HOMILÍA DE MONS. LUIS MARTÍN BARRAZA
4to Domingo de Adviento
18 de diciembre 2022
La Navidad es un acontecimiento de comunicación de Dios con la humanidad: “Muchas veces y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros antepasados por medio de los profetas, ahora en este momento final nos ha hablado por medio del Hijo…”(Heb 1, 1-2). Dios creo al hombre con capacidad para dialogar con él. La grandeza del ser humano está en su posibilidad de comunicación con toda la creación, especialmente con el Tú divino. En el paraíso Dios visitaba a Adán y Eva por las tardes para platicar(Gen 3, 8). Sin embargo, de pronto Adán y Eva rehuyeron al diálogo con Dios: Oí tus pasos en el huerto, tuve miedo y me escondí, porque estaba desnudo”(Gen 3, 10). En adelante el hombre tendrá problemas para comunicarse con Dios, sentirá vergüenza, miedo o tal vez rechazo. Dios les promete restablecer la comunicación en un futuro(Gen 3, 15). Entre tanto se verán afectadas todas las relaciones de los seres humanos: con la naturaleza, con sus demás hermanos(Gen 4, 9), consigo mismo. Una relación fundamental como lo es la que se debe dar entre el hombre y la mujer se verá profundamente trastocada: “la mujer que me diste por compañera me ofreció del fruto del árbol, y comí”(Gen 3, 12), y pervertida en ocasiones: “porque incluso sus mujeres han cambiado las relaciones naturales del sexo por usos antinaturales; e igualmente los hombres, dejando la relación natural con la mujer, se han encendido en deseo de unos por otros…”(Rom 1, 26-27).
Sobre la desarmonía del hombre con la naturaleza tenemos una clara exposición en la encíclica “Laudato sii”, del Papa Francisco, donde denuncia que la creación ha pasado a ser la más pobre entre los pobres por habérsele reducido a simple mercancía antes que a “huella digital” del creador. Un equilibrio importante que se rompió en la época moderna fue la convivencia pacífica entre la fe y la razón, por ahí entraron muchas otras enemistades. Podemos decir que el diablo que se metió desde el principio al mundo, fue la pérdida de la paz y la armonía del corazón humano. La palabra diablo significa división y la división, muerte. La división es diabólica y ha comenzado con el rompimiento del diálogo con Dios. Esto ha desintegrado, también, al hombre en su interior conservando dentro de él una lucidez sobre lo que debe hacer, pero al mismo tiempo una incapacidad para cumplir el bien: “En efecto, el querer el bien está a mi alcance, pero el hacerlo no. Pues no hago el bien que quiero, sino el mal que aborrezco”(Rm 7, 19). El gran enemigo a vencer es el diablo, representado por la serpiente, sentenciada dese el principio a ser pisada por la descendencia de la mujer(Gen 3, 15), lo cual se cumple plenamente en el pasaje del evangelio que escuchamos en este domingo.
En la primera lectura tenemos una muestra de la mala comunicación entre Dios y el hombre, que acompañó la historia de la humanidad. En este episodio queda bien retratada la iniciativa permanente de Dios a buscar el diálogo con el hombre y el continuo rechazo de este a la propuesta del Señor: “Pide al Señor tu Dios una señal, en lo hondo del abismo o en lo alto del cielo. Respondió Ajaz: No la pediré, pues no quiero poner a prueba al Señor”(Is 7, 12). Dios quiere entablar un diálogo con su pueblo, el rey se resiste argumentando con falsa humildad; aparentemente no quiere contrariar la voluntad del Señor. Sin embargo, el homenaje que Dios quería en ese momento era el de la escucha y una respuesta dócil a su palabra. En realidad el rey Ajaz tenía planes de hacer alianza con la potencia que les amenazaba. Dios lo venía invitando a poner toda su confianza en él frente al peligro que se avecinaba: “Si no confían en mí no subsistirán”(Is 7, 9b). En estas palabras Dios Yahvé invita, precisamente, a superar la división entre razonamientos y fe. Los razonamientos podrán ser muy precisos y lógicos, pero si se apartan de la confianza en Dios de nada sirven. Desde este texto se acuñará en la edad media la expresión “entender para creer”(intellego ut credam). Lo inverso también es cierto. Se trata de una nueva edición del pecado del principio: romper la comunicación con Dios.
