COMENTARIO EXEGÉTICO-ESPIRITUAL
LA FESTIVA NOTICIA DE LA INAGOTABLE MISERICORDIA DEL PADRE…
Domingo XXIV del Tiempo Ordinario Ciclo C
11 de septiembre de 2022
P. Raúl Moris,
Prado de República de Chile
Todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharlo. Pero los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: “Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos”. Jesús les dijo entonces esta parábola: “Si alguien tiene cien ovejas y pierde una, ¿no deja acaso las noventa y nueve en el campo y va a buscar la que se había perdido, hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, la carga sobre sus hombros, lleno de alegría, y al llegar a su casa llama a sus amigos y vecinos, y les dice: “Alégrense conmigo, porque encontré la oveja que se me había perdido”. Les aseguro que, de la misma manera, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse”. Y les dijo también: “Si una mujer tiene diez dracmas y pierde una, ¿no enciende acaso la lámpara, barre la casa y busca con cuidado hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, llama a sus amigas y vecinas, y les dice: “Alégrense conmigo, porque encontré la dracma que se me había perdido”. Les aseguro que, de la misma manera, se alegran los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierte”. Jesús dijo también: «Un hombre tenía dos hijos. El menor de ellos dijo a su padre: «Padre, dame la parte de herencia que me corresponde». Y el padre les repartió sus bienes. Pocos días después, el hijo menor recogió todo lo que tenía y se fue a un país lejano, donde malgastó sus bienes en una vida inmoral. Ya había gastado todo, cuando sobrevino mucha miseria en aquel país, y comenzó a sufrir privaciones. Entonces se puso al servicio de uno de los habitantes de esa región, que lo envió a su campo para cuidar cerdos. Él hubiera deseado calmar su hambre con las bellotas que comían los cerdos, pero nadie se las daba. Entonces recapacitó y dijo: «¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, y yo estoy aquí muriéndome de hambre!» Ahora mismo iré a la casa de mi padre y le diré: «Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros». Entonces se puso de pie y volvió a la casa de su padre. Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió profundamente, corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó. El joven le dijo: «Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; no merezco ser llamado hijo tuyo». Pero el padre dijo a sus servidores: «Traigan enseguida la mejor ropa y vístanlo, pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies. Traigan el ternero engordado y mátenlo. Comamos y festejemos, porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado». Y comenzó la fiesta. El hijo mayor estaba en el campo. Al volver, ya cerca de la casa, oyó la música y los coros que acompañaban la danza. Y llamando a uno de los sirvientes, le preguntó qué significaba eso. Él le respondió: «Tu hermano ha regresado, y tu padre hizo matar el ternero engordado, porque lo ha recobrado sano y salvo». Él se enojó y no quiso entrar. Su padre salió para rogarle que entrara, pero él le respondió: «Hace tantos años que te sirvo sin haber desobedecido jamás ni una sola de tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para hacer una fiesta con mis amigos. ¡Y ahora que ese hijo tuyo ha vuelto, después de haber gastado tus bienes con mujeres, haces matar para él el ternero engordado!» Pero el padre le dijo: «Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo. Es justo que haya fiesta y alegría, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado
(Lc 15, 1 -32)
Comentario
La nota que caracteriza las tres parábolas que nos trae el Evangelio según san Lucas en el pasaje de hoy es la desproporción, desproporción entre el riesgo y el resultado, entre el costo y la ganancia, entre el pecado y la misericordia.
Aunque en el texto original se formulen prácticamente en un tono de desafío: ¿Si alguien tiene cien ovejas…? ¿Si una mujer tiene cien dracmas…? en una lógica absolutamente humana, las preguntas hecha por Jesús para encabezar las dos parábolas iniciales sólo podrían tener respuesta negativa; en realidad, ningún pastor sensato arriesgaría la seguridad del rebaño entero abandonándolo, para salir detrás de una sola oveja perdida; por su parte; una dracma era una moneda de un valor relativamente menor, el gasto en el que incurre la mujer, que precisa de aceite para encender la lámpara, que emplea tiempo y da vueltas la casa entera con tal de encontrarla, llega a superar el valor de la moneda perdida; ¿Por qué entonces la alegría y la fiesta a las que terminan convocando los protagonistas de cada parábola? ¿Por qué se nos anuncia esa alegría compartida, contagiosa, que inunda el cielo y se manifiesta delante de los Ángeles?
