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La Palabra se hizo carne, y habitó entre nosotros


Todo aquel que quiera entrar en relación con Jesucristo ha de tomar el mismo camino que el Verbo tomó para venir hasta nosotros: el camino de la Encarnación. En este gran misterio Dios mismo nos sale al encuentro en el hombre Jesús. Recibirle a él es recibir el don del Padre, que es su mismo Hijo, y con él y en él poder descubrir nuestra condición de hijos de Dios y de hermanos de los hombres. Así lo vio el padre Chevrier: éste es el punto de partida para comenzar la vida cristiana.

 Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. Ésta es la palabra del Evangelio más grande, más bella, más sorprendente, más misteriosa, digna de ser meditada siempre por todos los hombres, palabra en que se resume todo el Evangelio y toda nuestra fe (MsV, 773).

Un Dios se hace niño... Dios, por amor, se hace visible. Nos pertenece. Nos ha sido dado... Viene para guiar a los hombres. No basta guiar desde lejos, dar órdenes desde lejos. Él viene en persona... Un misionero que se contentara con enviar cartas a los paganos: ¡qué diferencia encontraría si fuera en persona! Él viene a formar un nuevo pueblo de verdaderos adoradores, de hermanos” (Sermón de Navidad [1857]).

 ¡Qué medio elige Dios para salvar al hombre? Elige venir él mismo. Hace como un padre o una madre que ha perdido a su hijo: va a buscarlo. ¿Qué se necesitaba para esto? Hacerse visible, venir a la tierra... (MsVII, 335).

 

“A Dios nadie lo ha visto jamás. El Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer” (JnK1, 18).

Habló a Abrahán bajo la forma de los ángeles. Habló a Moisés y a los profetas bajo formas más o menos sensibles. En fin, en el correr de los siglos, en el momento decretado por la Providencia, habló a todos los hombres, él mismo en persona, revistiéndose de una forma humana...

      “Y la Palabra se hizo carne, y habitó entre nosotros” (Jn1,14).
¡Oh inefable misterio! Dios está con nosotros. Dios ha venido a hablarnos, ha venido a habitar con nosotros para hablarnos e instruirnos.
Lo que en otro tiempo no había hecho más que de pasada, por así decirlo, y de prisa, en estos últimos tiempos lo ha realizado de una manera muy sensible, duradera. Él mismo ha tomado la forma de hombre para habitar entre nosotros y tener tiempo para hablarnos y decirnos todo lo que el Padre quería enseñarnos por él.
No somos seres abandonados por Dios. Tenemos un Dios que es verdaderamente un Padre, que ama a sus hijos y quiere instruirlos y salvarlos (vd61-63).

Dios no podía hacernos mayor regalo, darnos un tesoro más grande, que darnos a su Verbo, a su Hijo adorable, porque él es todo para nosotros (vd89).

 

Él es nuestra Luz y nuestra Sabiduría

La meditación del misterio de la Encarnación en la noche de Navidad del año de 1856 fue una experiencia decisiva en la vida de Antonio Chevrier, una verdadera conversión. La pobreza y la humildad del Verbo en su descenso hasta los hombres se volvieron especialmente luminosas y atrayentes para su discípulo. Al contemplar a Jesucristo, adquirimos la verdadera sabiduría y podemos discernir la valía de las distintas realidades humanas. Cuando las miramos a la Luz que no conoce ocaso, que es Jesucristo mismo, las cosas de los hombres y sus situaciones cotidianas adquieren su verdadera dimensión.