Lo que en Adán y Eva se había perdido, se recupera en José y María. Desde estos últimos se puede apreciar la exigencia del diálogo con Dios. Mateo, más respetuoso de la cultura judía, hace protagonista de la comunicación con el Altísimo a José. Tenía mucho interés en justificar que en Jesús se cumplían las antiguas profecías. En el caso del nacimiento de Jesús, ve el cumplimiento de la profecía de Isaías: “La virgen concebirá y dará a luz un hijo, a quien pondrán por nombre Emmanuel”(Is 7, 14). Y así sucesivamente a lo largo del evangelio. Pero también era muy importante conectar legalmente a Jesús con los protagonistas de la intervención salvífica de Yahvé a lo largo de la historia del pueblo judío. De hecho, Mateo, comienza con la genealogía de Jesús, vinculándolo con Abraham y con David. Para esto es muy importante la figura de José, que pertenece a la casa de David. Finalmente en el pueblo judío, igualmente de importante o tal vez más lo era el parentesco legal. Por la ley del levirato un hermano podía dar descendencia a su hermano(Dt 25, 5).
Lucas se fija más en la duda de María para aceptar la propuesta del arcángel Gabriel: “¿Cómo será esto, pues no tengo relaciones con ningún hombre?”(Lc 1, 34). Mateo centra su atención, a la hora de la anunciación del nacimiento del salvador, en José: “José, su esposo, que era justo y no quería denunciarla, decidió separarse de ella en secreto”(Mt 1, 19). De cualquier modo, queda claro que los caminos del Señor no son los del hombre: “Porque mis planes no son sus planes ni sus caminos son mis caminos”(Is 55, 8). La palabra del Señor nunca nos la sabemos, no nos es natural, siempre nos desconcertará. Si a José y María que eran personas justas, que vivían de la voluntad de Dios, las toma por sorpresa el proyecto que Dios les propone, con mayor razón cualquiera de nosotros, no tan acostumbrados a los caminos del Señor. En José y María se trata del sobresalto natural, que debe de existir si es que le vamos entendiendo bien a Dios. El que no pasa por la experiencia de lo “tremendo y fascinante”, tal vez, no sea a Dios a quien escucha sino a sí mismo. En el caso nuestro, el sobresalto al contacto con la palabra de Dios, tal vez, sea más parecido a la reacción de los malos espíritus que le gritaban a Jesús. ‘¿Qué tenemos nosotros que ver contigo, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruirnos?(Mc 1, 24). Algo así decía el P. Chevrier, que cuando escuchábamos las palabras de Jesús nuestros demonios se retuercen en el interior.
Tanto a la “llena de gracia” como al “hombre justo”, se pueden aplicar las palabras del Papa Benedicto, en la Verbum Domini: “El Magnificat –un retrato de su alma, por decirlo así- está completamente tejido por los hilos tomados de la Sagrada Escritura, de la Palabra de Dios…Habla y piensa con la Palabra de Dios; la Palabra de Dios se convierte en palabra suya, y su palabra nace de la Palabra de Dios. Así se pone de manifiesto, además, que sus pensamientos están en sintonía con el pensamiento de Dios, que su querer es un querer con Dios…(VD, 28). Entrar y salir de la Palabra como de la propia casa, vivir continuamente atento a la voluntad de Dios, es ser justo.
La actitud de José nos recuerda la fe de Abraham, que creyó contra toda esperanza: “Abraham creyó contra toda esperanza que sería padre de muchos pueblos, según le había sido prometido: ‘Así será tu descendencia’”(Rom 4, 18). José va más allá de la justicia de la ley antigua y entra en la justicia de los bienaventurados y, de este modo en los tiempos mesiánicos: “Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos”(Mt 5, 3). De entrada el evangelista lo llama justo porque ofrece una bondad a su medida: “decidió separase de ella en secreto(Mt 1, 19). Esto era ya mucha generosidad para la justicia que quizás le aconsejaba la cultura machista de su tiempo. El repudio en secreto era la mayor bondad a la que podía llegar la ley. Sin embargo, acogiendo la medida de la ley del Espíritu no sólo no rechazará a María, sino que se convertirá en el custodio de la familia de Nazaret. Anticipa con su manera de proceder el espíritu del sermón de la montaña: “Se dijo: el que se separe de su mujer, que le dé un acta de divorcio. Pero yo les digo que todo el que se separa de su mujer,… la expone a cometer adulterio; y el que se casa con una separada, comete adulterio”(Mt 5, 32). En lugar de darle una “limosna” a Dios se abandona totalmente a su proyecto.
De este modo José suscribe el Magnificat de María y, sin pronunciar ninguna palabra, pone la clave de la vida bienaventurada que deberá distinguir a los que formen parte del nuevo pueblo de Dios, independientemente de su raza o nación.