LA BARCA SINODAL
COMENTARIO EXEGÉTICO-ESPIRITUAL AL EVANGELIO DEL 3ER DOMINGO DE PASCUA
1º de mayo de 2022
P. Raúl Moris,
Prado de República de Chile
“Jesús resucitado se apareció otra vez a los discípulos a orillas del mar de Tiberíades. Sucedió así: estaban juntos Simón Pedro, Tomás, llamado el Mellizo, Natanael, el de Caná de Galilea, los hijos de Zebedeo y otros dos discípulos. Simón Pedro les dijo: “Voy a pescar”. Ellos le respondieron: “Vamos también nosotros”. Salieron y subieron a la barca. Pero esa noche no pescaron nada. Al amanecer, Jesús estaba en la orilla, aunque los discípulos no sabían que era él. Jesús les dijo: “Muchachos, ¿tienen algo para comer?” Ellos respondieron: “No”. Él les dijo: “Tiren la red a la derecha de la barca y encontrarán”. Ellos la tiraron y se llenó tanto de peces que no podían arrastrarla. El discípulo al que Jesús amaba dijo a Pedro: “¡Es el Señor!” Cuando Simón Pedro oyó que era el Señor, se ciñó la túnica, que era lo único que llevaba puesto, y se tiró al agua. Los otros discípulos fueron en la barca, arrastrando la red con los peces, porque estaban sólo a unos cien metros de la orilla. Al bajar a tierra vieron que había fuego preparado, un pescado sobre las brasas y pan. Jesús les dijo: “Traigan algunos de los pescados que acaban de sacar”. Simón Pedro subió a la barca y sacó la red a tierra, llena de peces grandes: eran ciento cincuenta y tres y, a pesar de ser tantos, la red no se rompió. Jesús les dijo: “Vengan a comer”. Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: “¿Quién eres?”, porque sabían que era el Señor. Jesús se acercó, tomó el pan y se lo dio, e hizo lo mismo con el pescado. Ésta fue la tercera vez que Jesús resucitado se apareció a sus discípulos.
Después de comer, Jesús dijo a Simón Pedro: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?” Él le respondió: “Sí, Señor, tú sabes que te quiero”. Jesús le dijo: “Apacienta mis corderos”. Le volvió a decir por segunda vez: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?” Él le respondió: “Sí, Señor, sabes que te quiero”. Jesús le dijo: “Apacienta mis ovejas”. Le preguntó por tercera vez: “Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?” Pedro se entristeció de que por tercera vez le preguntara si lo quería, y le dijo: “Señor, tú lo sabes todo; sabes que te quiero”. Jesús le dijo: “Apacienta mis ovejas. Te aseguro que cuando eras joven, tú mismo te vestías e ibas a donde querías. Pero cuando seas viejo, extenderás tus brazos y otro te atará y te llevará a donde no quieras”. De esta manera, indicaba con qué muerte Pedro debía glorificar a Dios. Y después de hablar así, le dijo: “Sígueme”.
(Jn 21, 1-31)
Para tener en cuenta
El capítulo 21 del Evangelio según San Juan, parece ser claramente un añadido que la comunidad fundada por el apóstol que declara ser el discípulo al que Jesús más amaba, agrega como una coda, luego del primer final que ocurriría en Jn 20, 31.
De que se trata de una adenda, lo pueden testimoniar algunos elementos que no ensamblan bien con el cap. 20: ¿Por qué un nuevo envío, si en 20, 19-23 ya ha acontecido uno solemne, incluido el momento de la recreación de la comunidad de Apóstoles, que ha recibido el soplo del Espíritu Santo de parte del Resucitado? ¿Por qué la situación en la que se encuentran los discípulos a orillas del Mar de Tiberíades, parece ser una vuelta atrás, a las ocupaciones que dejaron cuando emprendieron la aventura mesiánica, y la escena vuelve a Galilea, si el envío del Espíritu Santo ha acontecido en Jerusalén, en el atardecer del primer día de la semana, y los apóstoles deberían estar llenos de alegría y cumpliendo ya la misión encomendada, viviendo en la claridad del día de la Resurrección y no de noche, sumidos en la rutina y la desesperanza? ¿Por qué sólo siete discípulos si en el episodio anterior, en el relato del encuentro con el Resucitado y del envío apostólico, están los once reunidos? ¿Cuál es la necesidad que la Comunidad del Discípulo Amado tiene de incluir este capítulo en la redacción final del Evangelio? ¿Cuál es la Buena Noticia que adjuntar al ya completo Evangelio de los Signos? declarado por el mismo evangelista como suficiente para que se cumpla el propósito que se señala en 20, 31, a saber: “Para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y creyendo, tengan vida en su Nombre”
Precisamente las Buenas Noticias que este capítulo final agrega, son las que dan cuenta del esfuerzo por resolver las fricciones que, probablemente, permanecían vivas en medio de las distintas comunidades cristianas hasta el final del s I, fecha en la que encuentra su redacción definitiva el cuarto Evangelio, al presentar un modelo de la nueva comunidad que está naciendo: una Iglesia universal, una y diversa; y – haciendo un esfuerzo de acogida al Misterio- reafirmar la figura de Pedro al timón de esa Iglesia querida por Cristo y que ha de ensancharse para incluir experiencias tan diversas, como las que estaban viviendo las comunidades fundadas por el mismo Pedro y los demás apóstoles, las fundadas por Pablo, pero también ésta, la comunidad que se sabe nacida del testimonio del discípulo “al que Jesús amaba” y que se siente poseedora de los secretos custodiados en el corazón de Jesús, por la cercanía con el discípulo, el único que en la cena pascual goza de la íntima comunión que surge de estar reclinado sobre el seno del Señor (Jn 12,23), y con la Magdalena, que en el Cuarto Evangelio aparece con una relevancia que los otros evangelistas desconocen, al aparecer como la primera testigo de la Resurrección, (en una escena que actualiza la búsqueda y el encuentro de la Amada del Cantar de los Cantares, y como apóstol de esta noticia de cara a la comunidad de los Apóstoles (Jn 20, 14-18).
