EL PRÓLOGO DE SAN JUAN
Estudio de Evangelio
2da parte:
MISTERIO HECHO CARNE
Juan Olloqui, Chihuahua.
“¡Dios está con nosotros!”
exclama A. Chevrier.
La encarnación responde a un proyecto concebido por Dios desde siempre. Estar Él con nosotros es su plan, preparado cuidadosa y pacientemente. El Misterio, que nos trasciende, se manifiesta pero sin perder su realidad de misterio “escondido”. Lo importante es que nos invita a entrar en su compañía. La Iglesia no puede concebirse sino recibiéndose de este Misterio escondido y, a la vez, manifiesto. La Luz de este misterio es Jesucristo, y la Iglesia está llamada a ser signo visible y creíble de esta Luz (ver LG 1).
La Palabra hecha carne es la presencia definitiva de Dios mismo en la historia humana.
El Prólogo no se queda anclado en señalar la pre-existencia, sino que nos hace ir a la historia, al camino que la Palabra recorre en su encuentro con los hombres. De otra manera, el misterio de la Palabra quedaría desvirtuado. Si ya en los vv. 3-4 se hacía referencia a la encarnación, en los vv. 6-16 se explicita. El Dios siempre “escondido” pretende desvelarse.
El estar vuelto hacia el Padre, su contemplación y conocimiento-comunión eternos, es lo que el Hijo revela a los hombres. “Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo” (Jn 3,17). El trabajo de Jesús tiene este objetivo, y en esto consiste la salvación de la humanidad. La vida que Jesús va dando al mundo es la comunión con el Padre. Así, el misterio de la Palabra no sólo está en su “más allá”, sino también en su cercanía a los hombres.
Esta comunión eterna de la Palabra con Dios, San Juan nos la irá mostrando al presentarnos a Jesús como el “Enviado”. En su historia cotidiana, Jesús siempre está remitiendo al Padre. El Enviado nada hace por su cuenta. En el pensamiento judío, esto guarda una importancia capital. Como verdadero Enviado, ver a Jesús es ver al Padre (ver Jn 14,8-9). Es posible que los hombres vean en Jesús al Hijo de Dios porque Él, estando en el mundo, está en el Nombre de su Padre; vive de la revelación que el Padre mismo le hace de su Nombre (ver Jn 17).
El mundo entero está en la mira y en el propósito de Dios. Ahí está el destinatario de la riqueza de Dios, con todo lo que aquél encierra: el mundo como creación; el mundo como el conjunto de esta humanidad que somos; el mundo con toda su carga de aversión a la luz y a la justicia, de oposición a la obra de Dios; el mundo que soy yo en este momento. El Hijo de Dios es la oferta para los hombres de todos los tiempos.
El amor de la Palabra que vive desde siempre “ante” Dios, muestra esta su realidad divina en diferentes maneras al entrar en la historia.
Jesús es presentado no sólo como el que vive de Dios y para Dios, sino también trabajando por hacer entrar a los hombres en la comunión con Dios.
“Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad” (v. 14).
Entrar en el mundo para darle la Vida al mundo fue el camino de Jesús. Y la pedagogía desde la que formó a los suyos para que éstos sirvieran, así como su Maestro al mundo, consistió en llevarlos siempre con Él. Jamás los discípulos por delante y solos, porque uno solo es el Pastor de las ovejas, quien asume este lugar. Estar con los hombres desde Dios fue su única labor. Fue desde aquí como se hizo capaz de mostrar el verdadero rostro del Padre y de hacerles participar de su comunión.
Los hombres tienen derecho a mirar a Jesucristo. De ahí la necesidad de que el discípulo sea “imagen viviente” de la Palabra (ver A. Chevrier, Carta 295, dirigida a la sra. Franchet).
La Palabra se ha hecho historia. ¿De qué otra manera podríamos conocerla y ella misma revelarse a nosotros? Sin mirar los pasos de Jesús, sus acciones, sus palabras… fácilmente nos perdemos en una espiritualidad a la medida de toda imaginación y de toda clase de religiosidad. En este sentido, el testimonio de los hombres y mujeres que anduvieron con Él es cita obligada para todo discípulo.
La relación única e intensa propia de un Hijo único y amado constituye la ‘gloria’ que contemplan aquellos que han creído en la Palabra hecha carne. Y de esta obra que consiste en contemplar la “gloria” de Dios en el Hijo, propia del Espíritu de Dios, son destinatarios los discípulos de que nos habla Juan. El Prólogo menciona esta experiencia justo después de haber señalado un momento cumbre de la revelación: “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”. Es ahí, también, donde Juan nos quiere poner: frente al “lugar” donde los discípulos participan del Misterio de Dios.
