HOMILÍA DE MONS. LUIS MARTÍN BARRAZA
Domingo XXIV del Tiempo Ordinario
(Lc 15, 1-32)
11 de septiembre 2022
Las parábolas de la misericordia, del capítulo 15 de Lucas, nos presentan el verdadero rostro de Dios, como es él en sí mismo y no conforme a nuestros intereses, como el que se habían fabricado los escribas y fariseos para justificar su posición privilegiada en aquel sistema religioso. Sólo Jesús conoce a Dios y nos lo puede revelar porque él es el rostro misericordioso del Padre: “…y nadie conoce al Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar”(Mt 11, 27). Fuera de Jesús, más o menos, todos tenemos una imagen distorsionada de Dios, a la medida de nuestros temores y deseos. Difícilmente creemos en el Dios que hace salir su sol sobre malos y buenos, que hace llover sobre justos e injustos(Mt 5, 45). Por eso, estas parábolas, además de invitarnos a la compasión, nos urgen a ser creyentes de verdad, son una prueba de fe. El que logra entrar en la alegría de Dios por la conversión de los pecadores es un verdadero creyente. La prueba de la salud de nuestra fe es creer que: “Dios no envió a su hijo al mundo para condenarlo, sino para que el mundo se salve por él”(Jn 3, 17).La fe en Dios en última instancia es en su misericordia, porque el nombre de Dios es misericordia, afirma el Papa Francisco. San Juan nos dice que “quien no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor”(1 Jn 4, 8).
Este texto nos revela cuál es el motivo de la mayor alegría de Dios: “Yo les aseguro que también en el cielo habrá más alegría por un pecador que se convierte…” Dios se pone contento cuando el pecador se arrepiente de su mala vida. Esto no nos lo puede revelar ningún hombre, sino sólo el Padre(Mt 16, 17). Ningún “otro Dios” ama al mundo y le envía a su Hijo(Jn 3, 16). El Dios de Jesucristo se conmueve ante el sufrimiento humano, no le somos indiferentes. ¿Creemos esto? Jesús en la imagen de los dos hijos, menor y mayor, retrata la dificultad de todos los tiempos para creer en Dios como él es. Uno no lo soporta y se va, llega al punto de considerar incompatible la existencia de su padre y su felicidad, y decide matarlo, simbólicamente, al pedirle la herencia; como quien hoy vive ignorando de hecho a Dios. El otro hijo, permanece en la casa paterna no por amor, sino por interés. De algún modo también mata a su padre, reduciendo su relación con él a un negocio, donde él merece mucho más de lo que recibe. Lo único que le interesaba era llegar a ser dueño, dominar, poseer, esto le dificultaba disfrutar de la gratuidad y cultivar relaciones fraternas; como el que hoy hace la finta con sus prácticas religiosas.
Esta manera de ser de Dios se ve reflejada no sólo en el amor a los pecadores, sino también a los pobres, “ a los que no tienen con qué pagarle”(Lc 14, 13-14). El hijo menor quedó pobre realmente al gastarlo todo viviendo de una manera disoluta, pero fue pobre, sobre todo, por reconocer la necesidad de conversión, de una vida más digna. Para su sorpresa sólo tuvo que “soportar” la alegría y la fiesta por su regreso, cuando él estaba dispuesto a pagarlo todo. Todos dudamos del amor de Dios, mejor dicho del Dios amor. Por eso se nos dificulta comprender el evangelio, que contiene en lo más profundo de sí el amor a los pobres: “Bienaventurados los pobres, porque de ellos es el reino de Dios”(Lc. 6, 20). En estricto sentido el amor supremo es a los pobres y pecadores. Estamos en el espíritu del evangelio, esta es la clave para poder comprender toda la enseñanza, casi siempre paradójica de Jesús. Todo esto choca con nuestras categorías utilitaristas, convenencieras. Aprovechamos cualquier pretexto –hasta la religión- para establecer barreras con las que descartamos a los demás, como lo hacen los fariseos y escribas en el evangelio. Vivimos en la cultura del descarte, que tanto critica el Papa Francisco.
En estas parábolas Jesús nos anuncia la más grande noticia: Dios es un Padre lleno de compasión, que sale al encuentro de sus hijos, que se han alejado de él, para abrazarlos y ponerles el traje de fiesta. Al mismo tiempo, con esta gran noticia, Jesús denuncia, la presunción humana desde la que condenamos a los demás. Si Dios, que es el tres veces santo, se arriesga con los pecadores, ¿quiénes somos nosotros para descartar a los demás? No tenemos ninguna autoridad para condenar a nadie.
