HOMILÍA DE MONS. LUIS MARTÍN BARRAZA
2o Domingo Ordinario
15 de enero de 2023
Al estar comenzando el año litúrgico, la palabra de Dios nos pone en el inicio, también, de la misión de Jesús, donde se impone la figura del Bautista como quien lo presenta ante el pueblo de Israel. Así como el domingo pasado era manifestado a todas las naciones, todavía niño, ahora es revelado por Juan a su pueblo. En el camino de la fe el testimonio es esencial, porque precisamente se trata de un conocimiento de Dios, este de la fe, que no podemos encontrar por nosotros mismos, al menos como él se ha revelado en Jesucristo, sino que necesitamos ser iniciados en él. De ahí la importancia de la misión evangelizadora, lo exige la naturaleza de la fe que es ante todo un don, además de que la buena noticia del amor de Dios nadie la puede contener: “No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte…”(Mt 5, 14). En Juan tenemos un modelo de testigo ya que anuncia lo que ha visto, según él mismo lo afirma. Además, no roba protagonismo a Jesús, sino que habla claramente de su precedencia y preexistencia. Y, el contenido de su predicación es kerigmático, anuncia al Dios misericordioso que viene a liberar a su pueblo de toda esclavitud, principalmente del pecado, bajo la imagen del Cordero de Dios.
Parece que Juan evangelista hace resonar sus temas favoritos en la figura del Bautista: testimonio, la preexistencia del Verbo y el amor, todo esto envuelto por el Espíritu Santo. Sobre el testimonio, lo aborda inmediatamente después de presentar “la Palabra que estaba junto a Dios”(Jn 1, 1), inmediatamente pasa al testimonio de Juan: “Este vino como testigo, para dar testimonio de la luz, a fin de que todos creyéramos en él”(Jn 1, 7). En su carta ahora él se presenta como testigo de “lo que existía desde el principio”(1 Jn 1,1), con la autoridad de quien ha hecho una experiencia: “lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de la vida…”(1 Jn 1, 1). Son necesarios traductores del lenguaje de Dios al lenguaje humano, esto es, testigos. Es conocido que Juan aborda el misterio de Cristo desde la eternidad, desde el principio fuera de la historia. Seguramente es una forma de ungir la figura de Jesús del misterio divino, es como recoger toda la fuerza del cielo para ponerla finalmente al servicio del hombre, porque “el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”(Jn 1, 14). Resalta la trascendencia de Dios para valorar más su cercanía. Jesucristo es el que funda todo testimonio porque es el enviado, el sacramento del Padre: “…el que viene del cielo da testimonio de lo que ha visto y oído; sin embargo, nadie acepta su testimonio. El que acepta su testimonio, reconoce que Dios dice la verdad, porque cuando habla aquel a quien Dios envió, es Dios mismo quien habla, ya que Dios le ha comunicado plenamente su Espíritu”(Jn 3, 31-34).
Toda la intención de Juan es mover a la fe y al amor: “…a todos aquellos que creen en su nombre, les dio capacidad para ser hijos de Dios”(Jn 1, 12). La fe no es un mero sentimiento sino una fuerza capaz de recrear al ser humano en hijo y por lo tanto en hermano, los dos tipos de relaciones se basan en el amor, porque “…Dios es amor. Dios nos ha manifestado el amor que nos tiene enviando al mundo a su Hijo único, para que vivamos por él…si Dios nos amó así, también nosotros debemos amarnos unos a otros…”(1Jn 4, 8. 11). En su evangelio, Juan, nos dice que “tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna”(Jn 3, 16). La imagen del Cordero de Dios, con que lo presenta Juan Bautista evoca que “él nos amó a nosotros y envió a su Hijo como víctima por nuestros pecados”(1 Jn 4, 10). Alguien pudiera sentirse ofendido porque hablar de perdón supone pecado. El perdón significa en primer lugar el anuncio de un amor que da la vida y que resplandece precisamente en la ofrenda de sí mismo. Antes que denuncia es un llamado a participar de la luz de Dios porque “Dios es luz y no hay en él oscuridad alguna”(1Jn 1, 5). Nadie podemos negar que no vivimos en las dimensiones del amor de Dios, por lo cual debemos ser redimidos. Nuestra condición es la indigencia relativa a la santidad de Dios. Es cierto que el anuncio nos denuncia en un segundo momento: “…los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas”(Jn 3, 19). Pero el que ha recibido el anuncio del amor de Dios no tiene problema en ponerse de rodillas, como muchos pecadores que se acercaron a Jesús, sin sentirse Humillados.
