MEDITACIÓN DEL DOMINGO VI DE PASCUA
– Meditación –
Mons. Luis Martín Barraza
Torreón
14 de mayo, 2023
En la última cena Jesús habla de los intereses más profundos del corazón humano, como lo es el deseo de comunión y fraternidad. Esto tiene que ver con permanecer, pertenecer, amor fiel. La época moderna tiene dificultades para construir comunidad porque se le dificulta la perseverancia, la fidelidad, pone su confianza fácilmente en lo pasajero. Se dice que vivimos la “cultura del fragmento”, donde el momento fugaz se absolutiza sin importar lo que se construya o lo que se comprometa a largo plazo, lo que importa es lo inmediato.
Los compromisos “para siempre” son prácticamente imposibles. Escuchamos por todos lados que lo que caracteriza los tiempos que vivimos es el cambio, “época de cambios” o “cambio de época”, decimos. Esto nos da idea de los que significa la novedad para el hombre actual, favorecida por una tecnología que le permite cambiar cada vez más rápido. Esto ha aportado cosas buenas, como el respeto a lo que es diferente, el reconocimiento de las minorías y la valoración de la sensibilidad, entre otras cosas, pero, también, ha desenraizado realidades que daban identidad a las personas, como la cultura, la familia, la religión, la naturaleza, etc. Entre ambigüedades, pero esto estructuraba la vida personal y comunitaria. Muchas cosas qué bueno que están cambiando, pero no la visión esencial del hombre y los criterios profundos con los que se cultiva.
Jesucristo quiere cimentar a sus discípulos en lo más sólido que existe en este mundo: sus palabras(los mandamientos), la amistad como se ha revelado en él: “…como yo los he amado”(Jn 13, 34), la fidelidad del amor de Dios, la fe en que está vivo en medio de nosotros y, sobre todo, el don del Espíritu Santo. Todo esto es lo que implica la eucaristía, la cual está instituyendo prometiendo su presencia real y continua. San Juan no nos invita a considerar tanto la presencia real de Cristo en las especies de pan y de vino, cuanto en la comunidad de discípulos, en la docilidad al Espíritu Santo y en el amor que se manifiesten. Sólo el amor derramado en el corazón es lo único que puede conservar el proyecto salvífico de Dios del olvido, del desgaste y la dispersión. El Espíritu Santo es la sana memoria de la presencia de Jesús entre nosotros, ni nostalgia tradicionalista ni rebeldía caótica hacia el futuro. El Espíritu Santo es la fidelidad del amor de Dios que permanece para siempre, más allá de la muerte. Jesús está a unas horas de su muerte, la cual parece que acabará con toda la memoria de la dignidad de hijos de Dios. Somos los mismos los que caminamos en el tiempo y en la eternidad, aunque con cambios substanciales muy importantes. Jesús funda la permanencia, que da seguridad y confianza, a pesar de la muerte que anuncia la destrucción total y, por tanto, el fin absoluto.
A la fragmentación de la existencia, que atenta contra la dignidad de las personas porque les roba unidad e identidad, Jesús le enfrenta el nosotros, la comunidad, el amor fiel, tanto entre los hermanos, como la comunión divina habitando en el corazón de los hombres: “Al que me ama a mí, lo amará mi Padre, yo también lo amaré y me manifestaré a él”(Jn 14, 21). A la muerte, que siempre es dispersión, rompimiento de la unidad, de la memoria, sólo se le puede vencer desde el amor que construye familia, comunidad. El amor necesita de cierta solidez, cierta verdad, de los mandamientos que se observan, de otro modo puede quedar en emociones pasajeras. La fuerza del nosotros depende de la profundidad de la verdad que haga dialogar todas las diferencias. No es raro que en una época en la que impera el relativismo, se encuentre en crisis, también, lo comunitario. Jesucristo nos habla de una verdad en el Espíritu, más allá de la adecuación entre la inteligencia y la realidad, no se trata de la verdad que conduce a la soberbia en cuanto conquista personal, sino la verdad que nos es regalada, que viene a nuestro encuentro: “Cuando venga el Consolador, el Espíritu de la verdad que les enviaré y que procede del Padre, él dará testimonio de mí”(Jn 15, 26). El domingo pasado Jesús se nos presentaba como Verdad(Jn 14, 6), y ahora nos damos cuenta de que esta Verdad es obra del Espíritu en nosotros: “…yo le rogaré al Padre y él les dará otro Paráclito para que esté siempre con ustedes, el Espíritu de la verdad”(Jn 14, 17).
