COMENTARIO EXEGÉTICO-ESPIRITUAL
“PONER LA FE EN EL ÚNICO QUE SALVA”
Domingo XXX del Tiempo Ordinario
23 de octubre de 2022
P. Raúl Moris,
Prado de República de Chile
Poner la Fe en el Único que salva “Refiriéndose a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, Jesús dijo esta parábola: Dos hombres subieron al Templo para orar; uno era fariseo y el otro, publicano. El fariseo, de pie, oraba así: “Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano.
(Lc 18, 9-14)
Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas”. En cambio, el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!”.
Les aseguro que este último volvió a su casa justificado, pero no el primero
Porque todo el que se eleva será humillado, y el que se humilla será elevado”.
Comentario
Una nueva catequesis sobre la fe nos presenta Lucas en esta parábola del Fariseo y el Publicano, una catequesis que debe haber sorprendido, a quienes la escucharon por vez primera, por la presentación de personajes extremos en la sociedad judía del siglo I, y por la paradójica inversión de los papeles: por una parte, el Fariseo, un hombre perteneciente al grupo social y religioso que se atribuía a sí mismo el rol de ser árbitro de la vida religiosa y de la piedad, conocedor de la ley, su comentador e intérprete autorizado; un grupo que cuidaba hasta el escrúpulo, la observancia rigurosa de los actos de piedad, que dictaba las normas del comportamiento correcto ante Dios y ante los hombres, en el convencimiento de estar conformado por quienes mejor representaban la esencia del pueblo elegido; y por otro lado, un Publicano, el recaudador de impuestos para el Imperio Romano, hombre también del pueblo de Israel, pero que, olvidando el orgullo de ser miembro del pueblo de la elección, se había plegado a la voluntad de los opresores, al punto de prestarse a ser un funcionario de su máquina de dominación, sirviendo como rostro visible de la abusiva explotación que la poderosa Roma ejercía sobre las débiles naciones sojuzgadas, especialmente sobre los más débiles de entre ellas, sobre los pobres, que desde su indigencia tenían que contemplar cómo a costa de sus esfuerzos y de su miseria los poderosos se afianzaban más y más en su poder.
De un piadoso fariseo se podía esperar una profunda y fructuosa vida de oración, de hecho, se presentaban como maestros en este tipo de cuestiones, si era preciso conocer un detalle, aún el más mínimo de la ley, si era menester saber con exactitud qué hacer y cómo actuar en materias relativas a la religión, ellos eran los expertos, si había que discernir cuál era la acción propicia y la oración eficaz para alcanzar el beneplácito de Dios, se acudía a ellos, ese era el campo de su competencia; de un publicano, en cambio, no se esperaba nada más que impiedad y traición.
Sin embargo en esta parábola –que sólo aparece en el Evangelio según san Lucas, las cosas ocurren de otro modo: el Fariseo y el Publicano han subido hasta el Templo a orar… el Fariseo se adelanta hasta el lugar que le corresponde según su rango y puesto de pertenencia al pueblo de Israel, ora de pie –como corresponde a uno que conoce cabalmente los gestos convenientes en la rutina de la oración- su oración es de acción de gracias –se siente hijo predilecto del Pueblo de la Alianza- su oración es una revisión complacida de lo bien que lleva a cabo los preceptos pilares de la piedad judía: ayuno, limosna y oración; todos los cuales practica escrupulosamente y con creces; pero aparecen dos problemas graves en el fondo de su oración: en primer lugar, está centrada en sí mismo, vuelta hacia sí mismo y no hacia Dios, contemplando los esfuerzos y acciones meritorias, con lo que se esmera para ganarse la aprobación divina, y los ritos, con los que está firme e inamoviblemente convencido que ya ha logrado conquistar al Señor, en segundo lugar, porque su oración es, en sí misma, una forma de expresión del desprecio y de la Exclusión.
