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La cruz del Salvador ![]() ![]() Antonio Chevrier nunca se avergonzó de la cruz de Cristo. Configurado con Cristo en los misterios de su pasión, el discípulo aprende sufriendo a obedecer y a ofrecer su vida por sus hermanos. Ante esta fidelidad radical, el Padre encuentra el camino libre para dar la Vida al mundo. Voy a aprovechar este tiempo para estudiar un poco la pasión de Nuestro Señor. No será tiempo perdido. En esta pasión del Salvador hay cosas tan hermosas… (Carta a la Sra. Franchet). El Crucifijo, el Calvario, es el segundo estado en que se nos muestra Nuestro Señor como modelo… (vd480). En su Pasión es donde ha sido Nuestro Señor el más hermoso y el más perfecto (P 2, 145). Jesucristo ha cumplido su misión de Salvador del modo más perfecto ante su Padre y ante nosotros. ¡Con qué generosidad se ofrece a su Padre. Con qué sumisión acepta los rigores de su justicia! ¡Con qué calma habla de su muerte y se la anuncia a sus discípulos! ¡Con qué ardor incluso la desea! Llegado el momento, ¡con qué valor se presenta ante sus enemigos! ¡Con qué dignidad les habla! ¡Con qué bondad los trata! ¡Con qué dulzura se entrega a ellos y se deja conducir adonde ellos quieren! ¡Con qué majestad habla a sus jueces! ¡Con qué paciencia sufre! ¡Qué silencio en todas las acusaciones! ¡Con qué humildad recibe las afrentas y las injurias! ¡Con qué bondad perdona! ¡Con qué perfección obedece! ¡Con qué amor sufre! ¡Con qué poder muere!
Todo esto, voluntariamente, por amor a su Padre y a nosotros. Es el gran mártir del amor y de la obediencia (Ms VI, 434). A los hombres se los conoce en el sufrimiento; el carácter tan elevado y tan hermoso de Cristo lo podemos conocer en su pasión. No se ve en él ni acritud, ni miedo, ni turbación, ni venganza, ni desprecio, ni temor, ni debilidad, ni quejas, ni defensa, ni palabra alguna contra sus acusadores, ni disputas, ni gritos… (Ms VI, 414). Hace días que estoy leyendo la Pasión en el Evangelio. He recorrido con atención todo el relato evangélico por ver si encontraba en él una palabra de reprobación, de reproche, dirigida a los perseguidores, a los jueces, a los verdugos de Jesús: ni una, ni la sombra de la más leve crítica. Bien hubiera podido decir el evangelista: el débil Pilato, los verdugos le trataron con crueldad; no, nada, ni una palabra que revele reproche, amargura, condena hacia los que le hacen sufrir. Sólo el Espíritu Santo puede actuar así y contenerse haciendo semejante relato. ¡Cuánto nos estimula esto a la muerte a nosotros mismos, muerte al cuerpo, muerte al espíritu, muerte a este corazón, muerte a todo lo que somos para ser instrumentos dóciles y manejables en sus manos (Carta a una señora desconocida).
La cruz del discípulo La solidaridad del discípulo con los pobres ha de ser real y concreta; es decir, ha de compartir voluntariamente los sufrimientos injustamente impuestos a los pobres. Pero esta solidaridad hasta el sufrimiento y la sangre no sería por sí misma redentora, si no fuera, como la de Cristo, la expresión del “amor más grande”, la de aquél que da su vida por sus amigos (Jn 15, 13). Cuando uno se hace sacerdote o religioso, discípulo de Jesucristo, no es para divertirse, vivir a lo burgués, labrarse una posición, ahorrar dinero, llevar una vida cómoda, deleitarse más que en el mundo. No; es para tomar la cruz, para sufrir, trabajar, para seguir a Jesucristo: Jesucristo flagelado, perseguido, pobre, coronado de espinas… Es necesario llevar la cruz. No se trata solamente de tomarla. Se puede tomar una cosa sin cargar con ella. Se puede tomar una cosa y no utilizarla. Pero Nuestro Señor pone bien los puntos sobre las íes. “Quien no cargue con su cruz, no puede ser mi discípulo”. No sólo hay que aceptarla, sino llevarla. Muchos aceptan, toman la cruz y no cargan con ella.
“Vuestro hermano desamparado en su cruz…” En la primavera de 1878, el sufrimiento del padre Chevrier tocó fondo. Enfermo, a un año de su muerte, ya sentía que le faltaban las fuerzas. Además, el padre Jaricot, su compañero de trabajo e ilusiones desde hacía nueve años, le había anunciado que dejaría El Prado para ir a la Trapa. Los cuatro primeros y únicos sacerdotes salidos de El Prado y ordenados en Roma el año anterior —toda la esperanza en un futuro— se asustaron y hablaron de irse. El 5 de abril de 1878 Chevrier escribió a Jaricot la carta siguiente: ¡Admirables efectos produce tu ejemplo!