Jesucristo nos ha sido dado para enseñarnos a distinguir lo verdadero de lo falso, el bien del mal, lo justo de lo injusto, y a estimar cada cosa en su justo valor, a saber poner en su lugar lo terreno, lo espiritual, el tiempo y la eternidad.
Por esto es él “la luz verdadera que alumbra a todo hombre” (Jn1,9).
Es el Verbo divino; en él se halla la vida y la vida es la luz de los hombres.
Él viene de arriba, con toda la belleza, la gloria, el esplendor de los cielos.
También es llamado “sol que nace de lo alto” (Lc1,78), “sol de justicia” (Mal3,20), “reflejo de la gloria del Padre” (Heb1,3).
No es solamente un rayo de luz que nos viene de lo alto, como en los santos y los profetas, sino toda la luz divina que viene a iluminarnos con su esplendor.
También dice la Escritura que “el pueblo que habitaba en tinieblas vio una gran luz” (Mt4,16). “La luz brilla en las tinieblas” (Jn1,5).
Nuestro Señor mismo no teme decirnos que él es “la luz del mundo” (Jn8,12).
Cuando Dios creó el mundo, nos dio el sol para iluminar los ojos de nuestro cuerpo. Pero cuando Dios creó nuestras almas, nos dio a Jesucristo, su Verbo, para iluminar nuestras almas y nuestras inteligencias, porque en él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres.
Por Jesucristo recibimos la vida y la luz, la verdadera luz, “lux vera” (Jn1,9), para distinguir esta luz de lo alto de todas esas pequeñas luces humanas y terrenas que iluminan tan tenuemente la oscuridad de nuestras almas.
Jesucristo es la luz de nuestras almas, como el sol es la luz de nuestros cuerpos.
El sol alegra nuestros ojos, nos alumbra, nos descubre los objetos, nos hace conocer y apreciar cada cosa, cada objeto, y nos muestra el camino que hay que seguir, nos muestra el valor, el color de las cosas, el uso que debemos hacer de ellas. ¡Qué inmenso beneficio el del sol para nuestros cuerpos!
Jesucristo es el sol de nuestras inteligencias y de nuestras almas. A su luz debemos nosotros aprender a conocer cada cosa, a conocer la verdad, el valor espiritual de las cosas terrenas, a distinguir lo verdadero de lo falso, lo justo de lo injusto, el bien del mal.
¡Cuánto mejor es este conocimiento espiritual de las cosas que el conocimiento material que nos da el sol de las cosas visibles y creadas!
Así, pues, cuando queramos conocer algo, estimarlo, juzgarlo, valorarlo, no tenemos más que buscar la Luz, Jesucristo, y él nos iluminará y nos enseñará cuánto vale y cómo debemos estimarlo; no tenemos más que saber lo que él piensa de ello, lo que hace con ello, y tendremos la verdadera luz, el verdadero juicio de las cosas.
Por lo mismo que él es nuestra verdadera Luz, es nuestra Sabiduría, pues si actuamos según esta luz, no nos equivocaremos jamás; si nos conducimos según esta luz, no nos extraviaremos. Si apreciamos las cosas según esta luz, juzgaremos justamente, porque él es la verdadera luz que viene del cielo y salió del mismo Dios para iluminarnos. La luz del cielo es la divina sabiduría... (vd89-91).

 Esta sabiduría se difunde en toda su vida; sus acciones, sus palabras son rasgos de sabiduría y de luz que nos iluminan y nos muestran cómo debemos conducirnos para ser verdaderamente sabios... En los grandes hombres se encuentra a veces una brizna de sabiduría, un pequeño rayo de esa luz que nos ilumina, pero Jesucristo es toda la Sabiduría, él la posee por entero, pues ha recibido el Espíritu sin medida.
No hay que ir muy lejos para encontrar la sabiduría; se encuentra en Jesucristo. Basta conocer, estudiar a Jesucristo.
Hay quienes la buscan en los grandes libros, en la filosofía, en los viajes, en el estudio. Se halla en Jesucristo. No conozco sino a Jesucristo, dice san Pablo, y a Jesucristo crucificado (vd91).

 

Él es nuestro Maestro

“Vosotros me llamáis Maestro y Señor, y tenéis razón, porque efectivamente lo soy” (Jn 13, 14). Cuando hemos conocido a Jesús en profundidad, como Verbo de Dios y Enviado del Padre, nada nos impide que le tomemos por Maestro y “Maestro único” (Mt 23, 8). Esta decisión gozosa será fruto de nuestra admiración más sincera y no de ninguna imposición autoritaria. ¿Cabe mayor fortuna que la de haber conocido a Jesucristo y haberle entregado toda nuestra confianza?