El Fariseo de la parábola se ha puesto a sí mismo como modelo de religiosidad, modelo desde el cual el resto queda enjuiciado y condenado; su mirada es auto-referente y por lo mismo, autocomplaciente, pero carente de misericordia hacia quienes aparecen como inferiores ante sus ojos. Su oración es agradecida, por cierto, pero su agradecimiento, así como deja fuera al resto de los hombres, deja también fuera de su vida al Dios al que se le dirigen las plegarias, éste ya no tiene nada más que hacer en la vida del Fariseo, todo lo conveniente para la gestión de la propia salvación, está bajo control, el fariseo agradece a Dios, porque él ya sabe cómo alcanzar la gracia, ha aprendido a manejar con experticia los dispositivos de salvación.
El Publicano, en cambio, llega al Templo con un solo saber y una sola convicción: el de la distancia, que lo separa del Señor y la absoluta confianza en la misericordia de Dios, como para ponerse sin más, por entero en sus manos; la distancia la declara abiertamente con el lugar y la posición que adopta para hacer su oración; el publicano no avanza hacia los patios interiores del Templo, parece quedarse apenas en los umbrales, en su oración, no alza los ojos, ni las manos al cielo, como un miembro de un pueblo sacerdotal, no obstante, en su caso, no hay una revisión culposa de cuáles son sus pecados, adoptar una actitud auto-flagelante habría sido asumir el reverso de la misma práctica farisaica; no se erige juez de sí mismo, deja esa tarea a Dios, simplemente reconoce su condición pecadora, reconoce su incapacidad para salir de ella por sí mismo, reconoce y espera la misericordia de un Señor que manifiesta su señorío en el perdón liberador.
Las palabras de este Evangelio nos advierten de una situación peligrosa que se da de hecho en nuestra propia vida de Iglesia: la diferencia que puede mediar entre religiosidad y devoción, por una parte, y fe y seguimiento de Jesucristo, por otra.
No nos está diciendo, por cierto, que una persona de profunda fe no deba vivir su seguimiento al Señor de modo piadoso y observante; nos está advirtiendo acerca de qué es lo que debe primar. Las piedades y la observancia de los ritos y preceptos, que son de suyo prácticas buenas en la vida del creyente, pueden, no obstante transformarse en una sutil trampa: la trampa en la que caen los fariseos, cualquiera sea la tradición religiosa en donde se encuentren; la trampa de creer que podemos tener el control en la búsqueda de nuestra salvación y que ésta se gestiona mediante nuestros propios sacrificios y esfuerzos.
La oración del Fariseo es la oración de la autosuficiencia en materias de salvación, de la autocomplacencia, que siempre tiene la vista obnubilada, cegada por el engañoso resplandor de lo que cree que son las razones para la propia gloria. Es la oración del que cree que, observando rigurosamente los ritos y preceptos, y practicando con rigidez una férrea –y condenatoria- moral, se tiene ganada la recompensa de Dios, exclusiva y excluyente de todos los que no caben en los estrechos marcos de su moralidad. La oración del Publicano, en cambio, es la de la fe, que confía en la inconmensurable gratuidad del amor de Dios, en su absoluta capacidad para acoger e incluir; por sus propias acciones y su forma de vida, en el Templo de Jerusalén el Publicano es un excluido, sin embargo, él cree en un Dios cuya llamada también lo incluye y por eso confiado se arroja en brazos de su misericordia.
En la autosuficiencia y en la autocomplacencia del Fariseo, estaban cerradas las puertas, estaba lleno de él mismo el recinto de su corazón, para Dios pudiera hacer algo; sin embargo, la pobreza y el vacío del Publicano, pueden ser colmados con el amor de Dios; y por eso, no es el que domina las fórmulas de la salvación, los correctos procedimientos de la justicia, y por tanto se erige como quien tienen la autoridad para decidir quién y qué es el justo, quien de verdad recibe la justicia del Señor –su amor sin medida- sino, el otro -aquél que lo único que podía ofrecer y ostentar, era su confianza a toda prueba (y contra toda esperanza) en que el Señor es el único que salva, el único en el que podemos depositar seguros nuestra fe- el que vuelve justificado, reconciliado y salvado.
Raúl Moris G. Pbro.