“Dejar hacer a Dios…” “Dejar hacer a Dios” se traduce frecuentemente en sufrimientos concretos, en ver morir uno tras otro los proyectos, las expectativas, descubriendo al tiempo nuestros límites y nuestra propia debilidad. Dejar que Cristo te vaya despojando, muriendo con él con tal de vivir su misma vida, para así resucitar con él. Un día se quejaba a Jesús santa Catalina por la cruz tan pesada que le hacía llevar y Nuestro Señor le respondió: “Cómo me gusta verte bajo el peso de la cruz; en un momento de sufrimiento conmigo me glorificas más que en muchos años de alegría y de consuelo”. Sepa sacar provecho de sus sufrimientos, que son el tesoro del Maestro; él la pone a usted en la cruz para configurarla según su imagen; le hace sufrir para hacer de usted una piedra que, como dice san Pedro, debe entrar en la estructura de su edificio espiritual y celeste. Déjese, pues, tallar bien; había mucho que quitar en esta piedra y usted no se daba cuenta, aunque era cierto. En el sufrimiento practica usted la humildad, la paciencia, la caridad, la sumisión a Dios, y todo esto purifica, limpia y perfecciona. ¡Ánimo! Deje actuar al buen obrero del cielo; él sabe bien dónde tiene que dar golpes y acierta con el trozo justo que hay que desprender. Usted sabe bien que algunas piedras deben ser talladas más que otras; usted es una de esas piedras, acéptelo y deje hacer (Carta a la Srta. De Marguerie, 433 [1875]). La purificación de su alma está en la aceptación de todas las penalidades, arideces o privaciones que le sobrevienen… Rezo por usted y pido que su alma se vaya liberando cada vez más a fin de convertirse en oro puro, digno de ser ofrecido a Dios. Dios mismo es quien la ha puesto a usted en el fuego para purificarla; él es más experto que nosotros, dejémosle hacer, todo es para gloria suya; no falle usted a su gracia y a sus buenas inspiraciones, que no carecerá usted de ellas (Carta a la Sra. Franchet).
Sufrimiento y perfección Los textos que a continuación se presentan desvelan a qué sorprendente perfección puede conducir el camino del discípulo que sigue el “Mural de Saint-Fons”. Miércoles… Siento una necesidad inmensa de gracia y de luz, de expiación… Hay que ser muy humilde, muy desprendido, despojado de todo como un pobre mendigo. ¿Cuándo llegaré a ser lo bastante despreciable a mis ojos y a los de todo el mundo, para que la luz de Dios me ilumine y me conduzca? (Carta a la Sra. Franchet). Los hombres auténticos se forman con los sufrimientos y las humillaciones. Un hombre que no ha sufrido nada y no ha aguantado nada, no sabe nada ni sirve para nada (Carta a un seminarista [Maurice Daspres], 130, [1877]). El sufrimiento es la característica de un verdadero apóstol de Jesucristo… Es el gran signo del amor auténtico. Es el sello de las almas grandes (vd486). Toda obra de Dios debe llevar primeramente el sello de la pobreza y del sufrimiento… Ni las tierras ni las casas, ni el oro ni la plata hacen las obras de Dios, sino los hombres, hombres generosos, entregados, que saben sufrir, animados por el Espíritu de Dios. Las tribulaciones y las cruces son los medios más rápidos, más seguros, para hacernos llegar a la perfección de la caridad (Carta a la Sra. Franchet, 201 [1863]). Antes de ser un pan de vida, hay que pasar por el Pesebre y el Calvario. Igual que el trigo: hay que trillarlo, aventarlo, molerlo, separar el salvado; pierde su forma, luego ya puede convertirse en pan útil para nuestros cuerpos… Si se comiera el trigo con su espiga, haría daño; con el salvado, no sería comestible. Cuando ha sido molido, entonces se convierte en alimento. Con nosotros sucede lo mismo; no podemos ser útiles al prójimo para el alma y el cuerpo mientras no pasemos por la muerte (Notas de retiro [1866], Ms X, 24). Hemos de hacer de nuestro cuerpo una hostia viva, llevar la muerte de Jesucristo en nuestro cuerpo de modo que la vida de Jesucristo aparezca en él. Sólo las almas despojadas pueden hacer el bien a los demás. Si uno no está despojado de sí mismo, no puede tener el verdadero celo, la verdadera caridad, el auténtico espíritu de sacrificio (P 3, 143). La sabiduría está en el despojamiento completo de sí mismo, de toda criatura y de todas las cosas terrestres. Cuando se ha adquirido este completo despojamiento, entonces puede uno elevarse con Jesucristo a las regiones superiores de su amor; entonces no se tiene ya nada de sí mismo, nada terrenal; entonces nada entristece, nada abate, nada turba, porque todo lo terrenal está aniquilado y se vive con Jesucristo; entonces se le sigue a todas partes, a todas las regiones superiores de la caridad, del celo, del sufrimiento y de la muerte. Qué hermoso es un hombre, un sacerdote que ha tomado este camino, y, cuando persevera en él con Jesucristo, cuántas cosas puede hacer… (Carta a la Srta. De Marguerie, 440 [1876]).
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