DOMINGO XIII ORDINARIO
HOMILÍA DE MONS. LUIS MARTÍN BARRAZA
Domingo 27 de junio 2021
(Mc 5, 21-43)
“El creyente es el que tiene el atrevimiento de reconocer la fragilidad o contingencia más profunda de su ser, ser humilde y darse cuenta de que es un peregrino que está de paso por este mundo”.
En el episodio de la tempestad calmada por Jesús, el domingo pasado, fuimos testigos del choque entre el protagonismo humano y el de Dios en la búsqueda de salvar el mundo. El episodio de la barca hundiéndose retrata bien el drama de la existencia humana: el hombre se adueña del mundo, excluye a Dios de su caminar, con su liderazgo provoca un desastre, crea una pandemia, guerras, hambre, divisiones y cuando está por hundirse acusa a Dios de ser un inútil porque no hace nada para poner remedio a las cosas. Primero niega las realidades de la fe y se acuerda de Dios, como los discípulos, sólo para reclamarle y echarle en cara que no sirve para nada. Jesús con su respuesta: “hombre de poca fe, ¿por qué dudaron?, les reclama su protagonismo torpe y autosuficiente, los responsabiliza de la situación.
En el texto que meditamos, después de haber visitado tierra de paganos, Jesús, regresa a su casa e inmediatamente es solicitado para curar a una niña que está a punto de morir, hija de Jairo jefe de la sinagoga. Mientras va por el camino sana a una mujer que padecía flujo de sangre, desde hacía doce años. Enfermedad y muerte son la expresión más clara de que el hombre no es Dios, que le falta algo. No debería esperar a ser obligado por sus limitaciones para creer, pero en la práctica son los argumentos de fe más contundentes. Ser creyentes a fuerza de golpes no es la mejor forma de agradar al Señor. El camino correcto debería de ser la experiencia de la generosidad de Dios en la obra de la creación y en su palabra, sin embargo esto no logra hacernos tomar con toda la seriedad debida la voluntad de Dios en nuestras vidas. Lamentablemente esperamos a que la vida nos enseñe que somos limitados, es algo que sabemos pero necesitamos que toque nuestra carne para reaccionar. La palabra de Dios nos invita a tomar conciencia de nuestra condición mortal, para actuar con sensatez.
Podemos aprovecho, ésta vez, la oportunidad que nos presenta los textos, de hablar de estos dos indicadores de la fragilidad humana, como son la enfermedad y la muerte, para entrar en la actitud del sabio de la primera lectura y de la comunidad de Marcos. San Pablo nos traza el movimiento de Cristo: nos enriquece con su pobreza. La contingencia de la creación, especialmente, del ser humano han sido siempre una fuente inagotable de reflexión, que le ha dado sabiduría para ubicarse en su existencia. El sabio de la primera lectura se reconcilia activamente, no resignadamente, con la muerte. Paradójicamente, a pesar de tantos signos de muerte, se afianza en su fe en la vida, en su confianza en el Dios de la vida. En lugar de sumarse a la cultura de la muerte que lo lastima continuamente confiesa su fe en el proyecto de Dios: “…Dios no ha hecho la muerte, ni se complace en el exterminio de los vivos. Él lo creó todo para que subsistiera, y las criaturas del mundo son saludables; no hay en ellas venenos de muerte” (Sab 1, 13-14). Sabe dar a cada cosa su lugar: ni pesimismo, ni triunfalismo. No se desanima del protagonismo del bien, a pesar de las adversidades, ni pierde el sentido de la realidad que siempre es compleja. Le da a cada cosa su valor: lo que Dios ama es la vida, pero no se puede negar que hay un actor que abusivamente, “por envidia” seduce el corazón del hombre contra la vida.
Es tanta la confianza del sabio en la fidelidad de Dios a su proyecto de vida, que se da el lujo de refinar su reflexión en dirección a la contingencia, a la pequeñez del hombre, pero no para caer en el pesimismo, sino para afirmarse en su fe que vence a la muerte y supera la enfermedad. Cuestiona a los “profetas del desastre” a los “filósofos de la nada”, que promueven la auto aniquilación diciendo: “Corta y triste es nuestra vida… Vinimos al mundo por obra del azar, y después será como si no hubiéramos existido… Se olvida con el tiempo nuestro nombre, y nadie se acordará de nuestras obras…Así pues, disfrutemos de los bienes presentes, gocemos de las criaturas con pasión juvenil. Embriaguémonos de vinos exquisitos y perfumes, que ni una flor primaveral se nos escape…Aplastemos al justo indefenso, no tengamos compasión de la viuda ni respetemos las canas del anciano” (Sab 2, 1-7; 2, 1)). Frente a todo este pesimismo el Sabio proclama la resurrección del justo: “Sin embargo, las almas de los justos están en las manos de Dios, y ningún tormento los alcanzara” (Sab 3, 1).
