Domingo XXIV del Tiempo Ordinario
“Dejar crecer la cizaña del rencor es la peor humillación que puede sufrir el ser humano”.
El domingo pasado meditábamos sobre el camino de la corrección fraterna, para buscar la conversión del pecador. Sólo esto justifica meternos con las fallas de los demás. Veíamos el pecado desde el punto de vista del que lo cometía. En este texto que meditamos, se trata de verlo desde quien es afectado por la ofensa. También ahora se nos invita a buscar una solución pensando en el otro, aunque sea un pecador. En este caso, hacer el camino de la corrección fraterna resulta más difícil, por la indignación que causa la ofensa. El deseo de venganza aflora inmediatamente. Se trata de un instinto primario que pretende legitimarse por sí mismo. Seguramente es una desviación de un amor a sí mismo mal entendido. De cualquier forma, los instintos deben ser educados, más aun, evangelizados.
En las reacciones contra las ofensas hay, también, reacciones alérgicas desmedidas, enfermizas por lo tanto. Todos podemos hacer memoria de cómo hemos o han reaccionado personas frente a una ofensa, se trasforma su personalidad, se vuelven otros. Tal vez nos haya tocado ver algún incidente de tránsito y luego cómo se baja alguno o ambos profiriendo insultos de lo más agresivos. Se pierden las dimensiones de las ofensas y se vuelven un pretexto para que afloren otras heridas que traemos. No es raro que el agravio haya sido pequeño y el pleito demasiado grande, llegando a veces hasta la muerte. Nuestra forma de reaccionar frente a las ofensas dice mucho de nosotros mismos. No se es violento simplemente porque no se tenga fuerza de voluntad para contenerse, sino porque hay toda una problemática detrás. Para vivir el perdón saludablemente se necesita mucha madurez. No se trata de hacerse la víctima, sino de cargar con gozo al hermano herido por el pecado. Invitándonos al perdón, Jesús nos invita a dejarnos sanar por él, para que no le cobremos a los demás nuestras frustraciones, traumas, amarguras.
Agravado por la cultura individualista en la que vivimos, es fácil que perdamos la dimensión social del pecado. Tanto el que ofende como el agraviado sienten que es sólo problema suyo. Cada uno busca su reivindicación propia a como dé lugar, uno en sus justificaciones racionales o sus ritos y el otro en su desquite. A ninguno se le ocurre buscar la solución pensando en el otro.
También en este caso, el pecado es como una herida en el agresor que debe ser curada. Tal vez sólo el creyente tenga el atrevimiento de ver en su agresor un hermano enfermo. El pecador en ningún momento deberá perder su condición de hermano frente al creyente. Pedro no deja de llamar a quien lo ofende, hermano: “Si mi hermano me ofende…” Aunque su propuesta tiene límites, Jesús lo invitará a liberarse de odios y rencores siempre.
Como discípulos de Jesús debemos aprender a tomar responsabilidad de quienes nos causan algún mal: “Amen a sus enemigos y oren por quienes los persiguen”(Mt 5, 44). De otro modo ¿cuál es el mérito o la diferencia de ser creyentes? Odiar y hacer el mal a los enemigos lo hacen todos(Mt 5, 46- 47). No se trata de ser cómplices de las injusticias y sufrimientos que se infringen a los hermanos, muchos menos a los más frágiles. Esto es intrínseca y objetivamente malo. Se trata aquí de las actitudes con las que reaccionamos a las ofensas. Dejar crecer la cizaña del rencor es la peor humillación que puede sufrir el ser humano. Además de verse lastimado emocionalmente, su libertad, constitutiva de su dignidad, se ve gravemente distorsionada. Elegir odiar al hermano es violencia contra sí mismo y una perversión total del corazón, que está hecho para amar al prójimo. La violencia entre hermanos siempre será una derrota para el ser humano. Después habrá todo un entramado objetivo, institucional que se debe cumplir para buscar la justicia, pero sin la peste del rencor que lo pervierte todo. Hay reacciones que son más violentas que el daño recibido.
Además, querer “sacar la pelusa del ojo ajeno, sin mirar la viga que traemos en el muestro” no va a mejorar las cosas. Aquí podemos interpretar “la viga” como las incoherencias, los defectos del que juzga y uno de ellos muy importante es el deseo de venganza. “Puede un ciego guiar a otro ciego”(Lc 6, 39). Se dice, que hay una especie de principio psicológico, que hace sentir las fallas ajenas más dolorosas que las propias. Y esto se puede comprobar en la infinidad de “chismorreo” y acusaciones que nos hacemos unos a otros todos los días. Si lo que criticáramos lo corrigiéramos cada uno en nuestras vidas, el mundo sería otro. Hay suficiente crítica, que si correspondiera a una vida honesta de los millones que la hacemos, habría poca maldad. Por eso, la solución de Jesús, para arreglar este mundo, es muy sencilla: “no hagas a otro lo que no quieres
que te hagan” o en positivo: “…traten a los demás como ustedes quieren que ellos los traten”(Mt 7, 12).