La primera buena noticia es acerca de la diversidad: en contraste con la escena de Jn 20, 19ss, aquí no aparece el grupo compacto de los once, todos Apóstoles; los testigos de esta tercera experiencia de encuentro con el Resucitado, son Pedro, los Hijos de Zebedeo, Tomás, Natanael y dos discípulos anónimos, constituyendo en total un número pleno de significaciones en la mentalidad mediterránea: el siete; son siete que no conforman una unidad uniforme, sino manifiestan la plenitud de la Iglesia, una y diversa: cuatro pertenecen al círculo de los Doce, tres de ellos, Pedro y los Hijos de Zebedeo, Juan y Santiago, forman el círculo más íntimo de Jesús; otro es Natanael, un discípulo del círculo más amplio (aunque la tradición ha querido asociarlo con el Apóstol Bartolomé, no aparece su nombre en el catálogo de los Doce en los Evangelios Sinópticos) y esos dos discípulos anónimos, que parecen representar a todos aquellos que vendrán a conformar la Iglesia desde las filas del laicado; una Iglesia, en la que no sólo cuenta la jerarquía, sino que se constituye como una comunidad jerárquica y carismática, testigo del Resucitado.
En esa misma línea ha de leerse el episodio de la pesca, elaborado sin duda desde el antecedente intertextual que representa Lc 5. 1-11; tal como en ese Evangelio, la escena ocurre de mañana en las orillas del Mar de Galilea, o Tiberíades (en su nombre romano); tal como en Lucas, los pescadores regresan con las redes vacías, tal como en Lucas, en la obediencia al mandato fuera de tiempo de Jesús, las redes se llenan de peces; Juan parece aquí estar citándose a sí mismo -esta escena es un suerte de ilustración a Jn 15, 5b: “…Porque separados de mí nada pueden hacer”- y al mismo tiempo estar realizando una corrección al texto fuente: así como las redes de la desmesurada pesca del primer llamado, el del inicio del ministerio público de Jesús, casi se rompían por el peso y amenazaban con hacer naufragar las barcas; aquí -en el relato de Juan- la red, lanzada hacia donde el Resucitado ordena, es capaz de resistir la gran magnitud de la pesca y la barca de Pedro llega a puerto; y, cuando el Resucitado se lo ordena, es capaz Pedro solo de sacar la red a tierra: es la Iglesia enviada a lanzar la red de la salvación más allá de las fronteras de Israel, comisionada para acoger la inmensa diversidad de la experiencia humana y resistir siendo una, guiada por el Señor, firme en la certeza de que ha de abrazar a todo el mundo (son ciento cincuenta y tres los peces que la red contiene: la totalidad de los pueblos que contenían las cartografías romanas tradicionales a fines del s. I); alimentada por el propio Señor: el brasero con pan y pescado con que Cristo espera a los pescadores en la orilla, y que nos remite al signo eucarístico de la Multiplicación del pan y los peces.
El segundo envío y final del Evangelio según San Juan nos propone, así, en este fragmento, un modelo para la Iglesia en salida, para la Iglesia sinodal, que el Espíritu Santo está despertando en medio de nuestros tiempos y de nuestras crisis:
Una comunidad que se acompaña en el desconcierto y en la incertidumbre: Pedro no ha subido solo a la barca, sus compañeros, escogidos desde la diversidad de sus discípulos, se comportarán tan solidarios en el pesar, como lo serán en el momento en que reconocen al Señor, en aquel que les hace señas desde la costa.
Una comunidad que, a pesar de su fragilidad y sus titubeos, no pierde la lucidez para discernir la presencia del Señor, que porfía en la esperanza que ha puesto en ella.