La desproporción se va a presentar como respuesta a la situación que se observa al inicio del relato a propósito de los gestos de Jesús: el Evangelista comienza el pasaje dándonos una información acerca de las actitudes de publicanos y pecadores, por una parte y por la otra, la de los fariseos y los escribas; los primeros se acercan y escuchan, los segundos, se escandalizan y murmuran.
Cuál es la causa del escándalo; no por cierto el constatar en torno a Jesús la cercanía de los pecadores – indeseables para la moral farisea- seguramente muchas veces esos mismos fariseos y escribas no habrían podido evitar tal compañía, cómo evitar que la enseñanza dicha a viva voz y en público sea escuchada por todos, cómo seleccionar la calidad de los auditores si estamos en el contexto de la predicación a descampado, de una predicación itinerante; lo que provoca y escandaliza a los fariseos es la actitud de franca acogida, de salida y búsqueda de encuentro de parte de Jesús, los verbos empleados en el original son elocuentes, Jesús recibe a los pecadores, pero no de manera pasiva, no se queda sentado esperando a que éstos lleguen y luego soporta su compañía; sino de manera activa: Él sale, se mueve en dirección a ellos, va a su encuentro con un abrazo; Jesús come con ellos, los hace comensales suyos, se hace su comensal, se sienta a su lado en la misma mesa, comparte con ellos el mismo pan; hay una actitud por parte del Señor que rebasa con creces la convivencia cordial, la de una educada cortesía, la de un comportamiento digno de un hombre de Dios, que sabe que tiene que demostrar un mínimo de amabilidad, que sabe parte de su oficio el manifestar solicitud por los que se acercan; Jesús parece sentirse a gusto en medio de esta compañía, se esfuerza por frecuentarla, hace caso omiso de las normas que un hombre del pueblo de Israel debía observar si no quería incurrir en la engorrosa impureza ritual, que conlleva el frecuentar las “malas compañías”, condición de impureza que significaba además un costo no simbólico: el del sacrificio de purificación, para poder integrarse a la vida ritual normal.
El solo trato, la sola cercanía de algunos pecadores, de enfermos que padecían enfermedades consideradas vergonzantes, de los extranjeros y de las cosas que éstos traficaban (mercancías, dinero, algunos alimentos) hacían incurrir en la condición de impureza en el mundo en donde habitaba Jesús; máxime si pensamos que el trato entre los hombres de su cultura incluía el contacto físico frecuente; los pueblos que habitaban la cuenca oriental del mediterráneo se expresan con gestos efusivos, se tocan, se abrazan, se besan, la bienvenida no se realiza sólo con medidas palabras formales, la bienvenida sólo es creíble si la palabra de acogida viene acompañada con el gesto expresivo, con los brazos abiertos del abrazo, con la proximidad de los rostros que sonrientes ofrecen un beso al amigo.
Jesús no escatima estos gestos cuando se trata de acoger a los que vienen a su encuentro, no escatima ni el gesto ni el gasto cuando se trata de manifestarle a los excluidos que el Padre lo ha enviado a buscarlos, le ha encomendado la misión de anunciarles la alegría enorme que acontece en Él cuando uno solo de ellos se da cuenta de la hondura inconmensurable de su amor y se dispone para que el amor lo transforme Profundamente.
Los gestos y las parábolas de Jesús vienen anunciando esto: que la medida de Dios es gozosa desmesura cuando se trata de amar, que el cálculo de la lógica de Dios no se parece al de nuestras mezquinas economías, al contrario, es el del alegre y franco derroche de Aquel que no ha escatimado la entrega de su propio Hijo, con tal de que pueda salir al encuentro del que se ha extraviado, cruzar sus caminos y entrelazarlos para caminar juntos hacia la casa del Padre iluminada por el resplandor de la fiesta.
Otro contraste importante e iluminador la proporcionan los verbos que recogen la actitud de los fariseos diagongüssõ y la de los protagonistas de ambas parábolas: sünkaleõ y sünkhairõ.
