HOMILÍA DE MONS. LUIS MARTÍN BARRAZA
DOMINGO III DE CUARESMA
(Lc 13, 1-9)
20 de marzo 2022
La cuaresma es un tiempo de conversión, de buscar la fidelidad al proyecto de Dios en nuestras vidas. La conversión es, ante todo, un don hecho posible por la paciencia divina, que nunca pierde la esperanza de que demos frutos: “Señor , déjala por este año todavía…”(Lc 13, 8). Se trata de un movimiento constitutivo del ser humano que lo alumbra continuamente a su madurez. El deseo de conversión es la máxima perfección a la que podemos aspirar(Mt 5, 48), mientras peregrinamos por este mundo. Da razón de que alcanzamos a conectar con lo mejor de nosotros mismos, que no nos conformamos con la mediocridad. Cualquier perfección lograda será poca cosa frente a la llamada divina. Cuando presumamos que cumplimos todos los mandamientos de Dios desde muy pequeños, somos los más necios, porque siempre nos faltará una cosa: “Si quieres ser perfecto, ve, vende todo lo que tienes, dalo a los pobres para que así tengas un tesoro en el cielo, luego ven y sígueme”(Mt 19, 21). La autosuficiencia de sentirse acabado es el peor de los defectos, porque nos priva de desplegar toda la energía creadora que Dios ha puesto en nuestro corazón. La capacidad de hacer el bien no tiene límites en el ser humano, porque hunde sus raíces en la santidad de Dios. Es por ello que, la llamada a la conversión es en sí misma santa y una de las experiencias más gozosas del ser humano, porque tiene que ver con el acercarse a la “medida, apretada, rebosante en los pliegues de la túnica”(Lc 6, 36).
El hombre es un misterio de auto trascendencia: “nos hiciste Señor para ti y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en ti”(San Agustín). La mayor inquietud del ser humano es la vida divina que lo habita, que lo hace un continuo buscador de sí mismo; siempre será un inconforme, un rebelde de las grandes “utopías” que lo agitan. Lo que es, lo que tiene siempre es insuficiente para la vocación que lo acompaña. El dinamismo de la conversión refresca su sed de superar continuamente su humilde presencia. Algo esencial en el ser humano es el combate que sostiene consigo mismo para salir de su zona de confort. La “murmuración” de la que nos habla san Pablo, en la segunda lectura, es la resistencia a caminar hacia la tierra prometida. Hacia atrás está la esclavitud, hacia delante la libertad, las dos son problema. Es el dilema de todo ser humano, que se resuelve únicamente con la decisión de caminar hacia adelante, o sea la conversión.
La condición humana es de mendicidad frente al “banquete” de felicidad y amor que se vislumbra hacia el futuro. En el futuro está la solución a nuestra humilde existencia, a condición de trabajarlo en docilidad a la voluntad de Dios. Todos somos indigentes frente al sueño que Dios tiene para cada uno de nosotros. Antes de que nos humillemos unos a otros con la violencia y la explotación, ya experimentamos cierta indignidad frente a los ideales de la vida, que nos denuncian siempre nuestros límites; situación que se complica si nos los han inculcado tiránicamente, puede ser que nos sintamos hasta deprimidos. Así, el mayor tesoro que tenemos que debe dar sentido a la existencia, de aspirar hacia una vida más plena, puede agobiarnos.
El llamado a la conversión que, este domingo, nos hace Jesús es un gesto de profunda compasión hacia nuestra pobreza originaria. En lugar de condenar desde la gran conciencia de perfección que él conoce y vive, abre un camino de esperanza. Invitarnos a la conversión parece una agresión, porque supone denuncia de que algo falta, sin embargo es un gesto de misericordia, antes de que esta signifique perdón. Nuestro yo ideal nos acusa antes de que fallemos. Jesús nos invita a poner al servicio de nuestro proceso de maduración toda esta intuición de santidad que brota de nuestro interior. La conversión nos ayuda a sanar el sentimiento de indignidad que nos embarga, porque nos hace caminar en dirección a lo que debemos ser. Quien aprende el ritmo correcto de la conversión, ni rigorista, ni laxo, está en el camino de la vida y de la salvación. Estará siempre en contacto con la imagen de Dios que guarda en su corazón y tendrá la capacidad de rescatar los momentos más estériles de su vida.
