HOMILÍA DE MONS. LUIS MARTÍN BARRAZA
DOMINGO IV DE CUARESMA
(Lc 15, 1-3.11-32)
27 de marzo 2022
El camino de cuaresma, que estamos recorriendo, en última instancia es un camino de conversión. El domingo pasado Jesús ponía directamente esta cuestión, cuando le comentaron sobre el asesinato de unos galileos por parte de Pilatos: “…y si ustedes no se convierten, perecerán de manera semejante”(Lc 13, 3. 5). Hoy el evangelio nos traza un itinerario ejemplar de cuaresma en “la parábola del hijo pródigo”. Aunque ordinariamente se le ha llamado así, el protagonista es el padre misericordioso, que retrata perfectamente el verdadero rostro de Dios. Lo específico del tiempo de cuaresma es la misericordia de Dios, que no se le acaban las ideas para proponernos su amor nuevamente. Estamos frente a la exposición más elocuente y profunda del misterio de Dios. El nombre de Dios es misericordia, nos dice el Papa Francisco. Y si tuviéramos que darle un nombre al hombre sería el de un ser necesitado siempre de conversión, esto por el simple hecho de ser creatura, pero, también, por el abuso que continuamente hace de su libertad. La vida del ser humano es un continuo retorno a la “casa paterna”, a su inocencia original.
Esta parábola, además de invitarnos a la compasión, ya que la dice por los escribas y fariseos que murmuraban porque Jesús convivía con pecadores y publicanos, nos urge a ser creyentes de verdad, es una prueba de fe. La fe es creer en Dios, pero no en cualquier Dios, sino en el que nos ha revelado Jesucristo. La fe es en última instancia en la misericordia de Dios o en el Dios misericordioso. Este pasaje nos revela cuál es el motivo de la mayor alegría de Dios: “…tenemos que alegrarnos y hacer fiesta, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado”(Lc 15, 32). A la luz de todo este pasaje tendremos que ver si somos capaces de soportar esta imagen que Jesús nos presenta de su Padre. No vaya a ser que busquemos el camino de Dios sólo por la esperanza que tenemos de que sacie nuestra sed de venganza. No es raro que alguno esté muy enojado con Dios porque no destruye a todos los malos de la tierra, principalmente a sus enemigos. Esto supone que nos ponemos del lado de los justos. Somos invitados, ahora, a ajustarnos nosotros al modo de ser de Dios, y no pretender que él se meta en nuestras dinámicas de odio y envidias. ¿O nos vamos a seguir molestando con Dios porque él es bueno?¿Acaso no puede él hacer con lo suyo lo que quiera?(Mt 20, 15).
La resurrección, que es el fundamento de nuestra fe, es el mayor signo de la misericordia de Dios. Precisamente, ella nos indica que “Dios nos reconcilió consigo por medio de Cristo… y renunció a tomar en cuenta los pecados de los hombres… Al que nunca cometió pecado Dios lo hizo “pecado” por nosotros”(2 Cor 5, 19-21). Frecuentemente se sospecha que el tema del pecado sea un instrumento de poder, que manipularía un sentimiento de culpa del que todos participamos. Sería como un “negocio redondo”, lastimar dicho sentimiento de culpa con un discurso religioso que anuncia un pecado original que se sumaría a los pecados personales, y termina llenando a las personas de remordimientos. Luego les venderíamos el perdón a través de todo el dinamismo eclesial. Generar pecadores para que algunos lucren con los sentimientos de culpa suena perverso.
La palabra de Dios, hoy, desmiente todos estos infundios, enseñándonos el centro de la fe: la alegría de la conversión. Desde el evangelio podemos ver que Jesús trata el tema del pecado en su justa dimensión. Antes que acusar responde a quienes pretenden condenar a sus hermanos. Tanto Jesús como san Pablo son unos maestros en presentar la gravedad del pecado. San Pablo lo dice con una crudeza que pude escandalizar: “al que no cometió pecado Dios lo hizo pecado”. Esto suena a darle demasiada importancia al pecado, parece haber tenido poder sobre el Hijo de Dios. Asociar a Jesús con el pecado es darle demasiada importancia, sólo que hay algo más grande que la seriedad del pecado, el movimiento del amor que hace compartir la condición de los pecadores. Se trata más de una declaración de amor que de una acusación. Es como esas historias de amor, que conocemos, en las que el amante pierde todos sus títulos, su dignidad, va contra sí mismo, con tal de rescatar o enaltecer al amado.
