HOMILÍA DE MONS. LUIS MARTÍN BARRAZA
DOMINGO XXII ORDINARIO
Domingo 29 de Agosto 2021
(Mc 7, 1-8.14-15.21-23)
Ya en los discursos del Pan de vida y eucarístico, que meditamos los domingos pasados, se vislumbraba el deseo de san Juan de superar un mero ritualismo en la celebración de “la fracción del pan”, insistiendo en su interioridad que consiste en creer en Jesús y en el amar al prójimo como él nos ha amado. San Juan nos habló más del significado de la eucaristía que del rito. Comentábamos que desde el sacramento que retrata con más claridad nuestra fe, afronta la mayor amenaza para los creyentes, el divorcio entre la fe y la vida, entre la celebración de la fe y la caridad. Esto de alguna forma tiene que ver con la denuncia que hoy lanza Jesús contra la incoherencia entre interior y exterior, y el mal entendimiento de lo puro y lo impuro. Sus palabras conducen al pecado más grave de cualquier religión: la apariencia, la superficialidad. La muerte de las religiones es la traición de su espíritu, que siempre tiene que ver con el amor a Dios y al prójimo, como nos lo dice Santiago: “La religión pura e intachable a los ojos de Dios Padre, consiste en visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones, y en guardarse de este mundo corrompido”(St 1, 27).
Volvemos hoy al evangelio de san Marcos, que nos sitúa entre las dos multiplicaciones de los panes. Después de la primera multiplicación, viene esta crisis entre el ritualismo judío y la “revolución del interior”, que lleva a cabo Jesús desde el profeta Isaías: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí…”(Mc 7, 6). Esto pone la tónica a todo el pasaje: la religión de los preceptos humanos contra la de los mandamientos de Dios.
La fe es el acto más noble de todo ser humano, es su originalidad por encima de la racionalidad, porque involucra al hombre en su totalidad. De ahí procede, también, su fragilidad, es fácil que se caiga en simulaciones para colmar esta necesidad de ser lo más buenos posible, que sólo se logra en la relación con Dios. Es extraño que no nos resignemos a ser malos definitivamente, sino que aunque sea en apariencia queremos ser buenos. ¿Por qué nos interesará tanto la apariencia religiosa y no, querer cumplirla realmente? La experiencia religiosa es signo del deseo de ser santos por medio de rituales y creencias, pero que no siempre se cumple en las obras. Jesucristo nos advierte ahora que esto es lo que hace perder la confianza y credibilidad de la fe, el utilizarla para satisfacer mi necesidad de buena imagen, pero no respaldarla con las actitudes y obras fraternas que le corresponden. Esta será la actitud más fustigada por Jesús en el evangelio: “¡Ay de ustedes, escribas y fariseo hipócritas, pues son semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera parecen hermosos, pero por dentro están llenos de huesos muertos y de toda inmundicia!”(Mt 23, 27; 5, 20; 6, 2.5.16).
Tal vez sea la mentira, que entraña la doble vida, lo que más se critica a cualquier religión. Muchas de las críticas, al menos al catolicismo, van en la línea de ser mucha apariencia: “santurrones”, “persignados”, “puros golpes de pecho”, etc. No digo que sean aceptables sin más dichas críticas, sino que refleja una expectativa muy alta que nos remite a la esencia que se busca en toda congregación religiosa: un integración total de la persona y sus relaciones. Es cierto que no se comprende, a veces, que las iglesias están formadas por seres humanos que tienen fallas siempre, pero lo que más caro se cobra, con razón o sin razón, a los creyentes es la falta de coherencia. Se le reclama al hombre de fe la bondad que todos esperamos del encuentro con Dios. Sin embargo, sí hay que decir que, peor que la persecución externa que procede de la cultura secularista, del ateísmo y la masonería, es la falta de integridad que tengamos los creyentes. Debemos reconocer que los que más daño le hacemos a nuestras iglesias somos los que pertenecemos a ellas sin fervor, sin alegría, de mala gana, sin testimonio y, peor todavía, si con ese desánimo queremos corregir a los Demás.
La incoherencia entre lo interior y lo exterior parece afectar toda la actividad humana, es este un fenómenos que se puede extender a otras instituciones con fachada de amabilidad, pero que no cumplen con sus fines de servicio y de bien común. Se dice, hace algún tiempo, que hay desconfianza en las instituciones porque no cumplen con su cometido o, incluso, han llegado a medrar con el bien común. Pero de quien más bien se espera son de las religiones y sus miembros y, por ello, son las que más pueden desilusionar, “a quien mucho se le confía, mucho se le pedirá”, dice Jesús. Es este pasaje del evangelio una buena lección de autocrítica, para aprender a guiarnos desde los mandamientos de Dios y no desde las tradiciones humanas.
