HOMILÍA DE MONS. LUIS MARTÍN BARRAZA
2do Domingo de Adviento
4 de diciembre 2022
Continuamos nuestro caminar hacia la Navidad, acontecimiento que funda toda esperanza porque se trata del cumplimiento de las promesas de un mundo nuevo; Un nuevo comienzo de la humanidad en el Hijo de Dios, en el que se encarnó el proyecto del Padre. Celebramos, también, la necesidad que tenemos todas las personas de una vida nueva que sentimos consolada en el pesebre de Belén. A todos nos llama la atención lo nuevo, la inocencia, el estado virginal de las cosas. Quisiéramos volver a empezar siempre, pero teniendo la misma experiencia que nos han dado los “golpes” de la vida. Es nuestra condición, vivir entre un fuerte deseo de vida nueva, llenos de “cicatrices” internas y externas pero, al mismo tiempo sin dejarnos domesticar por esos reveces, poniéndonos de pie cada día. Para acceder a la novedad de vida es necesario salir de nuestro “paraíso” original, sin renunciar a él, en busca de nosotros mismos pero más libres cada vez. Por ello, el ser humano es un eterno buscador de lo nuevo, o como decía san Agustín, uno que fue hecho para Dios y estará siempre inquieto hasta que descanse en Dios. Así como estamos salvados en la esperanza(Rom 8, 24), de igual modo vivimos en la esperanza de una vida nueva. Es más lo que esperamos que lo que poseemos.
Nos duele la esperanza, porque el creador ha puesto en nuestro corazón una vocación de llegar a ser semejantes a él. Tenemos necesidad de gestionarla, para que no se transforme en tedio, en desilusión que nos lleve a negociar con el mundo una paz barata, para simplemente vegetar. Es necesario ofrecerle, a nuestra esperanza, algo digno de su grandeza; ella encierra todo lo que el hombre puede llegar a ser. Además, las calamidades del momento presente nos impulsan a añorar la patria definitiva. La esperanza es la que nos hace movernos cada día y nos obliga a reinventarnos a cada momento, para mantenernos fieles a nuestra vocación divina, vivida como peregrinos aquí en la tierra. En Jesucristo Dios ha encarnado el sueño que tiene para la humanidad, llegar a ser una fraternidad universal, porque es el Hijo de Dios y el hermano nuestro. En estos tiempos, vivimos una época de cambios de forma tan acelerada que más bien, decimos, es un cambio de época, que muy bien podemos atribuir a la santidad de la esperanza, que dentro de nosotros busca reivindicarse. Se trata del camino natural del ser humano, siempre en búsqueda de sí mismo, que da razón de su misterio reproponiéndose continuamente a sí mismo, rehaciendo su entorno. En buena medida significa el malestar del corazón humano que no se siente comprendido y cultivado suficientemente en la cultura racionalista que hemos vivido. Tal vez busca espacios más amplios donde pueda arropar todos sus sueños. Es cierto que se debe tener cuidado de que en este arrebato de cambios, se quiera romper completamente con las raíces espirituales del ser humano y se maneje arbitrariamente la imagen del hombre. “En Jesucristo Dios ha revelado el hombre al mismo hombre”(GS, 22), por lo cual, nosotros creemos que la verdadera esperanza pasa por el sueño de Dios manifestado en Jesús.
Si no deseamos que la chispa de la esperanza se apague en medio de las tempestades del mundo, habrá que resguardarla a toda costa. Existen muchas propuestas para mantenerla viva, pero muchas de ellas no pueden acompañar al hombre hasta el final de su camino, porque son simples medios al servicio de algo mayor. Sólo la fe podrá acompañar al hombre hasta el cumplimiento de sus anhelos más profundos. Muchos que anclan sus sueños en el tener, el placer, el poder de este mundo terminan sobreviviendo la existencia. Por eso creemos que lo que puede detonar las energías más profundas del corazón humano tiene que ver con la Buena noticia de Jesús en el Evangelio.
Juan el Bautista, del que nos habla hoy el evangelio, llevó a cabo una misión casi imposible como lo es el tocar las fibras sensibles de la esperanza de todo un pueblo. Como en todo tiempo, la rutina, el cansancio, los fracasos, los sufrimientos tienden a domesticar al espíritu humano y a llenarlo de pesimismo y resignación. Lo mismo había hecho Isaías unos siete siglos antes, cuando la amenaza de la invasión de Asiria al pueblo de Judá era inminente. En medio de esta adversidad, el profeta, se atreve a hablar de algo totalmente nuevo que está por comenzar: “Saldrá un brote del tronco de Jesé, un retoño florecerá desde su raíz. Sobre él se posará el espíritu del Señor: espíritu de sabiduría y discernimiento, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de conocimiento y temor del Señor”(Is 11, 1-2). Esto implica la intervención directa de Dios para salvar a su pueblo, pero también la confianza del corazón humano manifestada en actitudes y acciones: “Si no creen en mí, no subsistirán”(Is 7, 9). Y, “Preparen en el desierto el camino del Señor: tracen en la estepa un sendero recto, para nuestro Dios…”(Is 40, 2). Aunque se trata de épocas diferentes la dinámica es la misma.