Contrasta un poco la presentación que en este evangelio hace Juan el Bautista de Jesús, en relación a como lo hace en Mateo y Lucas. En estos últimos, Jesús, se relaciona con “hacha puesta a la raíz”, “rastrillo que separa el trigo de la paja”, “fuego que no se apaga”. En el texto que meditamos, Jesús, es el “Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. De igual modo, el testimonio del Espíritu Santo sobre Jesús es más explícito, Juan es más directo, insiste que es la señal que se le dio para reconocer al Mesías, además, dice que “él lo vio y da testimonio de que es el Hijo de Dios”. El bautismo de Jesús por parte de Juan consiste, en este caso, en darlo a conocer como el que pagará por nuestros pecados, el que dio el testimonio supremo del amor de Dios. El testimonio del Bautista se asemejó al de Jesucristo, “el Testigo fiel y veraz”(Ap 3, 14), por medio de su martirio. El Espíritu Santo quiere seguir dando testimonio del amor del Padre por medio de los bautizados.
Juan Bautista, es un testigo de primera mano pero no por arte de magia, por los sinópticos sabemos del camino discipular que tuvo que recorrer en el desierto para escuchar la presencia de Dios en medio de su pueblo. El haber sido primo de Jesús no le exentó de nada. En el texto que meditamos, el Bautista, reconoce que no conocía a Jesús, después de presentarlo como superior a él. Esto también es un testimonio, porque lo presenta con tanta lucidez que parece que lo ha conocido desde siempre o por una revelación especial. En algún momento desconocía a Jesús como nos puede suceder a nosotros. Nadie tiene excusa para no anunciarlo, todos podemos llegar a conocerlo. Llegar a tomar conciencia del protagonismo del Espíritu Santo está al alcance de todo el que se haga discípulo. Todo bautizado está llamado a reconocer la acción del Espíritu Santo que nos revela a Jesús y en él a su Padre. El Espíritu Santo es la experiencia de la paternidad de Dios en última instancia: “Tú eres mi Hijo muy amado…”(Mt 3, 17).
La imagen del Cordero es muy elocuente para el pueblo judío, no puede dejar de evocar al Cordero pascual de la noche de la liberación de la esclavitud en Egipto: “…el día diez de este mes cada uno tomará un cordero por familia… Tomarán una parte de la sangre y rociarán los marcos y el dintel de la puerta de la casa donde coman”(Ex 12, 3. 7). Los corderos serán signo de liberación, de rescate, de vida para el pueblo. En adelante le ofrecerán al Señor las primicias de todas las cosechas y ganados, también de los hijos, y para rescatarlos ofrecerán un cordero o dos tórtolas o dos pichones(Ex 13, 2; Lv 12, 8). Así como el cordero pascual libró de la desgracia al pueblo hebreo, de igual manera lo seguirá haciendo durante todo su caminar, mientras sus sacrificios sean con justicia y misericordia. La imagen del siervo, que nos presenta la primera lectura de este domingo, nos recuerda lo que padeció por nosotros bajo la imagen del Cordero: “Oprimido y humillado, se mantenía en silencio. Como cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca”(Is 53, 7). El mismo Juan evangelista, nos presenta a Cristo resucitado como el cordero capaz de abrir el libro con los designios de Dios para la humanidad. Sólo él pudo establecer el reinado de Dios en el mundo, por lo cual merece toda la alabanza de la creación: “Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza”(Ap 5, 12).
Ahora comprendemos cómo fue que el Bautista fue capaz de humillarse hasta el extremo frente a Jesús y con una vida de mucho sacrificio en el vestir y el comer. No funciona desde su visión pesimista y rencorosa de la vida, sino desde la inmensa alegría en el Espíritu Santo. Parece un “profeta del desastre” que sólo sabe denunciar terror y castigo, y sin embargo, es capaz de una inmensa ternura como lo sugiere la imagen del Cordero y la referencia al Espíritu Santo. El Bautista, de algún modo, también fue mártir del rostro misericordioso de Dios nuestro Padre, anunciado por Jesucristo.