Jesucristo es nuestro solo y único Maestro.
Él es el Verbo de Dios, en él están todos los tesoros de la ciencia y de la sabiduría. Como Verbo, es el pensamiento mismo de Dios, posee toda la ciencia de Dios, todos los conocimientos del Padre.
Él es la palabra del Padre, revestida de una forma exterior para hablarnos; viene del cielo para hablarnos y darnos a conocer los deseos de Dios su Padre.
Él en persona es la carta viva que el Padre nos ha enviado para que la leamos y la cumplamos.
Nos lo enseña Dios mismo: “Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, a quien prefiero. Sobre él he puesto mi espíritu, para que traiga el derecho a las naciones” (Is42, 1).
El día de la transfiguración el Padre lo proclama diciendo: “Éste es mi Hijo, el amado, el predilecto. Escuchadle” (Mt17, 5).
“Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna” (Jn3, 16).
Su oficio principal es el de instruir al mundo. Se lo explica a los habitantes de Nazaret, al comentar las palabras del profeta Isaías: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena noticia a los pobres” (Lc4, 18).
Él decía a sus apóstoles: “También a los otros pueblos tengo que anunciarles el reino de Dios, para eso me han enviado” (Lc4, 43).
 “Para esto he nacido y para esto he venido al mundo; para ser testigo de la verdad” (Jn 18, 37).
 “Yo soy la luz del mundo” (Jn9, 5). “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn14, 6).
Es su título. Decía a sus apóstoles: “Vosotros me llamáis el Maestro y el Señor, y decís bien, porque lo soy” (Jn13, 13).
Lo que enseña, lo enseña de acuerdo con su Padre que le ha enviado: “Mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado” (Jn 7, 16). “El que me envió es veraz y yo comunico al mundo lo que he aprendido de él” (Jn8, 28).
Verdaderamente él es nuestro Maestro. Ha recibido de Dios el gran encargo de enseñar a los hombres. Ha sido enviado para esto. Sólo él puede instruirnos, porque sólo él conoce a Dios.
Escuchándole a él, escuchamos al mismo Dios y creyendo en él, tenemos la vida eterna. Es nuestro Maestro... (vd95-98).

 

“¡Qué bello es Jesucristo!”

“¡Oh Verbo!, ¡oh Cristo!”. Así comienza la plegaria más conocida del padre Chevrier; es una oración de discípulo, llena de admiración, de confianza y de ofrenda de sí mismo. Antes que nada, es una admiración maravillada delante de la grandeza y la belleza del Verbo de Dios, que se revela en la humanidad de Jesucristo. Junto con la admiración va la confianza de que el Verbo de Dios vaya cumpliendo en nosotros su obra de iluminación y de conversión. Y, para conseguir este propósito, la plegaria manifiesta la ofrenda personal, la disponibilidad para dejarse transformar por la Palabra de Dios y pertenecer totalmente a Jesucristo.

 ¡Oh Verbo! ¡Oh Cristo!
¡Qué bello y qué grande eres!
¡Quién acertara a conocerte! ¡Quién pudiera comprenderte!
Haz, oh Cristo, que yo te conozca y te ame.
Tú, que eres la luz, manda un rayo de esa divina luz sobre mi pobre alma, para que yo pueda verte y comprenderte.
Dame una fe en Ti tan grande, que todas tus palabras sean luces que me iluminen, me atraigan hacia Ti y me hagan seguirte en todos los caminos de la justicia y de la verdad.
¡Oh Cristo! ¡Oh Verbo!
¡Mi Señor y mi único Maestro!
Habla, que quiero escucharte y poner en práctica tu palabra. Quiero escuchar tu divina palabra, que sé que viene del cielo.
Quiero escucharla, meditarla, practicarla, porque en tu palabra está la vida, la alegría, la paz y la felicidad.
Habla, Señor. Tú eres mi Señor y mi Maestro.
Quiero escucharte sólo a Ti.

 

Conocer a Jesucristo lo es todo...

Nos encontramos ante uno de los “todo” del padre Chevrier, término que emplea en raras ocasiones para marcar el carácter absoluto e incomparable de una realidad espiritual o apostólica. En este caso, el “todo” es el conocimiento de Jesucristo. Para Chevrier, como para san Pablo, nada se puede igualar con un bien tan excelente (ver Flp 3, 8). Quien conoce de verdad a Jesucristo ha encontrado el tesoro escondido o la perla preciosa del Evangelio.

 

“San Pablo ponía el conocimiento de Nuestro Señor Jesucristo por encima de todos los demás conocimientos y se preciaba de no saber cosa alguna sino a Jesucristo, y éste crucificado. Ése es, en efecto, el conocimiento que está por encima de todos los demás, y el único que puede hacer de nosotros sacerdotes auténticos y dignos de él. Para predicar a Jesucristo, ¿no será necesario conocerle? Para imitar a Jesucristo, ¿no será necesario conocerle? ¿Y cómo podremos conocerle si no le estudiamos?” (Carta a sus seminaristas, 86 [1872]).

 El conocimiento de Jesucristo es la clave de todo. Conocer a Dios y a su Cristo: en eso consiste todo el ser del hombre, del sacerdote, del santo (Carta a sus seminaristas, 105 [1875]).

 Nuestro primer trabajo es, pues, conocer a Jesucristo para luego ser totalmente suyos (vd46).

