HOMILÍA DE MONS. LUIS MARTÍN BARRAZA
DOMINGO V DE PASCUA
(Jn 13,31-35)
15 de mayo de 2022
Seguimos contemplando y celebrando el misterio de la resurrección de Jesús. El texto que meditamos nos hace pensar en su sacramentalidad por medio de la eucaristía. Todo lo que escuchamos en el evangelio del día de hoy sucede en la última cena. Ya sabemos que san Juan no narra el rito de la institución de la eucaristía, sino que la aborda desde su significado vivencial: “Les he dado ejemplo, para que hagan lo mismo que yo he hecho con ustedes”(Jn 13, 15). Si atendemos a la corrección que hace san Pablo a los Corintios por las divisiones que se daban al celebrar la última cena y la insistencia de san Juan en la caridad al prójimo, es muy probable que ya hubiera un divorcio entre los rituales y la vida: “…me he enterado de que, cuando se reúnen en asamblea, hay diversos grupos entre ustedes”(1Cor 11, 17). Ahora, nos invita a meditar en el mandamiento del amor como sacramento de la resurrección. Esto nos sugiere que existe una estrecha relación entre resurrección y eucaristía en cuanto sacramento del amor. En san Juan, Jesús “vuelve a instituir” la eucaristía ya no desde el rito, sino desde la animación de la caridad: “Les he dado ejemplo, para que lo que yo he hecho lo hagan también ustedes”(Jn 13, 15).
En todas las religiones ha existido siempre el riesgo de reducir la relación con Dios a las devociones, a los actos de piedad, al culto. El riesgo del divorcio fe vida se ha encontrado desde siempre. Aún en el judaísmo que nace como una religión muy histórica, que reconoce la presencia de Dios en los acontecimientos, en la naturaleza, en el prójimo, no se escapó de caer en el ritualismo, en el formalismo, que en vez de aportar a la construcción de una convivencia fraterna, contribuyó a la inequidad y a la injusticia. La ley, proclamada por Moisés, dedica los tres primeros mandamientos del decálogo al amor a Dios y los demás al amor al prójimo(Dt 5, 6-21). Y, no obstante, que el amor al prójimo ya había sido decretado desde el Antiguo Testamento y puesto en relación con el amor a Dios(Lv 19, 18), esta conciencia se fue diluyendo poco a poco hasta llegar a la época de los profetas, donde la religión se convirtió en un negocio de unos cuantos, carente de compasión y de caridad: “Odio y desprecio sus fiestas, me disgustan sus celebraciones. Me presentan holocaustos y ofrendas, pero yo no los acepto ni me complazco en mirar sus sacrificios de novillos gordos”(Am 5, 21-22).
En nuestro tiempo hay muchas personas que se escandalizan con la orientación profética que el Papa Francisco está dando a la misión de la Iglesia, apoyando causas de justicia social, donde, quizás, no estábamos acostumbrados a verla tan comprometida. Hay quien prefiera el formalismo adormecedor de las conciencias que se hace cómplice del orden establecido. No en vano los movimientos de trasformación, históricamente, han puesto a la Iglesia del lado de los que luchan por la conservación; lo más seguro es que no tengan la razón pero habrá que preguntarnos por qué ha sido así, porque en nombre de ello la combaten. Es cierto, también, que para muchos la iglesia siempre será conservadora, porque defiende los valores perennes del evangelio: “Dichosos los perseguidos por hacer la voluntad de Dios…”(Mt 5, 10).
La eucaristía era la cena celebrada por los judíos para conmemorar la liberación de Egipto y que Jesucristo transformó en el sacramento de la liberación de la esclavitud del pecado, por medio de su muerte y resurrección. En la eucaristía Jesús nos narra su entrega como signo del amor más grande: “el de dar la vida por sus amigos”. El pan es el cuerpo entregado de Jesús, el vino es su sangre derramada. Todo esto lo leemos entre líneas en el texto que meditamos, donde Jesús instituye su amor. Este amor, antes que ser algo que pide a sus discípulos: “…que se amen los unos a los otros…”, es un don: “…como yo los he amado”(Jn 13, 34). Aunque la exigencia va por delante, somos invitados a fijarnos primeramente en el don: “El amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo como víctima por nuestros pecados”(1 Jn 4, 10). La resurrección es la confesión de amor más conmovedora de Dios por nosotros, porque lo hace desde la sangre de su Hijo amado, por eso llegará a decir san Pablo: “Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no perdonó a su propio Hijo, antes bien lo entregó a la muerte por todos nosotros, ¿cómo no va a darnos gratuitamente todas las demás cosas juntamente con él?(Rom 8, 31-32).
