COMENTARIO EXEGÉTICO-ESPIRITUAL
LAS CONDICIONES DEL SEGUIMIENTO
P. Raúl Moris,
Prado de República de Chile
“Cuando estaba por cumplirse el tiempo de su elevación al cielo, Jesús se encaminó decididamente hacia Jerusalén y envió mensajeros delante de Él. Ellos partieron y entraron en un pueblo de Samaria para prepararle alojamiento. Pero no lo recibieron porque se dirigía a Jerusalén.
Cuando sus discípulos Santiago y Juan vieron esto, le dijeron: “Señor, ¿Quieres que mandemos caer fuego del cielo para consumirlos?” Pero Él se dio vuelta y los reprendió. Y se fueron a otro pueblo.
Mientras iban caminando, alguien le dijo a Jesús: “¡Te seguiré adonde vayas!” Jesús le respondió: “Los zorros tienen sus cuevas y las aves del cielo sus nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza”. Y dijo a otro: “Sígueme”. Él respondió: “Señor, permíteme que vaya primero a enterrar a mi padre”.
Pero Jesús le respondió: “Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú ve a anunciar el Reino de Dios”.
Otro le dijo: “Te seguiré, Señor, pero permíteme antes despedirme de los míos”. Jesús le respondió: “El que ha puesto la mano en el arado y mira hacia atrás, no sirve para el Reino de Dios”. (Lc 9,51-62).
COMENTARIO
Cuando Lucas escribe este pasaje del Evangelio, en el que se sintetiza la exigencia del seguimiento de Jesús, lo está haciendo en vistas a la tradición del Antiguo Testamento, en relación a los grandes profetas, concretamente en relación al llamado de Eliseo hecho por el profeta Elías (1Re 19,19-21); Es el modo en que los hombres y mujeres de las primeras comunidades cristianas podían perfilar y comprender la figura y la misión de Jesucristo, a saber, poniéndola a la luz del recuerdo de estos hombres amados y temidos por el pueblo de Israel; se trata de un paralelo que permita evidenciar la radical superación de los modelos y la novedad que representa Jesús, que es mayor que Elías y Eliseo juntos.
Jesús no viene como Elías a anunciar a un dios de la venganza o de la revancha, a un dios capaz de hacer bajar fuego del cielo para acreditar a su profeta, ni para defenderlo del rechazo; el Dios de Jesucristo no es ni celoso ni iracundo; pero, por otra parte, la urgencia de su llamada no permite tomarse un tiempo para arreglar los propios y personales asuntos como lo hace Eliseo al recibir el manto de Elías: la llamada de Jesús, las condiciones del seguimiento, de su discipulado, no admiten ni tibios compromisos, ni razonables acomodos: el que quiera seguir al Señor habrá de entregarse sin reservas a la causa del Reino, a esta causa que nos urge tanto más, cuanto el Reino no es una remota esperanza, sino una propuesta de humanidad, realizada en y por Jesús, que está manifestándose en medio nuestro, desde el momento en que el propio Señor comienza su ministerio público, anunciándolo no como algo que está por llegar sino como una comprensión nueva y definitiva de lo que significa la Alianza entre Dios y nosotros, que se ha acercado tanto, que está ya aquí, siendo inaugurada por el avance de los pasos de Jesús por su tierra y por su tiempo.
¿Cuáles son las notas que marcan la exigencia de este seguimiento? Las mismas que caracterizan la vida entera y misión de Jesús: la desinstalación y la pobreza, la completa disponibilidad, y la total libertad frente a la urgencia de la misión.