Respecto del estudio de Evangelio, esta cuestión –el Verbo hecho carne- es particularmente iluminadora. La persona de Jesús es manifestación del Padre en todo lo que hace y dice. Su persona vive también en la materialidad y objetividad de un texto, sin que ello agote su misterio. De ahí que, si queremos abrirnos al misterio del Verbo, necesitamos abrirnos a la totalidad de la Escritura, y no exclusivamente a unos textos que nos sean muy importantes según nuestras necesidades y gustos. Es posible encontrar al Verbo hecho carne porque Él ha tomado la iniciativa de salir a buscarnos. El estudio del Evangelio se apoya en esta realidad y lo anima. Al discípulo le importa dejarse encontrar por la totalidad de la revelación. Sabemos que la letra de la Escritura reclama ser iluminada y guiada por el Espíritu, que es y será siempre su inspirador y quien nos enseña su más honda verdad.
El Verbo hecho carne ha entrado definitivamente en la historia para dialogar con la humanidad. Su “entrada” no es un “estar ahí”, sino un “estar con”. Dios quiere hablar y revelarse al hombre. Es un designio, no una casualidad, que el Verbo se haya hecho carne; hay en Dios una voluntad de entablar lazos con el ser humano, lazos que aparecen ya tendidos desde la creación por el Verbo: “Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe” (v. 3).
Hecho “carne”: el Verbo de Dios se ha hecho un ser humano, con todo lo que éste tiene de caduco y mortal (“carne”); pero es en esta condición como ha llegado a ser para los hombres la Luz y la Vida. Jamás comprenderemos esta manera de comunicarse de Dios a su criatura. Así es como permanece entre nosotros el Verbo eterno de Dios: como “carne” accesible a todos. Recordemos cómo Pablo ha sido tocado profundamente por el misterio del Crucificado.
La “gloria” que ha contemplado el grupo de discípulos parece referirse a la condición divina de Jesús. Esta experiencia fue progresiva en el ir y venir de ellos con Jesús y en su apertura al Espíritu. Los discípulos reconocieron una relación particular y constante de Jesús con el Padre, cuestión que apunta a la “gloria” contemplada por ellos. Su experiencia global de Jesucristo, en el Prólogo es presentada de modo retrospectivo.
“Lleno de gracia y de verdad”: La expresión anuncia lo que posteriormente se desarrollará. Ahí es posible percibir una evocación de Ex 34,6: “Yahveh pasó por delante de él y exclamó: «Yahveh, Yahveh, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad”. Moisés había pedido ver la “gloria” de Dios (Ex 33,18). En Juan la palabra charis, gracia, no aparece más que en el Prólogo. Pero el término alétheia, verdad, recorre su Evangelio, y es ésta una realidad clave; la “verdad” es lenguaje típico en Juan. De ahí que algunos sugieran que la expresión “gracia y verdad” debiera traducirse así: “la gracia de la verdad” (o el don de la verdad). Es el don salvífico inagotable y definitivo. Y el adjetivo “lleno” va ligado a dicho don: Lleno del Don de la Verdad, referida esta expresión al Verbo hecho carne, a Jesús. Jesús mismo es, todo Él, este Don de la Verdad. (No podemos desligar estas afirmaciones de 1,16). La gloria del Verbo hecho carne es la de Hijo único que viene del Padre; la Verdad de la que Él está “lleno” es la revelación de su filiación divina. Por tanto, la verdad de Jesús es la revelación de su lazo filial respecto del Padre y de su venida al mundo –Enviado- desde el seno del Padre.
El v. 15 nos recuerda cómo es la relación entre el Bautista y la “Palabra”: ésta se funda en la prioridad absoluta de Aquel que “estaba con Dios y era Dios”.
Luego viene una nueva declaración: “Pues de su plenitud hemos recibido todos, y gracia por gracia. Porque la Ley fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo” (vv. 16-17). En Jesús se han hecho presentes estos dones; Él mismo es la gracia de la verdad. Y este don de la Verdad continúa ofreciéndose, y a todos. Aun cuando no sea posible aludir a varios textos paulinos donde parece hay evocaciones del lenguaje del Prólogo, al menos recordemos Col 2,9, que afirma cómo los creyentes son partícipes de la plenitud que reposa “corporalmente” en Jesús. ¿Habría que entender en esta dirección, y nada más en ésta (un interminable flujo de gracia), la expresión “gracia por gracia” o “gracia tras gracia” o “cada don amoroso preparaba otro”? Algunos compañeros podrían ayudarnos a comprender mejor esta manera de hablar del Prólogo, que tiene diferentes matices según la versión que tengamos a la mano. En seguida apunto algo que nos invita a ir también en otro sentido, diferente al que he indicado. No olvidemos que se trata de la gracia de la Verdad, la Verdad que se hace presente en Jesús de Nazaret.
