HOMILÍA DE MONS. LUIS MARTÍN BARRAZA
DOMINGO XIV ORDINARIO
3 de julio de 2022
Los domingos pasados hemos hablado de quién es un discípulo de Jesús, ciertamente, quien sabe responder: “el Mesías de Dios”, pero sobre todo quien antepone el Reino de Dios a todos sus “groseros” intereses. Quien le echa encima a Dios sus “neuróticas” obsesiones de seguridad(“nido”, “madriguera”), no es digno del reino de los cielos. Sólo quien aprende a vivir desde los valores del Reino todas sus relaciones, sus miedos, sus fortalezas, sus necesidades más legítimas, podrá ser discípulo de Jesús. Se trata de un reino tan celoso de la vida que fácilmente percibe el olor a muerte a su alrededor(“deja que los muertos entierres a sus muertos”). Ponerse tras el Reino de Dios y voltear hacia atrás es una ofensa muy grave, porque todo debe ser “basura” con tal de ganar a Cristo(Flp 3, 8). Por eso “todo el que empuña el arado y mira hacia atrás no sirve para el reino de Dios”. El discípulo de Jesucristo no desea otra cosa que conocerlo a Él y el poder de su resurrección, el resto es nada. En el discipulado está inscrito el dinamismo de la misión: “La intimidad de la Iglesia con Jesús es una intimidad itinerante, y la comunión se reviste esencialmente en forma de comunión misionera”(EG, 23).
Una vez visto el seguimiento de Jesús desde sí mismo, ahora se nos invita a releerlo desde la misión. Se trata del discipulado visto desde la misión, salir sin dejar de estar con Jesús. En el capítulo 9, Jesús, había enviado a los doce apóstoles, en un espíritu muy semejante al que ahora infunde en los setenta y dos: no llevar nada para el camino, expulsar demonios y curar, no negociar el evangelio para hacerlo popular, la misión tiene un valor en sí misma que no dejará de cumplirse. La condición para que esto suceda será que el apóstol se mantenga fiel a las enseñanzas de Jesús. El éxito de la misión no está en la conversión de toda la gente, sino en que el discípulo confíe ciegamente en la fuerza transformadora del evangelio. De entrada no importa si los demás no creen, sino que el apóstol esté convencido de la eficacia de la palabra de Dios: “Pero no se alegren de que los demonios se le somete. Alégrense más bien de que sus nombres están escritos en el cielo”(Lc 10, 20). La misión se juega en el discipulado.
Inmediatamente, al terminar este pasaje, Jesús hará un acto de fe en la presencia del Reino de Dios que trabaja irrevocablemente en el corazón de los sencillos: “Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque habiendo ocultado estas cosas a los sabios y prudentes, la revelaste a los pequeños. ¡Sí, Padre, porque así te ha parecido bien!(Lc 10, 21). Es cierto que Jesús exclama estas palabras frente al “éxito” de la misión de los setenta y dos, pero más que euforia por las estadísticas lo es porque siente la fidelidad del amor de Dios. Se alegra no por el conocimiento que tenga la gente de él, que, un poco antes, han dado muestras de no entenderlo muy bien, ni siquiera sus discípulos, sino de que las cosas van sucediendo conforme a la voluntad de Dios. De este modo nos enseña a ser discípulos, como él lo es de Dios su Padre: “Nadie conoce al Hijo, sino el Padre, como nadie conoce al Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar”(Lc 10, 22). El verdadero conocimiento de Jesús está muy lejos de ser realidad en ese momento, sólo el Padre lo conoce. Sin embargo hay signos de ese conocimiento de Dios en los humildes. Sin la capacidad de leer la presencia de Dios en muchos pequeños signos, la misión es incomprensible y, tal vez, insoportable, porque nada tiene que ver con los criterios de la cultura de eficiencia que vivimos. En estricto sentido no hay mucho que celebrar, porque la gente seguirá apegada a la expectativa mesiánica vulgar, que necesitará de la cruz y la resurrección para creer de verdad. Y sin embargo el “Discípulo del Padre” magnificará todo aquello diciendo: “¡Dichosos los ojos que ven lo que ustedes ven! Yo les digo que muchos profetas quisieron ver lo que ustedes ven y no lo vieron, y oír lo que ustedes oyen y no lo oyeron”(Lc 10, 23-24). Estamos en el corazón del discípulo misionero.
