HOMILÍA DE MONS. LUIS MARTÍN BARRAZA
4to Domingo Ordinario
29 de enero de 2023
Jesús continúa con el anuncio del reino de Dios desde las actitudes que le corresponden en el corazón del hombre. El reino de Dios es una imagen política y mística a la vez. La buena política tiene que ser contemplativa de la mejor visión del hombre, que no permite en ningún caso que sea tratado como simple medio, sino siempre como un fin. Para lograr esto es necesario mirarlo a través de Dios o de los más altos ideales de la razón. Para que Dios reine en las estructuras económicas y sociales se requiere que tome posesión del corazón del hombre. Las bienaventuranzas anuncian una transformación radical de todas las cosas desde lo más profundo del corazón del hombre. Para ello se tienen que deconstruir todos los caminos intentados hasta ahora, que tienen que ver con ideologías, violencia, dominio, fama, lucro, etc. Se trata de un camino de felicidad plena ya anunciado en el Antiguo Testamento, pero que sólo en el seguimiento de Jesús se puede alcanzar. El bienaventurado es, en última instancia, el discípulo que reconoce en Jesucristo “palabras de vida eterna”(Jn 6, 68). Jesús se encuentra iniciando a sus cuatro primeros discípulos en el seguimiento.
Las bienaventuranzas no son un monumento al dolor o al pesimismo, sino el cultivo de la mirada de Dios sobre el mundo. En estricto sentido el anuncio de la felicidad no se centra en la bondad del hombre o en las situaciones de impotencia en que se puede encontrar, sino en su abandono y confianza en Dios. Para que las bienaventuranzas se cumplan, es necesario que las condiciones anunciadas, contribuyan, de algún modo, a la gloria de Dios que consiste en la vida y dignidad del hombre. En realidad esta es la única buena noticia: invertir toda la vida, con sus penas y esperanzas, en el proyecto de Dios. Esto hasta parece un chantaje como muchos otros, que juegan con los sentimientos más profundos del ser humanos, como son sus sufrimientos y sus anhelos más nobles de paz, de justicia y de amor, para ofrecerles un consuelo imaginario. Alguien pudiera pensar que se lucra con el hambre de las personas para embaucarlas con unas propuestas imaginarias que sucederán, supuestamente, después de esta vida. Si esto fuera así, se trataría de la peor estafa que haya existido, reprimir los anhelos más legítimos de vivir por unos “espejitos”.
Debemos agradecer a Jesús que nos haya enseñado una astucia capaz de hacer fecundos nuestros vacíos, anhelos y contradicciones. Dicha astucia consiste en cargar la cruz de cada día y seguirlo, “su yugo es suave y su carga ligera”(Mt 11, 30). Lo suave y ligero de su carga está, no en que no pese o no duela, sino en que tiene un sentido. La única carga insoportable y la más humillante es la que no le encontramos un sentido. Encontrando la luz del sentido de que nuestros sacrificios sirven para algo, nuestra vida será redimida. No existe una vida sin problemas y precariedades. Cristo, con su predicación y su muerte, no ha inventado el sufrimiento, más bien, es el que ha tenido el valor de asumirlo, no se avergonzó de la condición humana hasta las últimas consecuencias, menos en el pecado(Flp 2, 7-8). Jesús ha sido el médico que ha diagnosticado la enfermedad del mundo asumiendo la condición de enfermo, para enseñarnos el camino de la recuperación: “A quien no cometió pecado, Dios lo hizo por nosotros reo de pecado, para que, gracias a él, nosotros nos transformemos en salvación de Dios”(1 Cor 5, 21).
El pobre al que se refiere la bienaventuranza es el que encuentra significado para toda su vida desde la inteligencia que Dios tiene de los acontecimientos, desde los más insignificantes hasta los más notorios. La obra de la redención no ha consistido, en realidad, en suprimir las consecuencias del pecado(enfermedad, muerte, sufrimiento, ignorancia, etc), sino en reconducir todo esto al proyecto de salvación de Dios. Entiendo que Cristo vendría al mundo de todas formas, aunque no estuviera el desorden del pecado, sólo que ha debido comenzar desde más abajo, ha debido asumir los límites no sólo de la creaturalidad, sino del pecado. Por una cosa o por otra la condición del hombre es la de un exiliado de su patria, que es la armonía de la familia humana en comunión con Dios. Jesucristo nos salva respetando nuestra condición, por medio del proyecto del reino de Dios. Él nos ha enseñado que el único camino entre nuestra precariedad y la plenitud es el amor. Sólo podemos anticipar la felicidad del ser saciados por la vía del amor, porque “nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos. Todo el no ama permanece en la muerte”(1Jn 3, 14).