Quien es capaz de cohabitar en medio de los grandes sueños de Dios y los niveles más frágiles de su existencia, ha aprendido el arte de vivir y estará por la senda de la salvación. Para poder vivir en esta armonía es indispensable la dinámica de la conversión. Estemos de cara a lo mejor o a lo peor de nosotros mismos requeriremos de estar en camino. Si de lo mejor, habrá que alcanzarlo, si de lo peor, habrá que transformarlo. Seguramente por eso Jesucristo comenzó su ministerio haciendo un llamado a la conversión: “El reino de Dios está llegando. Conviértanse y crean en el evangelio”(Mc 1, 15). No hay obra de misericordia más grande que ayudar a los hermanos a ponerse en contacto con el reino de Dios, es decir, con la vocación a la santidad inscrita en cada uno. Detrás de todo está el anuncio del rostro misericordioso de Dios que se ha revelado en Jesucristo.
El dinamismo pascual que nos disponemos a celebrar en la próxima semana santa, se hace realidad en nosotros por medio de la conversión. La Pascua de Jesucristo que celebramos por los signos propios de este tiempo, se hacen vida en nuestro corazón aspirando a la plenitud del amor expresado en la muerte y resurrección de Jesús. La liturgia de la palabra que meditamos este domingo nos anticipa la pascua como vivencia del corazón: paso de la muerte a la vida, del pecado a la gracia, del yo real al yo ideal. San Pablo y Jesucristo hacen una relectura de fe de acontecimientos vivido por el pueblo para sacar de ellos lo que consideran que es lo más importante: una advertencia para la propia vida: “Todo esto sucedió como advertencia para nosotros, a fin de que no codiciemos cosas malas como ellos lo hicieron”(1 Cor 10, 10). “…y si ustedes no se convierten, perecerán de manera semejante”(Lc 13, 5). San Pablo hace un recuento de la peregrinación del pueblo de Israel por el desierto, desde acontecimientos claves como el paso del Mar Rojo, la presencia de la nube que los guiaba, el maná y el agua que brotó de la roca. Todo esto lo interpreta como una sombra de la salvación en Jesucristo. Denunciando la murmuración y el pecado de los antepasados, nos invita a superar la incredulidad y rebeldía frente a la persona de Jesús, por medio del bautismo, la eucaristía y las Escrituras: “Todas estas cosas les sucedieron a nuestros antepasados como un ejemplo para nosotros…”(1Cor 10, 11). Rematando todo esto con un fuerte llamado a estar firme y a tener cuidado de no caer(1Cor 10, 12).
Todos los acontecimientos, pasados y presentes, están confabulados para ayudar a los seres humanos a sacar la mejor versión de sí mismos, esto sólo es posible a través de replanteamientos continuos de mentalidad y de actuación. Tal vez sólo el creyente tenga la astucia de poder sacar suficiente luz de la vida para trabajarse desde sus raíces más profundas. O, tal vez, sólo él pueda tener la humildad de reconocer la necesidad que tiene de estar en continua renovación. No se deja engañar por los cambios superficiales, por las modas o novedades, sino que siempre tiene necesidad de superar la auto referencialidad. Esto nos da idea, también, de lo importante que es la mirada creyente de la vida, es la única que nos puede confrontar con el misterio de nuestra más alta vocación.
Jesucristo, por su parte, no se deja distraer por lo que puede parecer una autojustificación, una provocación o un reclamo. ¿Por qué le habrán hecho este comentario a Jesús? Frecuentemente se platican las desgracias ajenas en un tono acusador, como sugiriendo que muy probablemente se deba a un castigo divino. Casi como diciendo ´parecían muy buenas gentes pero los alcanzó la justicia divina´. Y, especulando un poco, puede ser que nos sintamos más justos que ellos, porque no nos suceden cosas semejantes. La respuesta de Jesús muy bien pudiera estar saliendo al paso de esta autosuficiencia acusadora. Otra forma de enfrentar esta mala noticia por parte de Jesús, pudo ser “engancharse” con Pilatos y haber despotricado contra su tiranía y la de otras autoridades públicas. Resolviendo de esta manera se hubiera ganado el aplauso de la mayoría, que detestaba la tiranía romana, seguramente el de los fariseos y de los zelotes. Hay informaciones que tienen la intención de hacerlo apoyar una causa, sin que uno se dé cuenta. Jesús tampoco se fue por aquí. Por último, pudo haber sido un reproche contra la causa religiosa de Jesús. Cómo es que Dios siendo tan bueno y estando recibiendo culto de gente tan buena, pague de esta manera a sus fieles seguidores.
Cualquiera de esas interpretaciones al comentario hecho a Jesús, hubiera sido tema de un debate muy apasionado, sin embargo Jesús consideró que el tema más importante frente a esta noticia era hacer una llamada a la conversión. Jesús nos conoce y sabe que hacemos cualquier cosa para desviar la atención del problema fundamental de nuestra vida: la conversión.