 Conocer a Jesucristo, estudiarlo, orar, eso es lo que hay que hacer para llegar a ser una piedra del edificio espiritual de Dios... (vd103).

Si Jesucristo es todo para el apóstol, éste procurará que también lo sea para cuantos él conoce y orienta. Antonio Chevrier partía de una convicción profunda: toda persona es capaz de conocer, amar y seguir a Jesucristo. Esto es lo que más desea en lo hondo del corazón. Pero hace falta que alguien se lo haga visible y señale el camino.

 Me parece que se ocupa usted demasiado de sí misma y no piensa lo bastante en Nuestro Señor, nuestro divino Maestro. En usted misma no encontrará sino miserias y cuanto más piense en ello, más desdichada se sentirá. Alce un poco la mirada, mire a Nuestro Señor, estudie su divina palabra, sus divinos ejemplos; llénese de él, aliméntese de él y verá cómo desaparecen todos esos fantasmas. Que Jesucristo sea su vida, querida hermana, que Jesucristo sea su amor (Carta a una religiosa, 459 [1878]).

 Más que en nuestras propias miserias, debemos pensar en Nuestro Señor. Si un pintor se mirara constantemente a sí mismo en lugar de fijarse en su modelo, jamás llegaría a copiarlo. Eso es lo que usted tiene que hacer, querida hija; mire más a menudo a Nuestro Señor y no se atienda tanto a sí misma, entonces tendrá más vida. Aplíquese a imitar a Nuestro Señor, y esto sin turbación, sin angustia. Contémplele con amor y con el deseo de imitarle, eso es todo. Deje usted sus faltas, sus miserias, en el océano de su misericordia. Cuando se ama a Jesús no hay que preocuparse de más (Carta a una hermana de El Prado, 257 [1873]).

 No descuide usted su breve rato de meditación, estudie a Nuestro Señor Jesucristo; eso lo es todo; y cada día recuerde una de sus palabras o una de sus acciones para ponerlas en práctica o, por lo menos, saborear la dulzura y el gusto (Carta a la Srta. Grivet, 374 [1876]).

 La vida sobrenatural sólo se encuentra en el conocimiento de Jesús, en el estudio de sus palabras y sus acciones. Una palabra de Jesús levanta el alma, una acción de Nuestro Señor hace más que cualquier otra cosa (Carta a la Sra. Franchet, 310 [1869]).

 Rezad mucho, queridos hijos. La oración, el crucifijo, el Pesebre instruyen más que los libros, y la ciencia que se aprende al pie del crucifijo o del tabernáculo es mucho más sólida y verdadera y es mucho más beneficiosa que la que se aprende en los libros (Carta a sus seminaristas, 115 [1876]).

 

La adhesión a Jesucristo y sus frutos en la vida del discípulo

El conocimiento de Jesucristo y nuestra adhesión entusiasta a su persona y a su obra nos van transformando en él, en lo interior y en lo exterior. Si somos de Cristo, nuestros pensamientos, palabras y acciones serán conformes a los suyos. Es una transformación real y auténtica, no sólo un puro deseo o un voluntarismo estéril. Tenemos un modelo imitable en san Pablo, que pudo llegar a afirmar: “No soy yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2, 20).

 “Quien ha encontrado a Jesucristo ha encontrado el mayor tesoro. Lo demás no es nada... Ha encontrado la sabiduría, la luz, la vida, la paz, el gozo, la felicidad en la tierra y en el cielo, el fundamento sólido sobre el que se puede edificar, el perdón, la gracia. Lo ha encontrado todo...”