Un acercamiento del espíritu de las bienaventuranzas lo encontramos en el profeta Jeremías: “Bendito quien confía en el Señor, y pone en él su confianza. Será como un árbol plantado junto al agua, que alarga hacia la corriente sus raíces; nada teme cuando llega el calor, su follaje se conserva verde; en año de sequía no se inquieta ni deja de dar fruto”(Jer 17, 7-8 cfr. Sal 1, 1-3). Desde este texto podemos ver que la verdadera causa de la felicidad está en aprender a recibir los consuelos de Dios, por encima de los consuelos o persecuciones del mundo. Desde este punto de vista, no hay mayor fortaleza que la mansedumbre de Jesús, que llega al punto no sólo de consolarse a sí mismo, sino a tener el ardiente deseo de ayudar a otros con su carga: “Vengan a mí todos los que están fatigados y agobiados, y yo los aliviaré. Carguen mi yugo y aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontrarán descanso para sus vidas”(Mt 11, 28-29). Jesús pronuncia estas palabras en el contexto de una oración de alabanza y gratitud a su Padre, porque se va haciendo su voluntad a pesar de todo(Mt 11, 25-26). Ese “a pesar de todo” significa que “los sabios y entendidos” lo han rechazado, más sin embargo, Jesús se siente conocido y amado por Dios su Padre, y eso le basta(Mt 11, 27). Al hombre feliz en Dios nunca le faltará gratitud y alegría, porque sus raíces se hunden hasta las corrientes del Padre misericordioso.
La bienaventuranza de la pobreza espiritual no permanece en la intimidad, no es angelical. Hemos dicho que se trata de la forma como se hace operante el reino de Dios. Este reino tiene su dimensión política de justicia social. Si bien es cierto la felicidad está en asegurarnos de la certeza de que la fidelidad de Dios colmará todos nuestros anhelos, las condiciones para la felicidad(pobres, hambre y sed, afligidos, humildes, etc), aunque son categorías teológicas no dejan tener resonancia social. Es cierto que estas categorías se refieren a todo ser humano fuera de su patria definitiva y también a todo discípulo que se compromete con la causa de Jesús, por aquello de “todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es mío…”(Jn 17, 10), pero también hacen referencia a los descartados, “desechables” y “sobrantes” de las sociedades. La fascinación que ha producido el evangelio a lo largo de los siglos ha tenido que ver con la opción de Jesucristo por la pobreza, incluida la material. Los grandes discípulos de Jesús, como son los santos se dedicaron a los marginados.
Las palabras de san Pablo a los Corintios, en la segunda lectura, seguramente tendrán una carga simbólica, pero, sin duda, también se refieren al sentido propio de dichas palabras: “…Dios ha elegido lo que el mundo considera necio para confundir a los sabios; ha elegido lo que el mundo considera débil para confundir a los fuertes; ha elegido lo vil, lo despreciable, lo que es nada a los ojos del mundo para aniquilar a los quienes creen que son algo”(1 Cor 1, 27-28). Y es que en verdad no había muchos poderosos, ni muchos nobles en la comunidad de Corinto.
En última instancia la vida feliz tiene que ver con ser custodios de “las heridas” de Dios en el mundo. Él se ha querido identificar con todos empezando por los más vulnerables: “tuve hambre…tuve sed,… era un extraño,…estaba desnudo,…enfermo,…en la cárcel… Les aseguro que cuando lo hicieron con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicieron”(Mt 25, 40). Jesucristo acogió la sensibilidad de Dios por medio del Espíritu Santo(Lc 4, 18) y permaneció fiel siempre a la voluntad de Dios su Padre. El reino de Dios cobró vida en su persona, por eso pudo anunciar su llegada al inicio de su ministerio. Su pasión y resurrección son el signo de su felicidad. Su muerte es la señal de que configuró su existencia desde el proyecto de Dios. Pudo mantener a salvo la inocencia del amor de Dios, en medio de las acusaciones, persecuciones y agresiones, a tal grado de perdonar a los enemigos, y enseñar que hay más alegría en el cielo por un pecador que se arrepiente que por noventa y nueve justos que no necesitan arrepentirse. No se trata de una felicidad superficial y pasajera, sino la de la libertad de poder entregar su vida para la salvación del mundo. La resurrección es el cumplimiento de la alegría y el regocijo en la bienaventuranza final.