Las categorías de lo puro y lo impuro han tenido una connotación religiosa desde el principio de la humanidad, en torno a ellas fue girando la experiencia de la divinidad en muchas culturas. De ahí los ritos de purificación que aparecen en casi todas las religiones. Lo puro vendría a ser lo que la agrada a Dios, lo impuro lo que le desagrada. Pero pareciera, también, que se trata de instinto de conservación, de un mecanismo de defensa de la vida. En este caso lo que preserva la vida es lo puro y lo que la amenaza, lo impuro(las enfermedades, el sangrado, comidas, etc). Es una experiencia natural y sobre natural a la vez. Como experiencia meramente natural, al mismo tiempo que protege la vida, puede ser que se tenga un comportamiento defensivo “alérgico” y nos conduzca a los “ascos” y aberraciones del racismo, de la búsqueda de la supremacía sobre los demás. Parece que todos buscamos un pretexto para afianzarnos sobre los demás, puede ser la raza, el color, la geografía, la religión, etc. De ahí que, desde el puro instinto se pueda aprovechar para descartar a quienes amenazan mis intereses o fobias y no tanto el orden establecido por Dios.
En el pasaje que meditamos, los escribas, con todo y ser profundamente religiosos, parecen ir más bien en una actitud de instinto de conservación, que de hombres de Dios. El peligro del celo natural por las cosas de Dios siempre nos acecha, ofrecerle el culto de la propia generosidad y no el que a él le agrada. El hombre es capaz de construir su propio Dios y su propia religiosidad, pero sin la gracia del Dios de Jesucristo, se convertirá en un sistema de dominio de unos por otros. A los escribas del evangelio parece que les interesa más el afianzarse sobre los discípulos de Jesús que querer integrarlos en su fiesta. Pareciera que les agrada más encontrar motivos de condenación, desde la exterioridad, que buscar integrar hermanos. “Misericordia quiero y no sacrificios”, viene diciendo Dios Yahvé desde los profetas, y lo mismo hace resonar en Jesucristo. Desde aquel tiempo parece que hay dos religiones, la de los mandamientos de Dios y la de las tradiciones humanas. La religiosidad humana se fija en las apariencias, la mirada de Dios busca el corazón.
Frente a la justicia aparente de los fariseos(Mt 16, 6), que juzga por las apariencias, Jesús pronuncia un principio que viene desde el Antiguo Testamento que sentará las bases de la verdadera religión y que marcará el rumbo de la humanidad: la prioridad del interior. Esto no significa otra cosa sino la “escucha de los mandatos y preceptos que te enseño”, nos dice la primera lectura. Santiago nos reitera que debemos “poner en practica la palabra y no nos limitemos a escucharla, engañándonos a nosotros mismos”. Fue con este principio que Jesús comenzó a trastocar el orden establecido: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos”(Mt 5, 3). “Si uno quiere ser el primero, sea el último de todos y el servidor de todos”(Mc 9, 35). “Les digo de verdad que esta viuda pobre ha echado más que todos los que echan en el arca del Tesoro…”(Mc 12, 43). “Raza de víboras, ¿cómo pueden ustedes hablar cosas buenas siendo malos? Porque de lo que rebosa el corazón habla la boca”(Mt 12, 34)
¿Qué hubiera sido de los grandes pecadores del evangelio y de toda la historia, sin el principio de la interioridad? Mateo, Zaqueo, la mujer adúltera. Desde la religión farisaica todos ellos merecían la condenación, incluido el Pablo “alcanzado” por Cristo. Apelando a la interioridad, Jesús les arrebata de las fauces a su presa a quienes querían apedrear a la mujer adúltera: “Aquel de ustedes que esté libre de pecado, que le arroje la primer piedra”(Jn 8, 7). Quedará este episodio como un referente defensivo frente a las arbitrariedades de la hipocresía. Jesucristo es la interioridad del Padre que busca el corazón del hombre. Todo el evangelio es un grito de “misericordia quiero y no sacrificios. Porque no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores”(Mt 9, 13). La interioridad nos reporta a la esencia de Dios que es misericordia, desde la que se puede ubicar el falso celo que brota del corazón del hombre: “Hagan, pues, y observen todo lo que les digan; pero no los imiten, porque dicen una cosa y hacen otra. Atan cargas pesadas y las echan a las espaldas de la gente, pero ellos ni con el dedo quieren moverlas. Todas sus obras las hacen para ser vistos por los hombres…”(Mt 23, 2-5).