[Quien ha encontrado a Jesucristo] No estima ninguna otra cosa más que a Jesucristo, porque para él Jesucristo lo es todo. San Pablo lo expresa muy bien: “Todo eso que [antes de mi conversión] era para mí ganancia, lo consideré pérdida comparado con Cristo; más aún, todo lo estimo pérdida, en comparación con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por Él lo perdí todo, y todo lo estimo basura con tal de ganar a Cristo... Para conocerlo a Él, y la fuerza de su resurrección, y la comunión con sus padecimientos, muriendo su misma muerte” (Flp3,7-8.10)...
[Quien ha encontrado a Jesucristo] Lo deja todo para poseer[lo], porque Jesucristo lo es todo para él y no estima ninguna otra cosa más que [él]... Cuando los apóstoles encontraron a Jesucristo, dejaron sus redes y le siguieron... (Mc1,38). [Quien ha encontrado a Jesucristo] No quiere sino agradar[lo], porque Él es su gozo, su felicidad, su Maestro, su Dios. “Cuando digo esto, dice san Pablo, ¿busco la aprobación de los hombres, o la de Dios?; ¿trato de agradar a los hombres? Si siguiera todavía agradando a los hombres, no sería siervo de Cristo” (Gal1, 10).
El conocimiento de Jesucristo produce necesariamente el amor y, cuanto más conocemos a Jesucristo, su belleza, su grandeza, sus riquezas, más crece nuestro amor a Él y más procuramos agradarle y más rechazamos lo que no va con Él...
Por amor a Jesucristo [uno] no teme incluso pasar por loco... “Nosotros; unos necios por Cristo” (1Cor4, 10). San Pablo distingue dos clases de personas o de sacerdotes de Jesucristo, los que actúan un poco según el mundo y los que pertenecen a Jesucristo por completo...
Que el mundo piense lo que quiera, no me importa; que me tenga por loco, no me importa; pertenezco a Jesucristo, le sigo, camino tras sus huellas...
Nada [me] puede separar de Jesucristo. San Pablo exclama: “¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo?” [...] Estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna podrá apartarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Rom8, 35.38-39).
Toda [la] felicidad está en seguir a Jesucristo. [Quien lo ha encontrado] Ha oído y comprendido esta palabra del Maestro: “Sígueme”. Ha comprendido estas otras palabras: “Os he dado ejemplo para que lo que he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis” (Jn13, 15). Y quiere conformarse a la imagen de Jesús, su Maestro y su Modelo (ver Rom8, 29).
Cuando se quiere sinceramente a alguien, se es feliz siguiéndole, caminando tras sus huellas. Se busca verle, oírle y se hace todo por imitarle.
No [se] vive más que para Jesucristo. “Nos apremia el amor de Cristo, al considerar que si uno murió por todos, todos murieron. Cristo murió por todos, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos” (2Cor5,14-15). Jesucristo es su vida. “Para mí la vida es Cristo” (Flp1, 21). “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal2, 20).
Jesucristo debe ser nuestra vida, es decir, Jesucristo debe ser el objeto habitual y constante de nuestro pensamiento, hacia donde se dirijan día y noche todos nuestros deseos y afectos. La madre vive para su hijo, la esposa para su esposo, el esposo para su esposa, el amigo para su amigo, el avaro para su dinero, el egoísta para sí mismo, el negociante para su comercio. Así es la vida de estos seres: cada uno pone su vida en lo que busca, en lo que ama, y, cuando se ve separado de ello, llora, languidece, gime hasta que consigue estar de nuevo junto al objeto de su amor. Para nosotros, nuestra vida es Jesucristo.
En un reloj hay un resorte que hace mover todos los engranajes y da la hora. En nosotros, ese resorte invisible, oculto, debe ser Jesucristo; debe hacer que le mostremos a Él mismo. Donde está nuestro tesoro, allí está también nuestro corazón. Si Jesucristo es nuestro tesoro, nuestro corazón y nuestros pensamientos estarán siempre en Él... (vd114-118).
“Conocer a Jesucristo, amar a Jesucristo, imitar a Jesucristo, seguir a Jesucristo, eso es todo lo que deseamos, ésa es toda nuestra vida” (Finalidad última de la Asociación de los Sacerdotes de El Prado [1879]).

 

Vayamos a Jesucristo

No es una orden venida de afuera, sino un imperativo interior. Quien ha comenzado a conocer a Jesucristo, quiere más. Responder a una gracia de Dios nos dispone para la siguiente. Lo importante es decidirnos y salir de nosotros.

 ¿Quieres ser de Jesucristo? ¿Sientes el deseo de pertenecerle? ¿De quién quieres ser, si no eres de Jesucristo? Escucha sus llamadas. Escucha sus promesas (vd119).
 ¿Sientes nacer en ti esta gracia? Es decir, ¿te sientes interiormente atraído hacia Jesucristo? ¿Un sentimiento interior lleno de admiración por Jesucristo, por su belleza, su grandeza, su bondad infinita que le lleva a venir a nosotros, un sentimiento que nos conmueve y nos lleva a entregarnos a él? ¿Un pequeño soplo divino que viene de arriba y nos impulsa, una pequeña luz sobrenatural que nos ilumina y nos hace ver un poco a Jesucristo y su belleza infinita?
Si sentimos en nosotros este soplo divino, si percibimos una pequeña luz, si nos sentimos atraídos aunque sólo sea un poco hacia Jesucristo, cultivemos esa atracción, hagámosla crecer con la plegaria, la oración, el estudio, para que crezca y dé frutos... (vd119).

 

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