HOMILÍA DE MONS. LUIS MARTÍN BARRAZA
Domingo XXXIII del Tiempo Ordinario
13 de noviembre 2022
Al acercarse el final del año litúrgico la palabra de Dios nos invita a entrar en la esperanza de la fe, que no defrauda(Rom 5, 5). Aunque lo hace por medio de un lenguaje aterrador, sin embargo es un simple recurso para ayudar a ver las cosas en profundidad; es la forma de situar en su justo lugar las cosas. De esta forma Jesús hace ver lo relativo del mundo temporal, hablando de su naufragio al final de la historia: terremotos, epidemias, guerras, hambres, etc. Así como los sabios resaltan la caducidad de las cosas por su fugacidad, Jesús, ahora, nos hace mirar las cosas al trasluz de sus límites finales. Todo esto para trasmitir la necesidad de un fundamento más sólido. Es una forma de decir: “nada te turbe, nada te espante, Dios no se muda, todo se pasa, sólo Dios basta”(Sta. Teresa). Los éxitos y los fracasos son relativos a esto más definitivo. Todo el escenario está preparado para ayudar a los discípulos a enfrentar las persecuciones propias del seguimiento de Jesús: “Dichosos cuando los persigan y digan cosas falsas de ustedes, por causa mía; alégrense y salten de contento porque su premio será grande en el reino de los cielos”(Mt 5, 12).
El lenguaje apocalíptico surgió en el pueblo de Israel para dar cauce a la esperanza en medio de la tribulación. En el libro de Daniel se utiliza este género para dar ánimo a los judíos que luchaban por ser fieles, durante la persecución de Antíoco Epifanes, en el siglo II a.C., que derivó en las luchas macabeas. Apoyándose en la victoria del proyecto de Dios al final de la historia, trata de animar la esperanza frente a la humillación que sufre el pueblo judío, por la profanación del Templo, la supresión de los sacrificios a Yahvé y la persecución y martirio de los que son fieles a la ley. Entre los capítulos 7-12 hace varias referencias del final de los tiempos, pero dando a entender que se cumplirá desde ahora frente a la gran tribulación que padecen: “Y me respondió: Daniel, sigue tu camino, porque todas estas cosas están ocultas y bajo un sello hasta que llegue el tiempo del fin”(Dn 12, 9). Este libro está atravesado por la firme confianza de que la causa de Dios triunfará sobre la muerte y la idolatría. Se trata de un nuevo profetismo proyectado sobre el fin de los tiempos. Los profetas “clásicos” vislumbraban más la soberanía de Dios en la historia, su punto de apoyo era el cambio de la situación de opresión en un tiempo futuro: “Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado: sobre nosotros descansa la soberanía. Sus títulos son ‘Consejero de obras maravillosas, Dios fuerte, Padre para siempre, Príncipe de la paz. Acrecentará su soberanía, la paz no tendrá límites sobre el trono de David y sobre su reino…”(Is 9, 5-6).
Los profetas apocalípticos van más allá de un juicio político y social de los reinos de este mundo, van por el juicio definitivo y el establecimiento del reinado de Dios para siempre. Lo que está en juego, en última instancia, es la lucha entre el reino de la luz y el príncipe de las tinieblas. La crisis por la que pasan, en un determinado momento de la historia, los hijos de Dios, se lee saboreando los límites de los poderes de este mundo –naturales, militares, económicos, etc.- La narración de las catástrofes sobre la tierra, además de impactar pedagógicamente captando la atención de quien escucha, hace una denuncia muy radical de la inestabilidad de todos los reinos, empezando por los que amenazan a los creyentes. Finalmente, claro que este lenguaje tiene repercusiones políticas, porque no existe mayor energía de transformación que la fe, que promueve la resurrección de este mundo en un orden de cosas totalmente nuevo.
Pero, todo esto podría ser una ilusión, una simple enajenación, que se acepta con tal de mitigar el sufrimiento y los absurdos de la existencia. Estamos ante el cuestionamiento mayor que acecha a la fe: ¿es un autoengaño frente a las calamidades de la vida? ¿O, estamos de cara a la mayor vocación del ser humano, orientado siempre hacia otra forma mejor de vida? Todo esto sería “opio del pueblo” si no se cumpliera de algún modo. Leer las calamidades de la existencia pregonando el señoría de Dios en medio de ellas, es un atrevimiento que, al vez, sólo el creyente pueda sostener. Más allá de la catarsis que este tipo de lenguaje pueda suscitar, no se pueden negar su cumplimiento, de alguna manera. El imperio griego, que está detrás del apocalipsis de Daniel, cayó, mientras el judaísmo continúa hasta nuestros días. El imperio romano denunciado por los apocalipsis cristianos, tanto de san Juan como de Jesús en los evangelios, y el cristianismo permanece de pie.