Existe una verdad meramente racional que nos lleva a la soberbia, aquella que conduce a fundar la realidad en la lógica del pensamiento(pienso luego existo). Esa lógica fue construyendo una “verdad” a la medida del yo, el asunto es que con esta lógica se han promovido guerras, destrucción de la naturaleza, pobreza, epidemias, soledades, neurosis y psicosis, se ha llegado a la “crisis antropológico-cultural” que vivimos. Hace falta promover la verdad en dirección hacia el amor y lo comunitario. Jesucristo ha comenzado todo aquel diálogo desde el gesto del lavatorio de los pies, que recoge como su gran verdad con aquellas palabras: “Les he dado ejemplo, para que hagan lo mismo que yo he hecho con ustedes”(Jn 13, 15). La presencia de Jesucristo entre nosotros depende más que de la explicación de la composición de materia y forma de la forma consagrada y cómo se da la transubstanciación del pan físico al cuerpo de Cristo, de la constitución de un nosotros, el más profundo y universal. Sólo en el amor de Cristo podemos fundar una comunión que mantenga siempre viva la memoria de todos, especialmente de los más insignificantes: “Mi prójimo es cualquiera que pueda ayudar. Se universaliza el concepto de prójimo, pero permaneciendo concreto. Aunque se extiende a todos los hombres, el amor al prójimo no se reduce a una actitud genérica y abstracta, poco exigente en sí misma, sino que requiere mi compromiso práctico aquí y ahora…Jesús se identificó con los pobres: los hambrientos y sedientos, los forasteros, los desnudos, enfermos o encarcelados(Mt 25, 40)”(DCE, 15).
Jesucristo continua constituyendo el memorial de su presencia, recordemos que está en la última cena con sus discípulos, de una manera muy cálida nos dice que es cuestión de sentirse amado por el Padre y por el Hijo, de dejarse inundar por el Espíritu, de cumplir sus mandamientos. La presencia real de Jesucristo no es cuestión de explicaciones filosóficas, sino vivenciales Ciertamente se tendrá que decir algo acerca de la presencia de Cristo en la eucaristía, la transubstanciación, como ya lo decíamos, pero sobre todo cómo se encarna en el corazón de cada persona y de la comunidad. La doctrina de la presencia real de Cristo en el pan y el vino eucarístico les llegó a dar un valor en sí mismo a las especies, tanto que se descuidó la vida cotidiana. La hostia llegó a ser algo tan sagrado, que la mejor manera de honrarla era la adoración eucarística o, tal vez, recibirlo como el “objeto más bendito” que existe sobre la tierra. Entonces la vida cristiana consistía en un acto muy individual de recepción de aquella casi carne física de Cristo o de adorarlo con toda la devoción del mundo. No siempre se veía su conexión con la caridad, la palabra, la comunidad, la misión. El texto que estamos meditando tiene otro enfoque para explicar la “presencia real” de Jesús en medio de nosotros, no la que se encamina a los milagros eucarísticos, que consiste en que la hostia que casi se puede convertir en la carne y sangre física de Jesús, que no se pone en cuestión, sino que se traduce en la carne y en las actitudes de sus discípulos. La presencia real de Jesucristo significa un discípulo misionero, uno que cumple los mandamientos de Jesús, es decir, uno que estudia el evangelio para impregnarse de la mente y el espíritu de Jesús que reproduce el amor de Cristo. Se trata de llegar a hacer la experiencia de san Pablo: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí…”(Gal 2, 20). Esto nos conducirá a transpirar a Cristo en todo lo que hacemos, como nos dice san Pedro en la segunda lectura del día de hoy:
“Veneren a Cristo, el Señor, dispuestos siempre a dar, al que las pidiere , las razones de la esperanza de ustedes”(1 Pe 3,15). La presencia real de Cristo se manifiesta, también, en la comunidad. Los padres de la Iglesia nos dicen que al recibir el cuerpo de Cristo, nos convertimos en lo que recibimos. Parece que no hay otra manera de vencer el olvido que el amor suscitado por el Espíritu en nuestros corazones.. Este es la memoria fiel de toda la obra de Jesús. Al respecto, son significativas las palabras de Jesús cuando dice: “yo le rogaré al Padre y él les dará otro Paráclito para que esté siempre con ustedes”(Jn 14, 15), parece que habla de otro, parece que habla de sí mismo. El Espíritu Santo continuará la presencia de Jesús, como algo totalmente nuevo, pero siempre en continuidad con la obra de Jesús. El que aprende a vivir del Espíritu podrá vivir de la presencia real de Jesucristo siempre. ¡Tener el Espíritu es todo!