CUARTO DOMINGO DE ADVIENTO
HOMILÍA DE MONS. LUIS MARTÍN BARRAZA
Domingo 20 de diciembre de 2020
Lc 1,26-38
Nos hemos ido acercando a este acontecimiento central de nuestra fe, como lo es el misterio de la Encarnación, no sólo en el tiempo, porque ahora estamos en el último domingo de adviento, sino porque los testimonios son cada vez más cercanos. Ahora contemplamos a María, que estuvo directamente involucrada en el nacimiento del Hijo de Dios. Ella es figura del adviento por excelencia: “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley…”(Gál 4,4). Nadie ha estado más cerca de Jesús, desde su concepción hasta su muerte que ella. Después del Espíritu Santo es la mejor testigo del cumplimiento de las promesas.
Lucas encuentra en el evangelio de la infancia de Jesús la oportunidad para afirmar lo que Mateo y Marcos dicen de paso en el inicio de sus evangelios: “Jesús Mesías, hijo de David, Hijo de Abraham”(Mt 1,1). “Jesús Mesías, Hijo de Dios”(Mc 1, 1). Quiere que quede bien claro que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios. Primero establece un paralelismo entre el nacimiento de Juan Bautista y de Jesús, haciendo notar inmediatamente la superioridad de este último por ser obra del Espíritu Santo. Juan nace “milagrosamente” de unos padres de avanzada edad y una madre estéril(Lc 1, 7). Pero, el nacimiento virginal de Jesús por obra y gracia del Espíritu Santo, es algo inédito y, por lo tanto, mayor que el de Juan. Jesús será el Hijo de Dios. Ciertamente “no ha surgido entre los hombres nadie mayor que Juan el Bautista…”(Mt 11, 11), sin embargo, él mismo dio testimonio de la superioridad de Jesús(Lc 3, 16-17; Jn 1, 26- 27).
El texto del evangelio que meditamos nos habla del anuncio, que hace el arcángel Gabriel a María, de que será la madre del salvador: “No temas, María, porque has hallado gracia ante Dios. Vas a concebir y a dar a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús. Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, y él reinará sobra la casa de Jacob por los siglos y su reinado no tendrá fin”(Lc 1, 30-33). Esta es una breve presentación de Jesús: Hijo de Dios y rey de Israel. El texto del evangelio, que meditamos, está en función de Jesús y no tanto de María. Es la presentación de quien se hablará en todo el evangelio. Es uno que llegó conforme a la ley, pero sobre todo conforme al Espíritu.
La virginidad de María indica que Jesús no es producto de la historia, sino que es, principalmente, obra de Dios. Mateo resalta más el papel de José, por el que Jesús queda inscrito en la historia de Israel, de hecho él es el que le pone el nombre(Mt 1, 21). Mateo recalca más la procedencia legal de Jesús, su genealogía comienza en Abraham. No es mucho problema que José no sea el papá biológico de Jesús, lo que cuenta es que sea el papá legalmente. Por la lay del levirato, los hijos lo eran del esposo difunto, si era el caso, y no tanto del pariente que engendraba con la viuda, se trataba del rescate de la memoria del familiar fallecido sin descendencia. La ley por encima de todo, la intención era librar de la humillación de la esterilidad, sobre todo al varón.
Ciertamente Jesús llegó caminando a lo largo de los siglos a través de su genealogía(Mt 1, 1-17), pero es, principalmente, obra del Espíritu Santo que procede de lo alto, nos dice Lucas. Para él el recorrido histórico de Jesús comienza en Dios(Lc 3, 23-38). Para Mateo, José es, sobre todo, el eslabón que une a Jesús con toda la cadena de sus antepasados, pasando por David hasta Abraham, sin fijarse mucho en que no sea el padre carnal. Le preocupa más justificar el parentesco legal porque sus destinatarios son, en su mayoría, cristianos de procedencia judía. Claro que también habla de la intervención del Espíritu Santo en la concepción de Jesús: “María estaba prometida a José y, antes de vivir juntos, resultó que esperaban un hijo por la acción del Espíritu Santo”(Mt 1, 18). Dicho parentesco legal se atestigua, en que “recibió a su esposa y, sin tener relaciones conyugales, ella dio a luz un hijo, al que puso por nombre Jesús”(Mt 1, 24-25).
Claro que también Lucas hablará de José y, con ello, de la importancia de la ley para ubicar a Jesús en el contexto de la historia de Israel. El viaje que tuvieron que hacer José y María a Belén, tierra de David es para que Jesús fuera hijo de David y, por tanto, quedara ungido por los patriarcas, profetas y sabios, que habían hablado de él.