Jesús no pide a quien quiera seguirlo nada que Él no haya vivido hasta la saciedad, nada que Él no haya asumido, o esté dispuesto a asumir del todo, por eso es que Lucas recuerda las exigencias del seguimiento después de que declara la firme decisión de Jesús de avanzar a Jerusalén. El texto del v. 51, en su lengua original es elocuente: traducido de un modo más literal quedaría así: “Sucedió que, al comenzar a completarse los días para su elevación, Jesús endureció el rostro para ir hacia Jerusalén”. Jesús endurece el rostro, se apresta con firmeza para los momentos más dolorosos de su ministerio: los del abandono, los de la incomprensión, los de la muerte en cruz –su elevaciónen medio del silencio, desprendido del cielo, gustando el amargo salario de la hostilidad de la tierra.
El que ha elegido un Pesebre como inicio del camino de la Encarnación, habrá de seguir consecuentemente por esta línea: el Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar su cabeza; aquel que se ha hecho tan pequeño y pobre como para nacer en un establo de animales –que no tiene nada en común con nuestras dulces y románticas versiones navideñas de los pesebres- tampoco va a temer compararse con animales –zorros y pájaros, guaridas y nidos- para así expresar su condición de despojamiento, condición que también ofrece frontalmente, sin disfraz, a los que lo quieran Seguir.
Desinstalación para estar dispuestos y prontos a partir allá donde la misión apremie: el que piense que seguir al Señor le va a asegurar un puesto, un nicho en donde sentirse seguro, yerra de modo lamentable; el interés que ha de mover a aquel que cree sentir resonar en su corazón la voz de Jesús, tendrá que ser el de extender las fronteras del Reino, el llegar a otros con esta buena noticia por amor a los otros, no por amor al cargo, no por apego a la propia dignidad, ni siquiera por gestionarse la propia salvación.
El modelo es Jesucristo, el Hijo que todo lo entrega, que de todo se despoja por obediencia al Padre y por amor (agape) a la humanidad; ésa es precisamente la razón de la Encarnación: que acontece – como dice el Credo Niceno-Constantinopolitano- propter nos homines et propter nostram salutem (por causa de nosotros, los hombres y por causa de nuestra salvación).
Desintalación que se expresa en la pobreza, es decir, el completo desprendimiento de lastres y ataduras (pero también de los medios y recursos, que justificamos como necesarios, pero con frecuencia se transforman en dura servidumbre), en vistas de alcanzar la ligereza que deben tener los pies del peregrino del Evangelio; en la convicción de que no existe nada que pueda, o deba añadir el hombre para hacerse merecedor o asegurarse el don de Dios, porque éste se ofrece gratuito y se ha de recibir agradecido; pobreza que va aparejada con la libertad y el apremio de la misión.
Disponibilidad que sólo puede tenerla aquel que no considera nada como algo que debe ser celosamente guardado; y que por lo mismo se abre al don de los demás: aquel que no tiene casa se siente huésped, se sabe peregrino y puede llegar a ser, con su presencia y palabra, luz en las casas que lo acogen.
Total libertad que permite ir sin plan fijo, sin rectificar la marcha, mirando hacia atrás, como lo hacían los que se dedicaban al oficio de labrar la tierra, para ver si el arado ha trazado un surco recto –ese es asunto del Señor- avanzando hasta donde el Padre quiera, hasta donde sea preciso acercar el rostro de la misericordia de Dios, para infundir la esperanza, las manos de Dios para curar, sus oídos, que escuchan con atención, para acoger y perdonar, y su Palabra, que consuela y suscita la vida.
Jesús invita gratis, pero su exigencia es alta: pide la misma gratuidad al que lo sigue, y esa gratuidad quiere decir también audacia: audacia para arrojarse al camino por donde van los que están realmente vivos; audacia y lucidez para darse cuenta que nada es más importante que anunciar su Reino y colaborar para que se manifieste en medio de quienes lo esperan con urgencia, lucidez y generosidad, para seguirlo dejando todo lo que nos amarra; como Pedro, las redes, Mateo, la mesa de los impuestos, las mujeres que seguían a Jesús, la reposada seguridad de sus casas y su propia reputación; los propios planes, ambiciones y proyectos…
Raúl Moris G. Pbro.