A propósito de la fascinación que muchos expresan por el templo, Jesucristo aprovecha para hablar de una Belleza mayor, desde la cual ubica el espectáculo del templo e insiste en lo provisorio de su majestuosidad. Se mete con lo más sagrado del pueblo judío y, aparentemente, lo menosprecia, más, sin embargo, le está reconociendo su verdadera grandeza: ser signo de las realidades futuras. El profeta Ezequiel nos revela el templo como lugar de la gloria de Dios: “Hijo de hombre, este es el lugar de mi trono y donde apoyo las plantas de mis pies: aquí habitaré para siempre en medio de los israelitas…Tú, hijo de hombre, describe este Templo al pueblo de Israel, para que se avergüencen de sus pecados”(Ez 43, 7. 10).
El templo no tiene un valor en sí mismo, sino que nos debe remitir a la liturgia celestial. En el libro del Apocalipsis se nos narra, precisamente, el gran juicio de las naciones y la celebración por parte de “los que no se contaminaron con la idolatría y permanecieron vírgenes, siguiendo al Cordero a donde quiera que vaya”(Ap 14, 4): “Y los que habían vencido a la Bestia, a su imagen y la cifra de su nombre estaban de pie sobre el mar de cristal y, llevando grandes cítaras, cantaban el cántico de Moisés, servidor de Dios, y cánticos del Cordero exclamando: ‘Grandes y maravillosas son tus obras, Señor, Dios todopoderoso, justos y verdaderos tus caminos, ¡oh Rey de las naciones!…”(Ap 15, 3).
El templo debe ser fuente de profetismo porque nos hace gustar la Belleza del cielo. ¿Quién, después del encuentro con el Señor, se hincará frente a cualquier “palo o piedra” en este mundo? El que lo haga pone de manifiesto que no conoce a Dios, no es “una adorador en espíritu y en verdad”(Jn 4, 21). El templo mismo se vuelve una mediación del Todopoderoso, y, por lo tanto, una invitación a amarlo sobre todas las cosas y a no postrarse frente a ninguna imagen de lo alto ni de lo profundo(Ex 20, 3-4). Jesús continúa dando razón de que el templo “es casa de oración y no cueva de ladrones”(Lc 19, 46), como lo había expresado cuando expulsó a los vendedores. Frente a esto, todo es relativo y pasajero, ni los éxitos, ni los fracasos son absolutos.
La denuncia del templo, como sedes de corrupción en lugar de liberación, siempre estuvo en los mensajes proféticos: “Los lugares de culto de Isaac serán derribados, y destruidos los santuarios de Israel”(Am 7, 9). En la Jerusalén del cielo no habrá templo, porque “el Señor Dios Todopoderoso y el Cordero son su templo”(Ap 21, 22). Se mantiene Jesús en la tradición profética que denuncia el culto vacío o las liturgias superficiales, que no ayudan a superar la idolatría del mundo. Los profetas desplegaron una lucha encarnizada contra los ídolos y el culto idolátrico hacia Yahvé, cuando este no se traducía en justicia y misericordia: “Me repugna tu becerro, Samaría; mi ira se enciende contra ellos”(Os 8, 5).
Desde esta actitud profética, Jesús, hace juicio a todo lo que amenaza la santidad del hombre, como lo es el miedo, la angustia, la persecución, o la seducción de las grandezas de este mundo. Anuncia que existe un Tribunal por encima de todos los poderes de este mundo, que no nos dejemos engañar, que nos mantengamos atentos y firmes. Este es el gran servicio del profeta, dar testimonio del reino definitivo de Dios. Más que aterrorizar con las imágenes del juicio final, quiere sostener la esperanza de los que pasan dificultades para que no vayan a comprometer su felicidad y su salvación eterna. Es frecuente que en los momentos de crisis reneguemos de nuestros valores y principios, de la fe, y hasta de los seres más queridos. Ciertos criterios pragmáticos y egoístas, donde no tienen cabida Dios ni el prójimo, se nos quieren imponer como dioses. Quien no tiene más horizonte que sus propios intereses se dejará llevar por los “cantos de sirena” y se traicionará a sí mismo y a sus Hermanos.
El único dato preciso de toda esta enseñanza de Jesús es evitar que seamos engañados y apartados de su camino. Los momentos críticos personales o sociales son ideales para las propuestas de los falsos mesías. Pase lo que pase no apartar la mirada del Evangelio. Jesús, después de abundar en los problemas que nos pueden aquejar, al colmo de la persecución de la propia familia, concluye prometiéndonos que “ni un cabello de su cabeza perecerá”.