HOMILÍA DE MONS. LUIS MARTÍN BARRAZA
5o Domingo Ordinario
5 de febrero de 2023
Se dice que después del ser sigue el hacer. Jesucristo acaba de constituir el ser del discípulo por medio de las bienaventuranzas, en una palabra es un pobre que cura las heridas de Dios en el mundo. Su alegría consiste en tener los mismos sentimientos de Cristo, no obstante padecer sus persecuciones: “No me glorío en otra cosa que no sea la cruz de Cristo…”(Gal 6, 14). El discípulo no es feliz por decreto, sino que está herido del amor de Dios y esto lo sufre en el egoísmo del mundo. Imposible callar el amor de Dios en él: “No se puede ocultar una ciudad construida en lo alto de un monte…”(Mt 5, 14).
Como buen maestro, Jesús, utiliza dos imágenes muy elocuentes para iluminar la vocación de sus discípulos: luz y sal. Se trata de dos realidades en las que se aprecia con toda claridad la importancia de la acción para su identidad, casi podemos decir que, luz y sal, son lo que hacen. La identidad de la luz consiste en vencer a las tinieblas, de tal manera que si no lo logra no existe. Traducido a la vida cristiana quiere decir que si hay un creyente de verdad, con todas las actitudes que describe Jesús en las bienaventuranzas, su causa triunfará finalmente. En consecuencia, el problema más grave no es que existan las tinieblas, sino la falta de luz.
Lo mismo sucede con la sal que resalta los sabores de los alimentos y sirve para purificarlos y conservarlos. No existe sal que no sazone los alimentos, causaría una frustración que se hace despreciable, “ya no sirve para nada y se tira a la calle para que la pise la gente”(Mt 5, 13). Peor que ser malo es la incongruencia de no ser lo que se aparenta. Por el contrario, de lo más contagioso es la coherencia de vida que se proyecta en la amabilidad de una persona, en el sentido de irradiar bondad y de que alguien sea amado. Por sí sola la sal no es cosa buena, puede resultar hasta dañina, debe ser mezclada para que cumpla con su misión. Su presencia es discreta pero muy definida. La sal pone fiesta en los alimentos a condición de no brillar por sí misma, sino sólo a través de ellos, pero sin perder su identidad. Si la sal reivindicara demasiado su protagonismo echaría a perder “el banquete de la vida”. Esto me recuerda las palabras de Jesús de estar en el mundo sin ser del mundo(Jn 17, 15- 17), o aquello de san Pablo: “me he hecho todo a todos con tal de ganarlos a todos para Cristo”(1 Cor 9, 22).
En la segunda lectura de este domingo, san Pablo, es un buen ejemplo del dinamismo de la sal. Les dice a los corintios que no se ha presentado ante ellos con un protagonismo que llamara la atención sobre su persona, sino sobre Jesucristo: “Me presenté ante ustedes débil temblando de miedo… no quise convencerlos con palabras de hombre sabio; al contrario, los convencí por medio del Espíritu y del poder de Dios…”(1 Cor 2, 4-5). La fuerza del evangelio se juega, también, en la “debilidad” del apóstol, que no significa falta de identidad, sino confianza en el poder salvífico de la palabra de Dios(Rom 1, 16). De igual modo, permitió que Cristo iluminara a través de él a las comunidades cristianas, porque no era él que vivía sino Cristo que habitaba en él por la fe(Gal 2, 20). San Pablo será un vivo testimonio de que la salvación procede de la fe en Cristo Jesús y no de las obras de la carne, la gracia de Dios no fue estéril en él(1 Cor 15, 10).
De una verdadera identidad asumida en la escucha del maestro, viene la provocación del discípulo al mundo. Su manera de ser y de obrar debe tener la fuerza para inquietar los ambientes donde convive. Como Jesús que perturbaba a los espíritus inmundos que le gritaban: “¿Qué tenemos que ver contigo, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruirnos? La sal es sutil, humilde, pero es difícil ignorarla. Es algo innecesario, sin embargo todos preferimos una comida con sal en lugar de insípida. Si nos alimentáramos sin el sazón de la sal no moriríamos, pero tal vez llegaría el momento en que no deseáramos comer más. Como la sal, que descubre la dimensión festiva del comer a la cual es muy difícil de renunciar, debe ser la vida del cristiano, hacer probar a sus hermanos el gozo de la vida, su sentido, su coherencia. También la fe, a veces, es considerada algo inútil, se puede prescindir de ella, al menos de la verdadera fe, sin embargo el cristiano debe ofrecer el sabor del evangelio a la vida, de tal manera que haga sentir el sabor a “trapo” de la vida sin Dios que pueden llevar muchos.