Jesús aprovecha la experiencia que todos tenemos de encontrar algo que se nos ha perdido, una cosa, un animal o una persona. Obviamente que la recuperación de un ser querido está por sobre todo lo demás. ¿Qué darían los familiares de los desaparecidos por encontrar a sus seres queridos? Sería la experiencia más maravillosa de toda su vida. Pero también, para mucha gente, perder una mascota es una gran tragedia. Qué gran alegría cuando encontramos una cantidad de dinero o las llaves de la casa o del carro. Qué fácil es reconocer desde la vida cotidiana que debemos buscar a toda costa lo que se nos ha perdido. De ahí que Jesús haga un cierto reclamo a quienes no quieren permitir a Dios que busque lo más valioso para él. Su corazón misericordioso tiene necesidad de buscar a los hijos que se le han perdido ¿Permitimos a Dios que busque desde nuestro corazón a los que se han extraviado del camino o a los descartados de la vida? ¿Tenemos la capacidad de extrañar a los pobres y a los pecadores, de sentir necesidad de buscarlos?
De cara al evangelio, se podría rechazar que se trate de situaciones semejantes en las tres parábolas, porque en los dos primeros caso, la moneda y la oveja, que menciona Jesús, suceden accidentalmente, y en el caso del hijo menor hay una decisión de por medio. Sin embargo Jesús con las parábolas alcanza a hacer sentir la contradicción que existe en querer buscar desesperadamente las mascotas, las llaves, el dinero, incluso a las personas físicamente, pero no en cuanto extraviadas espiritualmente, existencialmente o moralmente. Por un lado, la denuncia de Jesús puede ser porque le damos más importancia a las cosas que a las personas. Y, por otro, que buscamos a las personas en lo que nos son útiles, pero no por ellas mismas. El extravío de la persona en sus niveles profundos no nos interesa tanto, su fe, sus valores, el sentido de su vida.
El texto que meditamos puede ser un cuestionamiento a los creyentes que no acabamos de creer en el Dios de Jesucristo. Pero también es una invitación a la reflexión a quienes ponen sus intereses por encima de las personas, asunto muy común en nuestro tiempo. No por nada el Papa Francisco es reiterativo en su defensa de la dignidad de la persona humana frente a cualquier tipo de ataque: “La dignidad de cada persona humana y el bien común son cuestiones que deberían estructurar toda política económica, pero a veces parecen sólo apéndices agregados desde fuera para completar un discurso político sin perspectivas ni programas de verdadero desarrollo integral. ¡Cuántas palabras se han vuelto molestas para este sistema! Molesta que se hable de ética, molesta que se hable de solidaridad mundial, molesta que se hable de distribución de los bienes, molesta que se hable de preservar las fuentes de trabajo, molesta que se hable de la dignidad de los débiles, molesta que se hable de un Dios que exige un compromiso por la justicia.”(EG 203).
Sólo frente al Dios de Jesucristo el hombre tendrá siempre esperanza de salvación y podrá llegar a suceder uno de los actos más dignificantes del ser humano, como es el poder despertar de la pesadilla humillante del pecado. Fue el recuerdo del calor de la casa paterna el que desencadenó las energías más profundas, que llevaron a aquel hijo perdido a la “resurrección” de la muerte causada por su egoísmo, según las palabras del papá: “porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado”(Lc 15, 32). No hay fuerza más grande que nos pueda hacer despertar del sueño del pecado, que el ser amados a pesar de nuestra indignidad. Creyentes o no, todos necesitamos de la experiencia del perdón, nadie nos la podrá regalar como Jesucristo.
Aquel hijo, que hizo todo para sacudirse lo que él consideraba la tutela de su padre, quiso borrarse el apellido y todo lo que tuviera que ver con su familia, pero al final fue la mirada llena de ternura de su padre la que le permitió aquel “chispazo” de dignidad, que le dio fuerza para ir contra sí mismo: “Me pondré en camino, regresaré a casa de mi padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y contra ti”(Lc 15, 18). Había salido de su casa “sacudiéndose el polvo de los pies”, prometiéndose no volver a ella mientras su padre viviera. Pedir la herencia a su papá era desearle la muerte, porque esta se repartía después de la muerte. De igual modo, manda el mensaje de que él puede gestionar su libertad y felicidad solo. Aquel hijo sintió que pagaba demasiado caro ciertas seguridades y quiso dar una cátedra de cómo librarse de toda injusticia y opresión.