Una, que colabora con Pedro en la barca, que alza la voz y se hace escuchar, que se sabe implicada en un mismo y único envío, que se hace fecunda cuando obedeciendo la llamada del Señor, lanza confiada las Redes.
Una comunidad eucarística que ha de experimentar que, por muy abundante que sea la pesca, no es en el fruto de sus manos ni de sus empeños, en donde encuentra su alimento, sino en el propio Señor, que extiende el mantel a la orilla del lago, para dar gracias al Padre, por esta misión que ha de durar hasta el fin de la Historia.
La segunda buena noticia de este Evangelio corre por el cauce de la obediencia al querer de Jesús en la construcción de una Iglesia una, pero que acoge en su seno la más plena diversidad, cuyo principio rector es la misericordia y el amor; la tensión que puede haber estado amenazando la relación entre la Comunidad del Discípulo Amado (que está redactando este Evangelio) y el resto de la Iglesia, se supera abrazando la obediencia al ferviente deseo de reconciliación y unidad que Jesús ha expresado, y recoge el mismo Evangelista en Jn 17, 23, en la oración al Padre que la tradición llama la Oración Sacerdotal de Jesús.
Si el Discípulo Amado es el que mejor conoce los más íntimos secretos del corazón de Jesús, si es el primero en llegar a la tumba vacía, si es el primero en creer en la Resurrección; si es el más presto a reconocer los signos con que se expresa el Resucitado (de hecho en el Evangelio de hoy al Discípulo Amado le basta el signo de la red llena de peces para reconocer y declarar quién es el que los ha enviado a arrojar las redes y ahora está esperándolo a la vera del lago), no obstante, se somete a la autoridad de Pedro: Él será quien entre a la tumba primero; Él será quien se arroje al agua para llegar antes al encuentro con el Señor, Él será quien reciba el mandato, nacido del amor, de apacentar y pastorear el rebaño de la Iglesia en el seguimiento de los pasos de Jesús; la tensión ha quedado resuelta en la obediencia; la diversidad no ha de romper la unidad, como asimismo la unidad no ha de significar sumisa uniformidad; la iglesia del Discípulo Amado forma parte orgánica de la misma Iglesia que Jesús ha querido dejar bajo la conducción de Pescador de Galilea.
Ha concluido el improvisado desayuno en la playa de Tiberíades, y tiene lugar el diálogo entre Jesús y Pedro; ese mismo Pedro que ha negado a Jesús tres vecen en la lóbrega noche en el patio de Caifás en la víspera del viernes de la crucifixión, es invitado también tres veces a expresar su fidelidad al Resucitado.
No hay reproche en el trato de Jesús a Pedro, no hay recuerdo del momento en que la fidelidad del apóstol se ha venido vergonzosamente abajo; estamos frente a un sutil diálogo en el que vamos a gustar una vez más la hondura de la comprensión y de la acogida del Señor.
Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?… La sutileza del diálogo radica en el uso de los verbos, en labios de Jesús el verbo es Agapao, amar, en el sentido pleno de ese amor de Dios que nada se reserva, que es absoluta y gratuita donación (cf. 1Cor, 13); sin embargo la respuesta de Pedro emplea el verbo Phileo, que nos sitúa en la esfera menor, pero no menos noble, del amor humano: el de la amistad, que devuelve el amor con amor, el bien recibido con gratitud; amistad natural, afecto profundo y fecundo que puede albergarse en cualquier relación humana plena y sana.
Sin embargo este amor no es suficiente para Jesús, Pedro para ser apóstol ha de aprender a abrirse a esta otra forma de amor, el Agape que sólo puede alcanzarse dejándose traspasar por el amor de Dios; Jesús, empero, sabe en qué estadio de acogida y comprensión del misterio está Pedro y puede esperar, (resuena aquí el recuerdo de Jn 13, 7); a la tercera insistencia, el verbo en labios del Señor será el mismo Phileo, que brota espontáneo de la respuesta de Simón. Para lograr que Pedro pueda comenzar el camino que lo llevará a ascender, Jesús no duda en volver a descender, este movimiento de descenso que vive radicalmente en la Encarnación y la Cruz, lo realiza otra vez el Resucitado, y lo seguirá haciendo para llamar a Pedro, para convocar a los que formamos la Iglesia, hasta que Pedro y nosotros no sólo podamos empinarnos para alcanzar a vislumbrar vagamente en qué consistirá de verdad este Agape, sino que lo hagamos nuestro en nuestra vida y relaciones.
Pedro lo logrará cuando llegue a marchar hacia el martirio, anunciado sin patetismo ni dramatismo en los versículos que siguen a la triple interrogación y misión; para nosotros, ha de seguir resonando, insistente e imperiosa la invitación que cierra este pasaje del Evangelio: ¡Sígueme!
Raúl Moris G., Pbro.