La resurrección es la revelación del amor hasta el extremo(Jn 13, 1). La lucidez y la libertad con que Jesús enfrente su muerte resultan un escenario perfecto para la actuación del amor más desinteresado que ha existido. ¿Qué otra cosa puede explicar la interpretación que hace Jesús de la traición de Judas como “glorificación”: “Ahora va a manifestarse la gloria del Hijo del hombre, y Dios será glorificado en él”(Jn 13, 31). En otro momento Jesús había dicho: “El Padre me ama, porque yo doy mi vida para recuperarla de nuevo. Nadie tiene poder para quitármela; soy yo quien la doy por mi propia voluntad”(Jn 10, 18). La “glorificación” frente a la muerte sólo se puede explicar estando de por medio el amor a Dios y a los hermanos. El que ama vence a la muerte, nos dice san Juan en su primera carta(1 Jn 3, 14). Jesús ya había invitado a sus discípulos a vivir desde la dignidad del amor todas las contrariedades de la vida, como la muerte que está por enfrentar: “Ahora que tengo miedo ¿le voy a decir a mi Padre? ¿Padre líbrame de esta hora? De ninguna manera, porque para esta hora he venido. Padre glorifica tu nombre”(Jn 12, 27). Antes de esto ha explicado la dinámica del amor con la imagen del grano de trigo que cae en la tierra, “si no muere queda infecundo, pero si muere da mucho fruto”(Jn 12, 24). Traducido esto a la vida cotidiana significa que “quien aprecie su vida terrena, la perderá; en cambio, quien sepa desprenderse de ella, la conservará para la vida eterna”(Jn 12, 25).
La única forma de vencer al mundo y sus contradicciones, incluida la muerte, es estar en esos escenarios animados, exclusivamente, por el amor verdadero. Quien pretenda salvarse desde la astucia del egoísmo será humillado. El amor resplandece mejor desde el Señorío de Jesús sobre los acontecimientos que se le vienen encima. Sólo la lógica del amor explica que acontecimientos tan absurdos puedan ser interpretados como glorificación. La libertad frente a la traición de Judas y la negación de los discípulos y decidir amar y perdonar nos recuerdan las enseñanzas de Jesús sobre el verdadero amor: “Pero yo les digo: Amen a sus enemigos y oren por quienes los persiguen… Porque si aman a quienes los aman, ¿qué recompensa merecen?”(Mt 5, 44.46). La libertad para no cobrar deudas ni ofensas, procediendo un poco más allá de la justicia, tiene un poder seductor fascinante, aunque uno se siente incapaz de poder cumplir con ello: “Pero yo les digo que no enfrenten al que les hace mal; al contrario, a quien te abofetea en la mejilla derecha, preséntale también la otra; al que te demande para quitarte la túnica, dale también el manto…”(Mt 5, 39.40). Estas enseñanzas de Jesús, no dejan de dar razón de la fuente de amor de la que proceden.
La resurrección es la glorificación a la que se refería Jesús, en verdad el camino del amor es el camino de la dignificación del ser humano, a condición de dar gloria a Dios cumpliendo sus mandamientos. El Papa Benedicto nos recuerda que “amor a Dios y amor al prójimo se funden entre sí: Las grandes parábolas de Jesús han de entenderse a partir de este principio. El rico epulón(Lc 16, 19-31) suplica desde el lugar de los condenados que se advierta a sus hermanos de lo que sucede a quien ha ignorado frívolamente al pobre necesitado. Jesús, por decirlo así, acoge este grito de ayuda y se hace eco de él para ponernos en guardia, para hacernos volver al recto camino”(DCE, 15).
El Papa Benedicto va aún más lejos cuando dice: “Amor a Dios y amor al prójimo son inseparables, es un único mandamiento: en Dios y con Dios, amo también a la persona que no me agrada o ni siquiera conozco. Esto sólo puede llevarse a cabo a partir del encuentro íntimo con Dios… Entonces aprendo a mirar a esta otra persona no ya sólo con mis ojos y sentimientos, sino desde la perspectiva de Jesucristo… Al verlo con los ojos de Cristo, puedo dar al otro mucho más que cosas externar necesarias, puedo ofrecerle la mirada de amor que él necesita. Si en mi vida falta completamente el contacto con Dios, podré ver siempre en el prójimo solamente al otro, sin conseguir reconocer en él la imagen divina. Por el contrario, si en mi vida omito del todo la atención al otro, queriendo ser sólo ‘piadoso’ y cumplir con mis ‘deberes religiosos’, se marchita también la relación con Dios”(DCE, 18).