloria, que viene a levantar del suelo a los Apóstoles, concluida esta experiencia en la que el velo de la carne y de la historia se ha disipado fugazmente, permitiendo contemplar desde este tiempo el hoy eterno del Señor.
Pero tendrá que ser así, porque para los peregrinos, el monte es solo estación de paso, para refrescar la marcha y alentarla en la visión de la meta, y no habitación permanente. Habrán de que continuar estos discípulos el seguimiento de Jesús: en la opacidad de su carne, de este Jesús solo, que, bajando del monte de la Transfiguración, continúa su camino sin mayor esplendor que el rostro curtido del Hijo del Carpintero, allí es en donde tendrán que aprender Pedro y los Apóstoles, a reconocer al Dios de la gloria; aprendizaje de Pedro que habrá de perseverar vacilante, amenazado por la tentación de imponer al Señor los planes surgidos de la propia fragilidad, entorpecido por la humillante experiencia de la cobardía de la triple negación, en la vigilia de la Pasión, hasta llegar a encontrarse con el abrazo acogedor y el definitivo envío del Señor Resucitado.
De ese mismo Señor que, por cierto, sigue insistiendo todavía hoy –con la misma vehemencia con que clamó la Voz venida del cielo- el ser reconocido y escuchado desde la sequedad de la fe, desde la parquedad de los signos, en la pequeñez de la vida sin esplendor de los pobres; el mismo Jesús que nos sigue esperando en la frágil presencia del pan eucarístico que se oculta indefenso en el frágil silencio que rodea la Tienda del Encuentro de nuestros Sagrarios.
Raúl Moris G. Pbro.