HOMILÍA DE MONS. LUIS MARTÍN BARRAZA
DOMINGO II DE CUARESMA
(Lc 9, 28-36)
13 de marzo 2022
Empezamos la cuaresma siendo invitados por Jesús a purificar nuestra fe y nuestra vida. El miércoles de ceniza enunciaba dimensiones fundamentales de nuestra relación con Dios, como lo son el ayuno, la limosna y la oración. La constante era vivir estas obras de piedad a partir de lo profundo del corazón, sólo queriendo agradar a Dios y no buscando el reconocimiento de los hombres: “…y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará”(Mt 6, 4.6.18). Sabemos que Jesucristo privilegió el interior como el ambiente vital del acto de fe: “…lo que entra por la boca no mancha al hombre; lo que sale de la boca, eso es lo que mancha al hombre”(Mt 15, 11). Aun la limosna, que implica encuentro con los hermanos, es de suma importancia cuidar la intención con la que se hace, para que no quede en promoción personal. Sólo asegurando la conversión del corazón hacia Dios podremos vivir un testimonio y una caridad edificante hacia los hermanos. No es que haya querido privatizar la fe, sino poner las condiciones necesarias para hacerla fecunda.
El domingo pasado, por medio del ayuno, Jesús nos enseñaba a superar la forma idolátrica de relacionarnos con Dios, es decir, una fe en un “dios” que sería proyección de intereses egoístas, para ser movidos sólo por el amor a Dios: “Está escrito: Adorarás al Señor, tu Dios, y a él sólo servirás”(Lc 4, 8). El ayuno sólo tiene sentido si nos lleva a sentir hambre del Dios único y verdadero, y a la solidaridad con el prójimo. El tentador le proponía, a Jesús, una imagen idolátrica de Dios, que afectaría completamente su identidad de Hijo y lo desviaría de su misión. Esta es la peor de las tentaciones, distorsionar la imagen de Dios con sutilezas, fue la que condujo al pecado del principio(Gn 3, 4); y fue, también, la tentación de Israel por el desierto, fabricarse otros dioses: “El Señor dijo a Moisés: baja en seguida porque se ha pervertido tu pueblo, el que tú sacaste de Egipto,…pues se ha fabricado un becerro de metal fundido…”Ex 32, 7-8). Continúa siendo la tentación de nuestro tiempo, creer en el Dios que a cada quien le conviene. En nombre del único Dios cada quien le hace un altar a su propio Dios. La cuaresma es una invitación a purificar nuestra imagen de Dios a la luz de su palabra y la oración.
En este domingo toca el turno a la oración, como lugar del encuentro con el Dios vivo y verdadero, por el cual se debe estar dispuesto a ofrecer la propia vida. Jesús no “vocifera” en las sinagogas o en las esquinas de las plazas para ser visto(Mt 6, 5), sino que se abandona totalmente a la voluntad de su Padre, representada por la Ley(Moisés) y los Profetas(Elías). La verdad acerca de Dios resplandece en la persona de Jesús, que pone toda su vida al servicio de su proyecto de salvación, por eso somos invitados hoy a escucharlo. Jesucristo ha venido a purificar la imagen de Dios para que no sea manipulada en beneficio de algunos cuantos: “No conviertan la casa de mi Padre en un mercado”(Jn 2, 16).
Hoy, la liturgia de la palabra, nos presenta la fe de Abraham, simbolizada en aquel sacrificio de una ternera, una cabra y un carnero, una tórtola y un pichón. Precisamente con Abraham comienza la revelación del único y verdadero Dios, que va quedando de manifiesto en toda su forma de proceder, sobre todo en la renuncia que hace de su patria y su familia para ponerse en camino hacia la tierra prometida. Nos dice la primera lectura que “Abraham creyó lo que el Señor le decía y, por esa fe, el Señor lo tuvo por justo”. Abraham es el primer creyente en sentido estricto, el primero que respeta la trascendencia de Dios. Hasta entonces Dios había sido proyección de miedos y deseos humanos(animismos, antropomorfismos), por primera vez Dios se siente Dios en el mundo. En adelante Dios tendrá un único rostro y no uno diferente para cada necesidad del hombre. En Abraham se consagrará el “éxodo” como credencial de presentación del verdadero Dios. “Salir de la patria” “salir de sí mismos” es la identidad del creyente y la garantía de que creemos en el Dios de Jesús. En el evangelio Jesús hará resonar frecuentemente la palabra “sígueme”: “Una cosa te falta: vete, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres,…luego ven y sígueme”(Mc 10, 21).