Esto era importante para que Jesús pudiera recibir todo el apoyo del Antiguo Testamento, de otro modo tendrían razón sus enemigos al considerarlo un blasfemo, que fue por lo que le dieron muerte. Todo, en los evangelios, está acomodado para proclamar a Jesús como Mesías e Hijo de Dios y, por lo tanto, rey de Israel.
María, también, se supo acomodar al proyecto de Dios, en eso está su mérito. La prueba más grande de esto, es la aceptación del don de la maternidad en circunstancias muy adversas. Dios incomoda sus planes, no es que María estuviera desocupada, estaba dada en matrimonio. Quererse casar es una decisión que involucra todo el ser de la persona y todas sus relaciones. Aceptar la propuesta de Dios significó replantear todo desde la raíz, más aún, arriesgar la propia vida. Pienso que, a veces, le quitamos mérito a María cuando pensamos que los ángeles o Dios le resolvían toda la vida y buscamos en ella puros milagros, en lugar de aprender su escucha de la palabra de Dios. “En realidad, no se puede pensar en la encarnación del Verbo sin tener en cuenta la libertad de esta joven mujer, que con su consentimiento coopera de modo decisivo a la entrada del Eterno en el tiempo”(VD 27).
El asunto es que María se ajustó a lo que necesitara Dios para llevar a cabo su obra de salvación. Si Jesucristo(el salvador) necesitó que María fuera la Inmaculada Concepción, María lo es; si necesitó que fuera la Madre de Dios o ser virgen antes, en y después del parto, María lo asumió. El dogma de la Asunción resalta la eficacia de la muerte y resurrección de Cristo y alienta nuestra esperanza de que también nosotros seremos llevado a la presencia de Dios. Podemos decir que María aceptó sufrir todos los títulos y misterios en su persona, para que Dios Yahvé manifestara su misericordia, “como lo había prometido a nuestros padres en favor de Abraham y su descendencia por siempre”(Lc 1, 55). Todo lo que decimos de María conviene a Cristo, a la Iglesia o a nuestra salvación.
“Ella, desde la Anunciación hasta Pentecostés, se nos presenta como mujer enteramente disponible a la voluntad de Dios. Es la Inmaculada Concepción, la ‘llena de gracia’ por Dios(Lc 1, 28), incondicionalmente dócil a la Palabra divina(L 1, 38). Su fe obediente plasma cada instante de su existencia según la iniciativa de Dios. Virgen a la escucha, vive en plena sintonía con la Palabra divina; conserva en su corazón los acontecimientos de su Hijo, componiéndolos como en un único mosaico(Lc 2, 19.51) (VD 27).
Lucas centra el anuncio del misterio de la encarnación en María y desde el diálogo con el arcángel Gabriel, nos presenta lo que a él le impresiona de la persona de Jesús, sobre todo que en él habita la plenitud de la divinidad. La grandeza de María consiste en que deja que resplandezca el rostro de Jesucristo con toda claridad. Algo parecido a lo que hizo Juan, sólo que María desde el interior del misterio de la encarnación. Ella no sólo lo señaló, sino que lo ofreció en una presencia viva, encarnada. Todos los títulos con los que parece que endiosamos a María, en realidad engrandecen a Jesús, como lo hemos visto en su virginidad. Se trata de una forma de decir que Jesús no es un profeta más, sino uno que es inocente de todo el pasado de la humanidad, porque Dios realiza una nueva creación en él por medio de su Espíritu.
Esto se reitera varias veces en el texto que meditamos. La iniciativa de salir al encuentro de María es de Dios, él es el que envía al ángel Gabriel. El ángel le anuncia a María que Dios quiere llevar a cabo su obra en ella, de hacer nacer a su Hijo. Todo lo que va a suceder es acción de Dios, por eso el que va a nacer será llamado Hijo del Altísimo y recibirá el trono de David. A este punto María colabora con su duda: – “¿cómo será esto, pues no tengo relaciones con ningún hombre?”(Lc 1, 34)- para que se reafirme el origen divino de Jesús. Se aclara que en ella va a actuar el Espíritu Santo, que es especialista en hacer presente a Dios en el mundo. El Espíritu Santo lo único que desea es llenar de Dios al mundo, que lo ha hecho definitivamente en Jesucristo y sigue buscando colaboradores. Él es el poder del Altísimo. Por la encarnación el mundo quedó invadido por Dios. Por todo esto, Jesús es ante todo el Hijo de Dios. Todo esto queda de manifiesto por la disposición de María: “Aquí está la esclava del Señor, que me suceda como tú dices”(Lc 1, 38).