No se trata de molestar, sino de compartir desde la alegría descubierta en el evangelio la plenitud de vida. Así como la sal saca de la normalidad a la comida, así también el testimonio del creyente debe romper la rutina y agitar en ella el deseo de algo más. Nos dice san Pablo VI que “a través de su testimonio sin palabras los cristianos hacen plantearse, a quienes contemplan su vida, interrogantes irresistibles: ¿Por qué son así? ¿Por qué viven de esa manera? ¿Qué es o quién es el que los inspira?”(EN 21). Desde Jesucristo está demostrado que la fe tiene la capacidad de “molestar” al mundo, de desbalancearlo en sus criterios egoístas e injustos, de provocar en él un enorme vacío con la solidez de sus principios, pero sobre todo de su amor.
Desde el principio del texto Jesús pone en alerta sobre el riesgo de que la sal pierda su sabor. Ese es el verdadero problema que plantea Jesús en este texto, no tanto si el mundo está muy desabrido. Lo importante es no domesticar el evangelio haciéndolo coincidir con la mentalidad y costumbres humanas. Es cierto que debe hacerse accesible a cada tiempo, pero nunca “amellar” su filo. Dejémosle que siga siendo “más tajante que espada de doble filo, que corte hasta lo profundo de nuestro ser y deje al descubierto las intenciones del corazón”(Heb 4, 12). Sólo así se preservará nuestra vida de todo lo que la corrompe, irradiando verdadera alegría.
Todo esto nos habla que la presencia del cristiano debe ser significativa, consoladora, desafiante, de cualquier manera que promueva la vida, la esperanza, la alegría, el bien común. La animación va desde lo profundo del corazón, ayudando a encontrar el verdadero sentido de la vida hasta la búsqueda de la justicia social. El consuelo definitivo de nuestra existencia sólo lo tiene el Espíritu Santo, que Jesucristo nos ha hecho inteligible en el “sermón del monte”. En las bienaventuranzas Jesús ofrece un proyecto muy amplio donde todo puede ser redimido, comprendido, recuperado. El que aprende a vivir anteponiendo los intereses de Dios y de los demás a los suyos, encontrará consuelo y fortaleza siempre, será dichoso en medio de las adversidades, pobre del que sólo sabe vivir para sus éxitos, riquezas y placeres(Lc 6, 24-26), vivirá siempre chantajeado por sus limitaciones que no le permitirán ir más allá de sus miedos y ambiciones. San Pablo vuelve a ser ejemplo: “…para anunciarles el Evangelio, no busqué hacerlo mediante la elocuencia del lenguaje o la sabiduría humana, sino que resolví no hablarles sino de Jesucristo, más aún, de Jesucristo crucificado”(1 Cor 2, 1).
Pero, también, el profeta Isaías nos enseña otro camino para ser luz, para mostrar el consuelo interno de Dios en las estructuras externas de la convivencia: “Comparte tu pan con el hambriento, abre tu casa al pobre sin techo, viste al desnudo y no des la espalada a tu propio hermano. Entonces surgirá tu luz como la aurora…”(Is 58, 7). Y lo vuelve a decir: “Cuando renuncies a oprimir a los demás y destierres de ti el gesto amenazador y la palabra ofensiva…brillará tu luz en las tinieblas y tu oscuridad será como el mediodía”(Is 58, 9-10). La luz tiene que ver con la verdad, que incorpora la justicia a la caridad, no para superarla sino para ponerle fundamento. La justicia es la expresión mínima de la caridad, pero también una condición sin la cual la verdadera caridad no existe.
En los tiempos que vivimos, los creyentes debemos considerar a todos aquellos que viven en condiciones de pobreza, carentes de las condiciones mínimas para vivir con dignidad, en todas las decisiones que tomemos, políticas, económicas o religiosas. La tendencia en la humanidad es que las riquezas se vayan concentrando en pocas manos a costa del hambre y la muerte de la mayoría, que cada vez batalla más para sobrevivir. Todo discurso político y religioso es vacío si no asume esta realidad, al igual que lo debe hacer con la vida que aún no nace y con las familias. Hasta ahora parece que hemos tenido que elegir entre justicia social o justicia familiar. ¿Por qué no podemos tener las dos al mismo tiempo? En el fondo se trata de la misma vida, las mismas familias y la misma dignidad humana. Tan dignos son los que mueren en las guerras, las migraciones, por la miseria, como los que mueren antes de nacer por caprichos humanos.