DOMINGO DE LA ASCENSIÓN
COMENTARIO EXEGÉTICO-ESPIRITUAL
29 de mayo de 2022
P. Raúl Moris,
Prado de República de Chile
“Jesús dijo a sus discípulos: “Así está escrito: el Mesías debía sufrir y resucitar de entre los muertos al tercer día, y comenzando por Jerusalén, en su Nombre debía predicarse a todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados. Ustedes son testigos de todo esto. Y yo les enviaré lo que mi Padre les ha prometido.
Permanezcan en la ciudad, hasta que sean revestidos con la fuerza que viene de lo alto”. Después Jesús los llevó hasta las proximidades de Betania y, elevando sus manos, los bendijo. Mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo. Los discípulos, que se habían postrado delante de él, volvieron a Jerusalén con gran alegría, y permanecían continuamente en el Templo alabando a Dios”.
(Lc 24, 46-53)
Para tener en cuenta
Al Tercer Evangelista es a quien le debemos los dos relatos que hablan explícitamente de la Ascensión del Señor, uno al final de su Evangelio, el otro abriendo el libro de los Hechos de los Apóstoles, ambos relatos coinciden en lo esencial y además se complementan en el propósito para el cual Lucas los Recuerda.
Estamos situados frente a un momento crucial en la naciente comunidad de Discípulos y Apóstoles, reanimada por las apariciones del Resucitado, después del dolor y el desconcierto de la crucifixión; estamos delante del momento de la despedida definitiva: cesa el período en donde Jesús se ha dejado ver por su comunidad para comunicarles el gozo de la muerte vencida por la vida, que no conoce ocaso, para comunicarles que la irrupción de la eternidad en el orden de nuestra temporalidad es ya una realidad irrevocable: la promesa antigua del Emmanú-El, el Dios-con-nosotros, se ha cumplido con creces; cesa el tiempo del consuelo inmediato de la comunidad, que exulta de alegría al tener de nuevo con ella a Jesús; cesa el tiempo de la visión del Señor transfigurado por la gloria de la Resurrección.
Jesús, realizada su misión, habrá de volver al seno del Padre desde donde ha salido, desde donde ha bajado y se ha hecho pequeño, uno de los pobres de la tierra, para comunicar el amor y la alegría de la salvación; pero este regreso del Hijo eterno del Eterno Padre, al lugar del cual provino, es en sí mismo una noticia aún más sorprendente –si cabe- que la misma Resurrección: la Trinidad entera se ha puesto en movimiento para que Cristo ascienda con su entera humanidad, en cuerpo y alma; el Señor no ha tomado la condición humana por un tiempo, Dios no se ha disfrazado de hombre, para luego despojarse –liberado- de esta carga; no, en Cristo, Dios ha abrazado la humanidad por amor, de una vez y para siempre, sin retorno.
Si desde el seno de la Trinidad, por puro amor había aceptado el Hijo salir, bajar y hacerse uno de nosotros, a no vuelve del mismo modo como ha salido al insondable abismo de la divinidad, es todo Dios y el hombre entero, el que ahora regresa: a la Humanidad -triunfante sobre el pecado, la desobediencia y la muerte- se le han abierto unas puertas que jamás volverán a cerrarse, se ha producido el “maravilloso intercambio” –como lo llamará san Ireneo, un par de siglos después- en que Dios se ha hecho hombre para que el hombre se haga Dios, llevando a buen fin la obra propuesta, que desde el comienzo se anida en el corazón del Padre: todo lo creado ha sido creado bueno, máxime el hombre, todo entero, creado para anhelar la suerte de Dios, para sentirse insatisfecho siempre, y siempre en búsqueda en su peregrinar, porque lo único que puede saciarlo de verdad es llegar a compartir la vida divina; alcanzada ahora por el sí amante, doliente y obediente de Jesús. En la ascensión del Señor, el hombre, la más querida de las obras salidas de las manos del Creador, comienza a gustar de la vida sin fin en el amor inextinguible de la misma Trinidad.