De entrada, hay un gran celo por las “almas”: “La cosecha es mucha y los trabajadores pocos”. Sólo quien tiene el corazón de Jesús podrá sentir el apremio del sufrimiento y el desamparo de la gente. Seguramente se trata de una referencia a las cantidades, pero se puede entender también como el ejercicio de la compasión que hace a Jesús ver a las multitudes como ovejas sin pastor(Mc 6, 34). Sin duda que habría mucha atención religiosa para aquella gente, pero no un pastoreo desde sus aspiraciones más profundas. Esto implicaba una mirada respetuosa sobre cada persona, la mirada de Dios sobre ellas, para no darle “limosnas” que tranquilizan mi conciencia, sino lo que verdaderamente necesitan conforme al proyecto que Dios tiene para cada uno. Desde una mirada superficial y reductiva del ser humano podemos sentir que todos están atendidos con los programas sociales que hay o con la pastoral de mantenimiento que tenemos. Sin embargo, desde la mirada de Jesús “los campos: ¡ya están maduros para la siega! El segador recibe su salario al recoger el fruto para la vida eterna; de modo que el sembrador y segador se alegran juntos”(Jn 4, 35-36), es decir: “¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!”(1 Cor 9, 16). Estas palabas las dice Jesús a sus discípulo, cuando acaba de sembrar la semilla de la fe a la mujer samaritana. En aquel clamor que sale de lo profundo del corazón de Jesús: ¡Dame de beber!(Jn 4, 7) está expresado el conocimiento del drama humano desde el plan de Dios. Jesús siente necesidad de la fe de aquella mujer, no de que adopte unas prácticas religiosas, sino que se reconcilie con ella misma y experimente una alegría que no pueda ocultar y contagie a otros(Jn 4, 29). Esto nos recuerda las palabras del Papa Benedicto, en Aparecida: “Sólo quien reconoce a Dios, conoce la realidad y puede responder a ella de modo adecuado y realmente humano”(DI.). Sólo quien tiene la mirada de Dios y los sentimientos de Jesús, podrá asomarse a las profundidades del corazón del hombre y darse cuenta que hay mucho por hacer. Un corazón egoísta, superficial, tal vez permanezca desempleado, porque mira las cosas desde sus propios intereses y el negocio está más o menos atendido. Es necesario pedir al dueño de la mies que envíe trabajadores que vayan realmente en su nombre.
“Ponerse en camino” significa entrar por los criterios del evangelio. Jesucristo es el camino(Jn 14, 6), deberemos de seguirlo para llegar al Padre. No cualquier salida o movimiento nos pone en camino si no es el que ha trazado Jesús. Si seguimos el evangelio de Jesús nuestra condición en el mundo será la de “corderos en medio de lobos”. Las condiciones del discipulado y de la misión se encuentran: “las zorras tienen madrigueras, los pájaros nidos, el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza”. ¡Cuidado con el afán de poder! Mata de raíz la misión. Puede ser que demos muchas cosas, técnicas y asesorías, pero si no damos a Jesucristo los seguimos dejando en su pobreza. Y no se trata sólo del poder material, sino de todas las sutilezas del poder, esas que sin darnos cuenta nos tienen en los abusos de conciencia, económicos y demás. Hay muchas formas, casi imperceptibles, de apegarse a las cosas, de poner la confianza en los ídolos. Los que repetimos una y otra vez “no tengo oro ni plata”(Hech 3,6), siendo que a veces es lo único que tenemos y no damos el nombre de Jesucristo. Como si aquellas palabras de Pedro fueran en nosotros más bien una estrategia recaudatoria. San Pablo nos da un buen testimonio de la centralidad de Jesucristo: “No permita Dios que yo me gloríe en algo que no sea la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por el cual el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo”(Gal 6, 14). No se trata de espiritualismo sino de asumir el mundo desde Jesucristo.
De nada sirve “recorrer mar y tierra para ganar un adepto, si luego lo hacemos más digno de condenación que nosotros mismos”(Mt 23, 15). “Siempre hace falta cultivar un espacio interior que otorgue sentido cristiano al compromiso y a la actividad. Sin momentos detenidos de adoración, de encuentro orante con la Palabra, de diálogo sincero con el Señor, las tareas fácilmente se vacían de sentido, nos debilitamos por el cansancio y las dificultades, y el fervor se apaga”(EG, 262).
El signo inconfundible de que se es portador de la misión de Jesús es la paz. La paz es el anuncio de la resurrección(Jn 20, 19). El Reino de Dios está operando en medio de nosotros, no obstante todas las adversidades. La paz no es ausencia de guerra, sino la certeza de que Cristo es nuestra paz, que ha venido a destruir el odio que divide a la humanidad(Ef 2, 14). La paz fundamental consiste en ponernos en armonía con el proyecto de Dios. La guerra en el mundo nos denuncia que hace falta la misión de Jesús