Domingo XXV del Tiempo Ordinario
“Esta parábola, del propietario que sale a buscar trabajadores para su viña, retrata el corazón de la fe: todo es don y gracia de Dios, el único mérito nuestro es recibir ese don”.
Esta parábola, del propietario que sale a buscar trabajadores para su viña, retrata el corazón de la fe: todo es don y gracia de Dios, el único mérito nuestro es recibir ese don. Cuanto más nos alejamos de la experiencia de fe nos vamos adueñando de la vida, porque va predominando el criterio de que cada quien tiene lo que se merece, sea en las habilidades personales, en los bienes materiales o su posición en la sociedad, entonces entramos por el camino de la rivalidad con los hermanos y el pleito con Dios, como los trabajadores de la primera hora del evangelio.
“Mis pensamientos no son los pensamientos de ustedes, sus caminos no son mis caminos, dice el Señor”(Primera lectura). Cuidado con Jesús, porque viene a cuestionar de raíz el orden de cosas que tenemos establecido. Un principio que está muy arraigado en nuestra mentalidad y que se traduce en la organización social y nuestra convivencia es que a los buenos les va bien y a los malos mal, que cada uno tiene el fruto de sus esfuerzos, de sus méritos. Esto es verdad hasta cierto punto, porque muchos de los “perdedores” de nuestras sociedades no es por falta de capacidad y de lucha, sino por la organización injusta que tenemos. Y por esto mismo, no todos los exitosos o sobresalientes se merecen el lugar que tienen, sino que se han sabido aprovechar de ciertas oportunidades que se les han presentado, o de las dinámicas perversas que hay en toda la trama social.
De igual modo, Jesús, cuestiona una organización religiosa donde “los buenos” se apoderan de Dios, de la salvación, de las comunidades y tienen tendencia a menospreciar gente. Es grave esto por la exclusión que generan, pero también porque provoca que los supuestamente justos vivan una fe aparente, más para mantener su “status” que para agradar a Dios. Sabemos
cómo fue cuestionada esta actitud por Jesús. Los más religiosos no soportaron al Dios misericordioso revelado por él, que no respeta las leyes del mérito, de la venganza, de la envidia, de la competencia, del castigo que tenemos establecidas los hombres entre nosotros. También los creyentes queremos que Dios se someta a estas reglas de “buena conducta”. El desadaptado es Dios que no colabora en motivar los deseos de superación. Tendríamos que ser los creyentes quienes entendiéramos mejor a este Dios que no “estima los músculos del hombre, ni el brío de los caballos, sino a quienes lo respetan y esperan en su amor”(Sal 147, 10).
Estamos muy acostumbrados a las pedagogías de mérito recompensa, lo cual es muy provechoso para promover lo mejor que cada persona trae dentro de sí mismo. Estimular con alguna “estrellita” el aprendizaje es un buen recurso pedagógico. Pero se debe equilibrar esto con las enseñanzas del amor y de la fe, donde a las personas se les asegura su valor independientemente de lo que hagan o tengan y que Dios los ama siempre, por lo cual todos somos iguales frente a él. Es decir, se debe proclamar la dinámica de la gratuidad donde el protagonismo no es del hombre, sino de la gracia de Dios. Se deberá primero asegurar este ambiente de autoestima, de respeto, para que el proceso de crecimiento no se vuelva después una simple lucha por el poder, sino de superación saludable.
Si a corazones acomplejados, con heridas, vacíos, resentimientos, los dejamos solos con la dinámica del mérito, sin el consuelo de la fe, tendremos un mercenario sin escrúpulos, que sólo le interesará ganar a toda costa para compensar sus carencias. De este modo, se corre el riesgo, también, de introducir mentira en la convivencia social. Me refiero a que se va cultivando un tipo de personas “caza recompensas”, que les interesa menos el servicio a sus hermanos que llenarse de condecoraciones. Así podemos llenar la sociedad de gente muy distinguida pero que no aporta calidad humana, moral o espiritual a la comunidad, porque se incentiva demasiado el obtener títulos y reconocimientos más por vanidad que por espíritu de generosidad.
Cuando se pierde el sentido de la gratuidad, se va convirtiendo la convivencia social en una selva, porque se excita demasiado el instinto del éxito, la fama, los privilegios. Estamos frente al pecado original causante de muchos males
en todos los tiempos. La dinámica del mérito si no se atempera con la experiencia del don hace del hombre un monstruo egoísta, insaciable en la búsqueda de adornos para su imagen. La búsqueda de privilegios es un signo inconfundible de lo enfermizo de enseñar a merecer sin enseñar a reconocer la indignidad frente a la iniciativa amorosa del que nos ha dado todo. No todo se compra con dinero, no todo se puede pagar. “Solamente lo barato se compra con el dinero”, dice la canción. Lo mejor que hay en la vida no se puede comprar, por más que algunos se engañen pretendiendo comprar el amor. La salud no se puede comprar, la paz de la conciencia, la prudencia, la fe, etc.