Frecuentemente la conciencia de los límites de la existencia humana no son tratados en su justa dimensión: o nos llevan a la negatividad, a la depresión, al nihilismo, o nos conducen a la indiferencia frente a ellos, a ignorarlos y a construir mundos ideales, espiritualismos, fideísmos desencarnados. El creyente es el que tiene el atrevimiento de reconocer la fragilidad o contingencia más profunda de su ser, ser humilde y darse cuenta de que es un peregrino que está de paso por este mundo. Pero también es consciente del poder más fuerte del amor de Dios que lo sostiene en medio de todos los abismos que lo rodean. Experimenta su vida como un milagro, como un don, porque sabe que a pesar de que no existía y no existirá después, ¡sorpresa! Ahora existe. ¡Qué maravilla, existir sin ser necesario absolutamente! Jesús es la Sabiduría encarnada que sabe tratar las heridas más grandes del alma y del espíritu humano con la mayor compasión. Algo hay de natural en la molestia de tirar sangre por aquella mujer que se acerca discretamente a Jesús. Pero en aquella mujer esto adquiría dimensiones enfermizas. Pero la mayor parte de la enfermedad estaba en la interpretación que se hacía de aquellas hemorragias: es impura. Esto la condenaba al aislamiento total. No merecía andar entre la gente. De por sí era invisible en cuanto mujer, que dependía totalmente de las necesidades del varón. Su enfermedad justificaba esa marginación y aún más. En este caso la sabiduría de Jesús no consiste en un discurso, sino en dejarse tocar, en ser todo él “a tiempo y a destiempo” fuente de salvación. Las únicas palabras que dice Jesús no son para explicar, sino para ayudarle a tomar conciencia de la belleza que haya en su corazón y declararla en libertad: “Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz; estás liberada de tu mal” (Mc 5, 34).
Esta fue la respuesta de Jesús al homenaje que le brinda aquella mujer con su tocamiento lleno de confianza. No reclamó atenciones, más bien quería pasar inadvertida. No pretendía molestar. Su fe suplía todos los signos de la religiosidad, le bastó el mínimo contacto, sin embargo era consciente de que debía tocarlo. En realidad era mucha la gente que tocaba a Jesús, como le contestan los discípulos. No basta con arremolinarse en torno a Jesús, es necesario tener toda la intención. Podemos estar tocando a Jesús con todas las prácticas religiosas, pero si no lo sentimos con el corazón no nos servirá de mucho. Un acto de fe verdadero siempre conmoverá el corazón de Dios. Jesucristo se regocija en aquel acto de fe que no pone muchas trabas, que no pone condiciones. Es por ello que Jesús le reconoce su fe. Esta mujer “se levantará en el juicio contra los hombres de esta generación y los condenará”, porque le bastó la punta del manto de Jesús(Lc 11, 31).
No menos delicado fue el tratamiento que Jesús da a la herida de muerte que sufre Jairo. Sin prejuicios porque Jairo pertenecía al judaísmo oficial, Jesús se fija en la sinceridad de su corazón. Tal vez Jesús valoró que Jairo no actuó como Nicodemo, a escondidas para salvar su puesto en el judaísmo. Seguramente no era de los más importantes del judaísmo este jefe de la sinagoga, pero es impactante la imagen de postrarse a los pies de Jesús y suplicarle con insistencia; tal vez algo tuviera que perder también. Jesús no renuncia a la esperanza, aun frente a la muerte y dice a Jairo: “No temas; basta con que sigas creyendo” (Mc 5, 36). Esta será siempre la respuesta de la fe frente a todo lo que esté muerto. Jesús sigue sembrando palabras de esperanza en medio de las tempestades de la vida.
Nuevamente Jesús sorprende con su reprocha a la falta de fe de quienes lloraban y daban gritos por la muerte de la niña y recibe la incomprensión de ellos. Como en la barca sacudida por la tempestad, se da el conflicto entre la mirada de Jesús y la mirada del mundo. Jesús denuncia la lectura tan pesimista de la vida y sobre todo el que no se quieran abrir a su mensaje. Nos queda claro que Jesús no fue insensible al dolor causado por la muerte, él mismo lloró por la muerte de su amigo Lázaro, sino que denunció el cerrarse a las palabras de la fe. Tal vez no sea la respuesta que nosotros esperamos, como le sucedió a Martha y María(Jn 11, 21. 32), pero no dejará de arrojar luz sobre la oscuridad de la muerte. Permitamos a Jesús ayudarnos con nuestra caducidad, siempre tiene una palabra de vida.