Hay un “trucko” en la convivencia humana, tus culpas son más graves que las mías. Esto casi es una ley. Tengámoslo muy en cuenta para ayudar a desacelerar un poco “la espiral de la violencia”. Cuando sintamos deseos de arremeter contra los errores de los hermanos, pensemos cómo andamos nosotros en aquellos mismos hechos. ¿Por qué habiendo tantos jueces implacables que detestan el mal en la conducta de los hermanos, el mundo sigue lleno de mentiras, robos, violencias, etc.? Por todos lados estamos “sacando la garra a los hermanos” ¿dónde va a parar toda esa “integridad moral” desde la que se juzga al otro?
Jesucristo utilizó esta argumentación para romper el “hechizo” que causó en algunos judíos el celo por la pureza que, a punto de apedrear a una mujer adultera, se la presentan para que los confirme en su decisión y les reconozca su fidelidad a los mandamientos de Dios. Ya sabemos la respuesta: “Aquel de ustedes que no tenga pecado, que le tire la primera piedra”(Jn 8, 7). La sabiduría de Jesús encuentra este remedio a la actitud escandalizada frente al pecado. El escandalo no siempre ha correspondido a una integridad de vida, sino a apariencias. El argumento de Jesús supone que, con buena o mala intención siempre consideramos que los pecados del otro son más perversos que los propios. Dice san Juan que, “toda aquella gente se fue retirando, comenzando por los más viejos hasta los más jóvenes”(Jn 8, 9). Con esta acción reconocen el desfase entre la autocrítica y la acusación de los demás.
Esto queda de manifiesto, también, en el evangelio que meditamos. Es un artista Jesús en el contraste que hace entre la súplica de clemencia de parte del hombre que “debía muchos millones y no tenía con que pagar” y su intransigencia para perdonar a su compañero “que le debía poco dinero”. De esta elocuencia no puede sino seguir la indignación de los actores del evangelio que van a poner la queja al rey y nuestra. Con su parábola Jesús nos ayuda a que brote del corazón la necesidad del perdón.
Jesucristo, abre el horizonte del perdón a una deuda que tenemos con Otro. Ya no es porque no tengamos autoridad moral para no hacerlo, sino porque es la condición para recibir el perdón de Otro. El perdón ya está dado, pero sólo lo podemos bonificar en la actitud compasiva hacia los
hermanos. Dios no necesita esta condición, la necesitamos nosotros para creer efectivamente que somos perdonados: “al que mucho se le perdona mucho ama”(Lc 7, 47).
El perdón puede ser sostenido con argumentos meramente racionales. Los psicólogos hablan de la sanación que se puede obtener si perdonamos, se gana más que si cobramos venganza, tanto hacia el interior de las personas como en la convivencia social. El odio actúa como un veneno que va intoxicando la vida personal y comunitaria. Es herir el deseo de felicidad desde sus raíces. Por ello, animar la dinámica de la venganza es echar cadenas más pesadas sobre la vida de las personas que las ofensas mismas.
Sin embargo la medida perfecta del perdón se encuentra en Jesucristo: “El amor de Cristo nos apremia, al pensar que, si uno ha muerto por todos, todos por consiguiente han muerto…Así que ahora no valoramos a nadie con criterios humanos”.(2 Cor 5, 14.16). No hay ninguna otra explicación a lo absurdo que nos puede parecer el perdón más que el amor de Cristo, que murió y resucitó para ser Señor de vivos y muertos, como escucharemos en la liturgia del día de hoy(Rom 14, 9). Desde la fe, el perdón a nuestros hermanos ya lo debemos. Seguramente todos hemos sido beneficiados de la misericordia de alguien, se nos ha perdonado algo. De lo que no cabe duda es que hemos sido rescatados por Cristo del pecado: “Todos, tanto judíos como no judíos, están bajo el pecado…”(Rom 3, 9). Por lo tanto: “Ninguno de nosotros vive para sí mismo…”(Rom 14, 7).
La indignación que sintieron los del evangelio por el trato sin misericordia del que había sido perdonado, la merecemos cada uno cuando procedemos igual, porque todos hemos sido beneficiados por el amor de Cristo que nos perdona todo y siempre si lo aceptamos: “Nadie podrá quitarnos la dignidad que nos otorga este amor infinito e inquebrantable”(EG. 3).