La realidad que en el Hijo se esconde –“quien me ve a mí ha visto al Padre” (Jn 14,9)- funda su autoridad, misma que ejerce y defiende en la condición paradójica de “Enviado”. Sólo habituándose a andar con Jesucristo el discípulo “entiende” que Él es el Hijo, y que Él ocupa un lugar que no se equipara con el vivido por el Bautista ni por Moisés. Esta novedad puede palparse atendiendo a lo que ha llegado al pueblo de Dios en uno y otro Testamento: Si la Ley es don gratuito, con Jesús ha llegado lo definitivo, el paso extremo de la fidelidad de Dios. La Ley dejó oír lo que Dios espera de su pueblo; el Don que es la Verdad va más allá que el don de la Ley. Jesús no es un intermediario, ni mucho menos uno más de los tantos intermediarios. En Jesús y con Jesús, Dios mismo es el primero en comprometerse con su pueblo siéndole fiel y revelándole lo que estaba escondido. El desarrollo del Evangelio nos mostrará visiblemente el camino por el que Dios nos es fiel en Cristo. No se trata de simplificar las cosas diciendo: el judaísmo es la religión de la Ley; el cristianismo es la Ley del amor. Jesús dirá a los discípulos del Bautista: “Vengan y lo verán” (Jn 1, 39), y en este ponerse en camino podrán comprender la novedad que es Jesucristo de parte de Dios.
En este mismo sentido, no estaría por demás que otros hermanos nos ayudaran también a mirar con detenimiento y comprender el alcance de lo que dice el comienzo de la ‘Carta a los Hebreos’: “Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo…” (Heb 1,1-2). Parece que el Hijo conoce los secretos y los planes del Padre mejor que nadie. ¿No nos jugamos aquí algo que es necesario escudriñar para que nuestra oferta al mundo sea más clara y decisiva en nuestra misión?
Cuando en ocasiones se llega a decir que el espíritu celebrativo del Prólogo no nos autoriza a ver ahí un tono polémico, entonces habría que leer desde ahí todo el resto del Evangelio. Pero, ¿no está marcado el conjunto del cuarto Evangelio de este ambiente polémico? Al recorrerlo, vemos que abundan los “pleitos” y las crisis y los desacuerdos… y finalmente matan al que es la Verdad (¡!). Por algo no llegó a ser bien recibida la Palabra en su condición de “carne”. La Verdad de Dios llegando al mundo en condición “carnal”, ha sido y seguirá siendo escándalo, porque no nos es posible comprender al Amor.
Jesús no solamente conduce al Padre sino que revela al Padre (v. 18). Ser el Hijo único (v. 14); guardar una relación de Hijo siendo de la misma naturaleza divina con el Padre (v. 1); estar con, junto a o vuelto hacia el Padre, y en el seno del Padre (v. 1 y 18), son expresiones ricas respecto de una relación afectiva y confiada al interior de la Trinidad. Y esto para Juan funda la calidad de la revelación que llega al mundo. Hacernos entrar ahí (v. 12), en dicha comunión, guiará los caminos de la Palabra entre los hombres. El rol de Jesucristo respecto de la salvación es único e insustituible; Él es el protagonista de la Revelación.
La gracia de la Verdad, venida en Jesucristo, la encontramos especificada al final del Prólogo (v. 18): Él la ha dado a conocer. El Hijo que está en el seno del Padre, Él, en su persona misma, ofrece la revelación; mejor, Él es la revelación. Por ello el Verbo encarnado está lleno del don de la Verdad. Así, Jesús podrá declarar que Él es “la Verdad” (Jn 14,6). Esta Verdad interesa y debe interesar a quienes somos Iglesia.
El “seno” del Padre representa su amor de Padre; el Hijo único es Jesucristo respondiendo a este amor, vuelto hacia el Padre. Buscar al Padre para hacer lo que a Él le agrada (Jn 8,29) fue la existencia de Jesús. Esta es la gloria del Hijo, su relación filial progresiva, misma que a los discípulos se les concede contemplar. Si bien el Prólogo inicia por lo que llaman cristología “descendente”, la experiencia de los discípulos parte del encuentro con Jesús: cristología “ascendente”. Sabemos cómo inicia este proceso: “Vengan y lo verán” (Jn 1,39).
Todo ello nos permite alentar a nuestras comunidades en el encuentro con la Palabra. Aún son muchísimos los que no han tomado en sus manos la Sagrada Escritura, menos en reconocerla como alimento verdadero para dejarse encontrar por la Vida y la Luz de las Gentes.
Reflexionemos individualmente y dialoguemos en nuestro equipo:
Los presbíteros han sido asociados a la Palabra hecha carne. ¿Cómo este misterio confesado en la eucaristía va orientando y configurando la misión?
Si la Palabra se ha hecho accesible a todos, ¿cómo la comunidad cristiana a la que sirvo colabora para que la novedad que es Jesucristo sea conocida y servida?
¿Cómo mis estudios de Evangelio me van haciendo entrar más decididamente en la historia de los hombres, para que éstos vean de cerca a Jesucristo? Pienso que el sacramento del orden presbiteral da pie para atrevernos a plantear esta cuestión. La re-presentación significa hacer presente y cercano (no suplantar). El signo o imagen viviente del Evangelio de que habla A. Chevrier, sigue siendo algo válido. La cuestión planteada no quiere ser algo meramente practicista, sino que encierra un fondo teológico: cómo yo voy con Jesucristo al encuentro de las personas, en particular hacia los pobres. Esto da verdadera calidad cristiana al ministerio.