El primero de los verbos, que podríamos traducir más o menos por nuestro verbo “murmurar” o mejor “rezongar”, recibe el prefijo “Diá” que implica la idea de separación, de división. Es la acción que caracteriza las intervenciones de los fariseos: la protesta encubierta, sectaria, reprobatoria y excluyente, incapaz de abrirse a la posibilidad de que delante de sus ojos esté aconteciendo algo bueno, la indignada reacción que no obstante no tiene la valentía de expresarse a viva voz, de entrar en un juego de franca confrontación, cerrada sobre sí misma en la defensa de una autoproclamada pureza.
Los verbos que relatan las acciones del dueño de la oveja y de la mujer, en cambio, van ambos reforzados por el prefijo “Sün”, que en griego se emplea para la idea de concurrencia, de convocatoria: la acción de ambos personajes es una abierta y alegre invitación: los amigos y vecinos son convocados para contagiarse de la alegría irrefrenable de los que hacen la convocatoria; no hay nada encubierto, no hay nada de que avergonzarse, no hay temor en que los amigos y vecinos los encuentren dispendiosos, pródigos o descuidados, el gozo de recuperar lo perdido, traspasa las barreras del pudor, del honor.
Es una nueva economía la que se está proponiendo: la del Reino, la de Jesús que se sienta a la mesa de los que tradicionalmente se consideran réprobos para anunciarles que esta palabra no supone una condena eterna en los oídos del Padre, quien ha decidido salir en su búsqueda y los ha encontrado cuando el Hijo les ha mostrado su rostro cercano y compasivo; La buena noticia de este pasaje de las parábolas de la misericordia, apunta a la llamada a la conversión (Metanoia) y a la fecundidad que engendra: llamada que no sólo alcanza a los publicanos y pecadores sino que incluye también a los que han hecho de la exclusión su oficio: los fariseos.
Los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús porque a pesar del dolor y la cerrazón que la experiencia y la conciencia de la exclusión engendra, alcanzaban a ver el reflejo de este resplandor en los ojos que miraban con ternura y honda comprensión, alcanzaban a sentir la calidez del amor del Padre en las manos de Jesús tendidas para el abrazo, para la sanación, para el gesto de la bendición y de la reconciliación, porque en el gozo con que Jesús les daba la bienvenida, percibían patente la inconmensurable desproporción de la misericordia que les estaba saliendo al encuentro: la misericordia del Padre que ha enviado a su Hijo en busca de ellos, pero también de los fariseos y de los cristianos de la generación de Lucas, que, como ocurre todavía ahora, ya incubaban en el seno de las comunidades la carcoma del fariseísmo, la obsesión por la pureza y el control que mina la capacidad de inclusión y de acogida que estamos llamados a poner en práctica, como imperativo que nace del amor sin límites que conmueve las entrañas de Jesús.
No basta con declarar que el Dios en que creemos es Padre, si no hacemos el ejercicio de preguntarnos cómo entendemos y vivimos esa paternidad, es decir cuál es la imagen de padre que aplicamos a Dios y cómo nos situamos ante ella. Esto es lo que marca la diferencia entre los personajes, tanto los que Lucas nos presenta escuchando la parábola de labios de Jesús, como los que habitan el relato.
Publicanos y pecadores que se acercan confiados a Jesús, superando el normal resentimiento y suspicacia que puede anidarse en aquellos que aprenden dolorosamente a vivir discriminados, aquellos que se han acostumbrado al forzado desierto de la exclusión; por otra parte, fariseos y escribas, escandalizados por la liberalidad de Jesús, sin la apertura de mente y corazón para aprender que el amor que Dios nos tiene, no se gana a costa de méritos, que el Dios que proclama Jesús no es uno inconmovible e impasible, que hay que aplacar con sacrificios, sino uno que prodiga gratuitamente su amor.
Tenemos, dentro ahora de la Parábola, a los dos hijos, al primero, el menor, que se ha apartado deliberadamente de toda norma y código de honor vigentes en la cultura del pueblo de Israel: al desear en vida de éste el reparto de la herencia, ha deseado la muerte del padre, es, en el corazón, un parricida, y ha dilapidado fe, honra e identidad de pueblo, es idólatra y apátrida, eso es lo que significan la mención de la herencia dilapidada en mujeres (el texto original, por cierto, habla claramente de prostitutas), en tierra extranjera, hasta llegar a ser pastor de cerdos, y más aún hasta llegar a estimarse a sí mismo menos incluso que los mismos cerdos.