Quien no está dispuesto al “éxodo” es un “enemigo de la cruz”, nos dice san Pablo, cuyo dios es el vientre. El vientre es incapaz de llenar las aspiraciones más profundas del ser humano. Si no nos postramos frente al verdadero Dios terminaremos hincándonos ante una “piedra” o un “palo”. Los ídolos despersonalizan, desestructuran la identidad y tienden a hacer caótica la convivencia social. No hace justicia a la grandeza de la vocación humana echar “lo santo a los perros, ni las perlas a los puercos”(Mt 7, 6). Sólo el amor revelado en la cruz de Jesús es capaz de “transformar nuestro cuerpo miserable en un cuerpo glorioso, semejante al suyo”, nos dice san Pablo. Y esto no sólo en la otra vida, sino desde ahora.
En el evangelio, los discípulos están escandalizados por el “éxodo” que Jesús les ha anunciado un poco antes de la subida al monte: “Dios no lo quiera, Señor; no te ocurrirá eso”(Mt 16, 22). Marcos dice que Pedro se puso a reprender a Jesús(Mc 8, 33). Aunque Lucas no insiste en el escándalo de los discípulos, de todos modos pone de manifiesto, en la trasfiguración, que la pasión es el camino de la resurrección. La presencia de Moisés y Elías dan testimonio de que Jesús va por el camino correcto, que en vez de escandalizarnos de él lo escuchemos.
Con el anuncio de su pasión a sus discípulos(Lc 9, 22), Jesús revela cómo debe ser adorado el único Dios y con ello su auténtico rostro. En la trasfiguración se vuelve liturgia todo el combate sostenido por Jesús con el mal en el desierto y con la muerte en su pasión. Jesucristo adora en la verdad y el Padre lo rescata declarándolo su Hijo muy amado. La liturgia debe recrear la existencia en el encuentro sincero con Dios. Así como en las tentaciones hay una “lucha de dioses”, el de Jesús y el del demonio, también ahora, en la trasfiguración está el Dios de Jesús y el de sus discípulos. Con su escándalo, los discípulos, se resisten al Dios que se revela en Jesús. En ellos está el Dios de la expectativa mesiánica del pueblo de Israel, que refleja la expectativa que casi todos tenemos, la tentación del Dios que nos afirme en nuestro anhelo de superioridad. Utilizar a Dios para dominar a los demás. Los discípulos ven afectados sus intereses en el perfil de servidor doliente de Yahvé, que Jesús les ha presentado.
La oración de Jesús resulta un sacrificio agradable a Dios su Padre, es un anticipo de su pasión y resurrección. El resplandor que brilla en su rostro y vestiduras corresponde a la sumisión total a los designios de su Padre, representados por la Ley y los Profetas. En ellos está contenido el culto que a Dios le agrada. Moisés y Elías hablan del éxodo que le esperaba a Jesús en Jerusalén. Por este acto de adoración perfecta quedará sellada la alianza nueva y eterna. Si el sacrificio de Abraham, nuestro padre en la fe, fue agradable a Dios, mucho más lo será el de Jesucristo, que se ofreció a sí mismo para enseñarnos la forma en que le agrada a Dios que lo adoremos. El sacrificio de Jesús está, ciertamente, en las heridas de su cuerpo, pero sobre todo en la entrega de su voluntad a los designios de Dios.
La liturgia sacramental es el lugar de la revelación de Dios en él: “Éste es mi Hijo, mi escogido; escúchenlo”(Lc 9, 35). La fe verdadera pasa por el conocimiento de Jesucristo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre si no es por mi”(Jn 14,6). La verdad acerca de Jesús resplandece en la oración y la escucha de la Palabra de Dios, o si se quiere, en la lectura orante de la Palabra, o en la eucaristía que encarna la Palabra. La trasfiguración es un acontecimiento hecho de Palabra y Sacramento; parece una eucaristía, donde se escucha la palabra y se recibe el misterio divino de Jesús, su cuerpo entregado y su sangre derramada, su éxodo. Lo que anuncian Moisés y Elías se comprende y se cumple en las palabras venidas del cielo y encarnadas en Jesús. Toda oración deberá ser un encuentro con Dios nuestro Padre, que nos revela su voluntad en Jesucristo, porque “nadie conoce al Hijo sino el Padre…”(Mt 11, 27).
La escucha de la palabra y la comunión con Dios a través del sacramento conforman el clima de oración ideal para comprender a Jesús. El corazón de los discípulos comienza a arder y recuperar la paz, como los discípulos de Emaús. Y ahora aceptan gozosamente el testimonio de la Escritura y del Espíritu. Busquemos momentos de intimidad con Dios que nos ayuden a superar el escándalo que nos causa su fidelidad hasta la cruz por amenazar nuestros intereses.