La humanidad que Cristo quiso asumir, para redimir, no es un traje con el que Dios se revistió y que al terminar su peregrinación por el mundo y por su tiempo, había de abandonar gastado y maltratado de tanto andar; la humanidad de Cristo no es el disfraz ni la máscara de un dios, sino la forma definitiva que el Hijo ha escogido para sí; cuando Cristo vuelve al seno del Padre, lleva también consigo su humanidad; el hombre ha quedado incorporado de manera indisoluble y para siempre a la vida divina; la humanidad que se había apartado por el pecado del plan al que el Padre la había invitado desde la Creación, se ha reconciliado en la carne obediente del Hijo Crucificado, para ser glorificada en el cuerpo del Resucitado; en la Ascensión, la humanidad es hecha consorte de la Trinidad para siempre.
La Ascensión es así una despedida, pero una despedida gozosa, los discípulos –nos cuenta Lucasvolvieron a Jerusalén llenos de alegría; han dejado de ver al Señor, pero no existe en su ánimo el desgarramiento que asola el alma de los que quedan cuando emprende la partida aquel, al que se ha querido profundamente; los discípulos comienzan a comprender la hondura de lo que ha acontecido en medio de sus vidas, por eso permanecerán –como Jesús les pide- en Jerusalén alabando a Dios en el Templo y esperando la última promesa; cuando ésta se cumpla, cuando venga el Espíritu Santo sobre ellos, todo lo que ha ocurrido desde que comenzaron a caminar con Jesús se les mostrará con esplendente claridad; vuelven los discípulos a Jerusalén alegres y obedientes, porque saben que aquel que ha ascendido al cielo, no ha de dejarlos huérfanos.
La Ascensión del Señor es asimismo un envío; coinciden tanto el relato del Evangelio, como el de los Hechos de los Apóstoles, en la llamada a ser testigos, testigos valientes y entregados (en griego mártüres), porque esta buena noticia no puede permanecer confinada en los límites de Israel, ha de ser proclamada desde Jerusalén, para desde allí, después de Pentecostés diseminarse por todo el Mundo.
El itinerario trazado por Lucas tendrá hitos precisos: de Jerusalén a Antioquía, de Antioquía a Roma; del pueblo de Israel que vive en Judea, al pueblo de Israel que peregrina en la Diáspora, para llegar así a dar el paso al nuevo pueblo conformado por hombres de todos los pueblos, para así llegar a dar el paso que ha logrado que también nosotros nos alegremos de esta noticia; El Señor Resucitado desde el cielo guiará el proceso, el Espíritu Santo en el seno de la Iglesia lo animará, lo alentará hasta llegar al fin de la marcha en donde el Resucitado hará ingresar a la Iglesia a la alegría imperecedera de la tierra patria; pero para que este viaje pueda emprenderse se precisan testigos que inflamen el corazón de nuevos testigos, relevos valientes que atraviesen la historia para que la misericordia del Señor pueda ser contada, pueda ser cantada, pueda ser reconocida por aquellos que la están viviendo.
En el relato del Libro de los Hechos, se añade una amonestación de parte de otros testigos a los discípulos que han estado presentes en la Ascensión, en un ejercicio de añadir colorido local al relato, éstos que interpelan a los Discípulos no pueden ser sino ángeles, (sus vestiduras blancas los delatan) Lucas se esfuerza en reforzar delante de su comunidad de que lo que acaba de relatar es un hecho que se inscribe en la sorprendente y perentoria economía divina: “Hombres de Galilea, ¿Por qué siguen mirando al cielo?”, esta amonestación toma el carácter de invitación y desafío: La Iglesia no está llamada a ser una comunidad de la nostalgia, absorta en la añoranza del Señor que ya partió, de la alegría que ya no es; la Iglesia está llamada a partir, a mirar hacia delante, a no llorar una ausencia, sino a fortalecerse en la Presencia –mediada por los signos, hecha sacramento- de Aquél que nunca nos ha abandonado; del Señor que por medio de su Espíritu, sigue en medio nuestro, sigue y seguirá sosteniendo la mano de la Iglesia Peregrina hasta cuando el Padre quiera.
Raúl Moris G. Pbro.