Tenemos, al segundo hijo, al mayor; fiel guardián de los bienes del padre, hombre sobrio y trabajador, perseverante en el servicio, pero incapaz -como los fariseos que escuchan el relato- de comprender la alegría del padre ante el retorno del hijo, incapaz de alegrarse con él, incapaz de abrirse a la posibilidad de un amor que se desborde generoso sin tener que ganárselo a costa de merecimientos.
Tenemos por último a Jesús y al padre de la Parábola: Jesús que se acerca, acoge y ofrece una palabra oportuna tanto a publicanos y pecadores, como a fariseos y escribas, un gesto y una palabra que no hacen nada más que invitar a una sola respuesta de parte de quienes los reciben: la conversión. Como el padre, que sin tener en cuenta consideración alguna de la propia dignidad, del propio honor que podría reclamar de parte de su hijos es capaz de dejar su puesto en la casa para salir dos veces: al camino para abrazar al que vuelve, sin examen, sin preguntas ni reproches, anegando toda explicación, toda rendición de cuentas, en esos brazos abiertos dispuestos a transmitir el gozo que se desborda de su corazón; pero también para buscar al mayor, que se ha quedado fuera de la fiesta, para invitarlo a ella, para hacerlo sentirse hijo suyo y hermano en la experiencia de la gratuidad del amor que alcanza para uno y otro de sus hijos.
Toda la Parábola va a redundar en torno a la imagen que nos hacemos de Dios cuando decimos que es Padre, toda la Parábola va a ser una invitación a revisar nuestra imagen del Padre y a convertir el modo con que nos relacionamos con Él.
Trátame como a uno de tus jornaleros… La imagen punto de partida, más que de Padre parece ser la del Patrón, la de una paternidad que se concibe como dominio, como uno a quien hay que rendir cuentas, como uno que espera tener en torno suyo a servidores fieles y cumplidores; es la imagen que el hijo menor concibe cuando ha tocado fondo, cuando comienza el movimiento que lo va a llevar a ponerse de pie y a ponerse en camino; cuando, contrito, decide volver los ojos y encaminar sus pasos de regreso a la casa del Padre; es la imagen que por cierto, ha mantenido siempre el hijo mayor, privándose con ella de la intimidad que podría haber gozado como hijo: “hace tantos años que te sirvo”; imagen que nubla la mirada del mayor, que ante la generosidad desbordada del Padre sólo atina a cobrarle un pago por sus servicios, porque el jornalero, el que se siente siervo, no va a trabajar por otra cosa que por la paga, por magra que esta sea; si lo considera un Patrón, no va a entender una relación con el Padre, que no sea de prestación de servicios y retribución; ésa es la tragedia del hijo mayor: la misma ceguera del corazón que ha convertido a los piadosos fariseos en mezquinos funcionarios de la religión, pequeños funcionarios que no dan cabida a la conversión de los pecadores, que no conciben el perdón como una fiesta.
La imagen del punto de llegada es otra: el Padre que hace de su paternidad un ejercicio de misericordia y compasión: que ve de lejos al hijo que regresa y no espera; que deja todo y corre a abrazarlo y a besarlo, que no deja que el hijo termine el discurso que ha preparado, para hacerlo ingresar sin mayor dilación y en fiesta al gozo de su casa; que vuelve a salir para compartir su alegría con el mayor. El largo camino le ha enseñado algo al hijo menor, le ha enseñado a reconocer la gratuidad del amor y a gozarse en ella: simplemente se deja abrazar, vestir como hijo y ser ingresado a la casa del Padre.
Y ahora que ese hijo tuyo ha vuelto… El austero servicio carente de alegría del mayor, empero, no le ha enseñado ni a ser hijo ni a ser hermano, -delante de sus ojos, su padre sólo es un patrón, y un patrón avaro- su corazón está cerrado al gozo del Padre, está cerrado a la conversión del hermano; no obstante el Padre sigue creyendo en él: Es justo que haya fiesta y alegría, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida… las últimas palabras de la Parábola insisten una vez más en la Conversión: es la invitación que han acogido los publicanos y pecadores, hasta llegar a compartir la mesa de fiesta con Jesús; la Conversión que sigue esperando todavía confiado el Padre es la del hermano mayor, la de los fariseos y los escribas, la nuestra.
Raúl Moris G. Pbro.