Cuando el dinero, representante del mérito humano gobierna, entonces estamos en la decadencia de una sociedad: “La crisis financiera que atravesamos nos hace olvidar que en su origen hay una profunda crisis antropológica: ¡la negación de la primacía del ser humano! Hemos creado nuevos ídolos. La adoración del antiguo becerro de oro(Ex 32, 1-35) ha encontrado una versión nueva y despiadada en el fetichismo del dinero y en la dictadura de la economía sin un rostro y sin un objetivo verdaderamente humano”(EG. 55). Esto es el resultado de “criar cuervos que luego nos sacan los ojos”, sin enseñarles a ponerse de rodillas frente al verdadero y único Dios al que se ha de amar con todo el corazón, con toda la mente, con todas las fuerzas(Mc 12, 30).
Privarnos del amor incondicional de Dios, que va más allá de las propias fuerzas, nos libera no sólo de las patologías del poder, sino de las patologías del no poder. Exponerse continuamente a las ideologías del superhombre, que no necesita de Dios, ni de los demás, que exalta su libertad y tener que enfrentar día con día a los límites de las precariedades personales, que sus posibilidades son concretas y muy reducidas, es para enfermar emocionalmente a cualquiera. Se trata de una esquizofrenia que conduce a perder el rumbo.
El Dios bueno de Jesucristo, que hace con lo suyo lo que él quiere derrochando su misericordia, reconcilia al hombre consigo mismo, en lo que debe hacer y lo que debe esperar. Moderará la tendencia a divinizarse a sí mismo por parte del hombre, porque ese lugar le corresponde a Dios y enriquecerá la vida personal con su amor, para que esta no se deprima.
La humanidad está en peligro frente a depredadores, consumidores de vanidades y de poder. Mientras no se les cure el miedo y la sed de reconocimientos, se meterán en competencias desleales con tal de sacar alguna ganancia a toda costa. Entonces se repetirán una y otra vez esas rivalidades enfermizas que quieren destruir a su enemigo, así tenga que mentir, robar o matar. Lo que importa es sentir el clímax del vencer.
La dinámica de la gracia nos cura de la fascinación que produce en nosotros la autosuficiencia, que a la larga va enfermando las relaciones, poniéndolas en clave de competencia. Que al anteponer el lucro de los resultados por encima del bien común provoca la competencia desleal. Entonces se empieza a utilizar la buena imagen, los títulos de servicio, los puestos, para escalar e irse apoderando de los espacios de poder. Todo esto favorecido por la mentalidad de que sus logros son premios a su esfuerzo y por lo tanto debe sacarles el mayor provecho posible.
Como podemos ver la dinámica del mérito y de la gracia no es asunto solamente espiritual, sino que afecta toda la vida. La organización social que tenemos, donde supuestamente hay una genta más importante que otra, se apoya mucho en esta mentalidad de que los que sobresalen en un aspecto u otro se debe exclusivamente a sus cualidades. En muchos casos esto es cierto, pero en muchos otros no, sino que simplemente han aprendido la dinámica superficial, utilitaria y a veces tramposa del mundo y se acomodan. Son los que mejor se ajustan a las leyes del consumo, de la oferta y la demanda, de la buena imagen.
Jesucristo, en el evangelio asalta, importuna la mentalidad corriente en el mundo, de que sólo algunos merecen el éxito o la salvación, con la parábola del propietario. Jesús nos enseña, que en el reino de Dios, hay otros criterios para participar en la fiesta de la vida, no sólo los de productividad, eficiencia y méritos, sino también los de disponibilidad, solidaridad, arrepentimiento, esperanza, caridad, humildad. Los trabajadores de última hora no sabían cuánto se les iba a pagar, sólo se les dijo que lo justo, y de todos modos van a la viña. Los primeros no se ven tan desinteresados, a tal grado de reclamar lo que no se les debía. No basta el afán humano, es necesario que sea fecundado con la experiencia del don.
San Pablo aprendió muy bien la lección de que el centro es el Evangelio de la gracia de Cristo, y que por lo tanto todo es ganancia para él, vivir o morir, buena o mala fama(Flp 1, 18).