San Pablo, de igual modo, saca la esperanza de los libros santos, en alusión a la Ley y los Profetas, para invitar a una vida fraterna, como también lo hace Isaías: “Dios, fuente de toda paciencia y consuelo, les conceda a ustedes vivir en perfecta armonía unos con otros, conforme al espíritu de Cristo… Por lo tanto, acójanse los unos a los otros como Cristo los acogió a ustedes, para gloria de Dios”(Rom 15, 5.7). Todo esto con el fin de alabar y bendecir al Señor.
Sabiendo que la esperanza es una necesidad básica, muchos lucran con este sentimiento contribuyendo a profanar este recinto sagrado en el hombre. Cuántas promesas de “bajar el cielo, la luna y las estrellas” incumplidas, que luego se le cobran a la gran Esperanza de salvación en Jesucristo. La charlatanería de los ídolos se le reclama al que “no fue primero sí y después no, sino que todo él es un sí”(2 Cor 1, 19), al que es fiel, al Amén(Ap 3, 14).
Con Juan el Bautista da inicio un movimiento espiritual que culminará en la intervención más grande de Dios en el mundo, por medio de Jesucristo. San Mateo la ubica en el trasfondo de otra revolución, igualmente interior, realizada por el profeta Isaías siglos atrás, que preparará la liberación del pueblo de Israel de la esclavitud en Babilonia: “Preparen el camino del Señor; enderecen sus senderos”. No es fácil entrar por este camino de la renovación del corazón para transformar las estructuras políticas y sociales, ordinariamente no se alcanza a ver la relación entre vida interior y libertad exterior, o no se quiere pagar el alto precio de la honestidad como condición para tener estructuras justas. Querer renovar las cosas desde la raíz, desde el corazón, nunca ha sido un negocio rentable, lo más fácil es la beneficencia, ofrecer alguna limosna para hacerse del poder.
La situación de marginación, de sometimiento, experimentada por los judíos en el tiempo de Juan, alentaban la expectativa mesiánica de un caudillo político. El Bautista, desde su vocación de profeta sabía que la liberación pasa por la purificación del corazón: “¡Ojalá hubieras obedecido mis mandatos! Sería tu paz como un río y tu justicia, como las olas del mar”(Is 48, 18). En nuestro tiempo, queremos que haya justicia y sin embargo cometemos injusticias contra los más débiles.
Juan, desde muy joven, se dedicó a buscar la verdadera fuerza capaz de transformarlo todo desde lo más profundo. Para ello renuncia a los privilegios de los servidores del templo a los cuales él tenía derecho. Rompió con la expectativa mesiánica del nuevo David, que con su espada rompería todos los yugos. Se había convencido de que las estructuras religiosas y políticas existentes, no eran suficientes para cambiar el orden de cosas establecido. Es por ello que se retira al desierto para escuchar la voz de Dios.
Algo le fue quedando claro, que es necesario invitar a todos a un cambio de vida, no basta con cambiar a los que están en el poder. Todos querían que hubiera una transformación de la situación, acabando con los enemigos. Juan, al grito de ¡conviértanse!, propone la necesidad de asumir cada uno su propia responsabilidad frente a la situación que se vive. No dejará de denunciar el pecado de la autoridad, como lo hace hacia Herodes, o hacia los fariseos y saduceos, pero sin exentar de su compromiso a cada uno.
Alcanzar las profundidades de la espiritualidad de la conversión es una gracia de Dios. Se trata de una espiritualidad en dirección a la vida y no se queda ensimismada en la búsqueda de la propia perfección. Sólo ella tiene la fuerza de transformar circunstancias y situaciones de vida. Juan no huyó del mundo y se refugió en el desierto para no ser contaminado por la gente. Más bien no está de acuerdo con aquella religiosidad que no asume la vida. Mucho culto, poca justicia. La mística de Juan lo llevó a desear el reino de Dios en la tierra(Mt 3, 2). El criterio para él será: “Hagan ver en obras su conversión…”. La espiritualidad del desierto lo ha hecho demasiado sensible contra el culto vacío: “… y todo árbol que no da fruto, será cortado y arrojado al fuego”.