¿Qué negocio es el denunciar el pecado de alguien, por el cual al final vamos a salir fiadores de sus delitos? ¿Qué gana Dios con acusarnos si termina pagando la deuda? Pareciera retórico el tema del pecado visto desde la palabra de Dios, una forma pedagógica de hacernos comprender el amor de Dios: “¿Quién acusará a los elegidos de Dios, si Dios es el que salva? ¿Quién será el que condene, si Cristo Jesús ha muerto, más aún, ha resucitado y está a la derecha de Dios intercediendo por nosotros?”(Rom 8, 33-34). Esto no quita gravedad al pecado pero no es el centro de la cuaresma ni del anuncio cristiano. No es el discurso religioso el que inventa la culpa, esta habita en el corazón del hombre. La lectura creyente la dignifica, no negándola, sino poniéndola al servicio de una experiencia vital para la existencia humana, la del amor absoluto e incondicional de Dios: “Pero cuanto más se multiplicó el pecado, más abundó la gracia…”(Rom 5, 20).
Claro que la mayor elocuencia para presentarnos el rostro misericordioso de Dios la tiene Jesucristo. En la parábola que meditamos Dios pierde toda su autoridad y dignidad frente a sus hijos. El amor lo ciega para no ver los pecados de los hombres: “El corazón me da un vuelco, todas mis entrañas se estremecen. No me dejaré llevar por mi gran ira… porque yo soy Dios, no un hombre…”(Os 11, 8-9). Sólo frente a esta imagen de Dios hace la denuncia más incisiva de la condición pecadora del ser humano. No se trata de una persona en particular, es el retrato universal del pecado en la persona de los dos hijos. El drama del “hijo pródigo” y del “hijo mayor” nos acecha a todos. Nuestra relación con Dios puede ir degenerando en un comercio, o peor aún, en un chantaje. Ambos hijos dejaron de serlo y comenzaron a relacionarse con un “usurero” que abusaba de ellos. Estamos frente al drama de la libertad que, mal entendida, fácilmente se siente Oprimida.
El hijo menor llegó a sentirse profundamente humillado por los cuidados de su padre, los sentía como una invasión a su dignidad. Por ello, consciente o inconscientemente, llega a desear la muerte de su padre al pedirle la parte que le tocaba de la herencia, ya que esta se repartía sólo después de la muerte del padre. Se puede interpretar esta petición como como un reproche porque se sentía “sangrado” a cambio de unos miserables cuidados; como si el padre asfixiara su libertad con el pretexto de brindarle seguridad. El mensaje de aquel hijo es que lo mejor que podía hacer su padre por él era morirse. ¡Y pensar que esto sucede en la vida real! Altaneramente consideró que podía organizar por sí mismo su libertad, pide que le sea entregada su vida, para dar a todos una catedra de lo que es la felicidad. Hasta podemos imaginar que salió de su casa dando un fuerte portazo, pensando o diciendo: aquí no regreso ni muerto.
El hijo mayor no tuvo el valor para huir, sólo eso le falto, porque de corazón también se había ido de casa. No tenía la confianza de considerar suyo lo de su padre, era más fácil una relación utilitaria con él que amarlo(Lc 15, 31). Su padre y su hermano más bien eran rivales. Prefería vivir del rencor por lo que supuestamente se le debía que participar de la fiesta de la familia, en la que nadie pierde su dignidad pase lo que pase. Ese personaje retrataba muy bien a los escribas y fariseos que escuchaban a Jesús. No sentían a Dios como un padre, sino que lo utilizaban para desahogar sus sentimientos de superioridad. Contaminada la relación con Dios de intereses egoístas, le sigue la destrucción de la fraternidad, el hombre se hace lobo del mismo hombre: surgen los abusos contra la vida, las múltiples formas de violencia, la destrucción del medio ambiente, la distribución injusta de los bienes de la tierra, la explotación de las personas de diferentes formas y la sed desenfrenada de ganancia(Papa Francisco). Sin una sana experiencia de paternidad de Dios la fraternidad queda en ruinas.
Pero toda esta denuncia tan aguda del pecado no es para dejarnos con el mal sabor de boca a condenación, sino que humildemente nos abramos al Dios que nunca se cansa de esperar nuestro regreso. Fue el calor de la casa paterna la que infundió un “chispazo” de dignidad a aquel hijo que estaba al punto del suicidio. El recuerdo bien enraizado en su corazón de la ternura de su padre, lo hizo despertar de aquel sueño de muerte. Desde aquella mirada dignificante que permaneció fiel siempre con él alcanzó a sentir pena liberadora de sí mismo, no era justo ver pisoteada la imagen de su padre en él de esa manera. Entonces toma la firme determinación de vencer su orgullo y emprender el regreso a casa.