AMAR A LOS POBRES, PERMANECER EN LA SANTA POBREZA
P. Antonio Bravo Tisner
Artículo publicado en la Revista del Prado de España 254 marzo 2023.
Artículo publicado en la Revista del Prado de España 254 marzo 2023. El lema de nuestra asamblea está tomado, como es sabido, de la carta 114. El padre Chevrier dirigió esta carta a los seminaristas que había enviado a Roma para estudiar la teología. En ella comenta las palabras que el Papa les dirigió en una de las audiencias en que pudieron verlo: BENEDICTIO PAUPERIBUS. Tomando pie de estas palabras de Pío IX, les recordaba (y nos sigue recordando) lo esencial del carisma del Prado. Por ello me parece interesante recalcar la armonía que establece entre las palabras del Papa y las de Jesús: «BIENAVENTURADOS LOS POBRES» y «MISIT ME EVANGELIZARE PAUPERIBUS». En las palabras de Pío IX el P. Chevrier veía una confirmación de su vocación y misión, esto es, de la gracia recibida del Señor para evangelizar a los pobres. «En vosotros, el Papa ha bendecido a los pobres, los pobres que debéis evangelizar, instruir, y que hemos sido bendecidos todos nosotros en vosotros. Sí, seamos siempre los pobres de Dios…».
I.- AMAR A LOS POBRES
Meditemos en primer lugar estas palabras del P. Chevrier a sus seminaristas: «Aprendan, pues, a amar de verdad a los pobres, y que esta bendición de Pío IX, nuestro jefe visible y verdadero representante de Jesucristo, sea un buen augurio para ustedes». El amor a los pobres es un verdadero don de Dios. El discípulo de Jesucristo debe recibirlo con agradecimiento y cultivarlo con asiduidad en la oración y el estudio de nuestro Señor Jesucristo. No es algo espontáneo como puede serlo el amor a los padres, a los que nos han amado primero. Don que debemos suplicar y cultivar juntos a lo largo de nuestra vida «de verdaderos discípulos del nuestro Señor Jesucristo o de sacerdotes según el Evangelio». Es la condición para amar a los pobres como ellos, en lo más profundo de su corazón, desean ser amados.
A. Chevrier, a lo largo de su vida, buscó amar a los pobres con el mismo amor de Jesucristo, esto es, con el amor del Verbo encarnado. El conocimiento y seguimiento de Jesús pobre y el amor a los pobres eran indisociables para él. El amor auténtico por ellos brota, en última instancia, de la contemplación. Estamos en la dinámica de la gracia, que debemos pedir con perseverancia.
«pidamos a Dios que suscite en nosotros una gran compasión para con los pobres y los pecadores, que es el fundamento de la caridad, pues sin esta compasión espiritual no haremos nada. Fomentemos en nosotros esta divina caridad para salir al encuentro de las miserias del prójimo y decir como Jesu- cristo: “Venid a mí”. imitemos a nuestro señor en su bondad…» (VD 418)
Dios amó de una vez para siempre al pueblo pobre y de dura cerviz. De él se enamoró y a él se apegó, para llevar a cabo su designio de salvación en favor de la humanidad entera. Cuando se pierde de vista esta perspectiva, se corre el riesgo de caer en las ideologías de un signo u otro. El Deuteronomio señala de forma vibrante el amor libre y gratuito de Dios por el pueblo oprimido e insignificante de Israel.
“Porque tú eres un pueblo santo para el señor, tu Dios; el Señor, tu Dios, te eligió para que seas, entre todos los pueblos de la tierra el pueblo de su propiedad. Si el Señor se enamoró de ustedes y los eligió, no fue por ser ustedes más numerosos que los demás, pues son el pueblo más pequeño, sino que por puro amor a ustedes y por mantener el juramento que había hecho a vuestros padres, los sacó el Señor de Egipto con mano fuerte y los rescató de la casa de esclavitud, del poder del faraón, rey de Egipto (Dt 7,6-8).
El misterio de la Encarnación revela el amor del Padre al mundo, enviando a su Unigénito en una carne semejante a la del pecado, para liberarla de la esclavitud del pecado (Cf. Rom 8, 3; Jn 3,16). «Para la libertad nos ha liberado Cristo» (Gal 5,1). El amor del Hijo se revela asumiendo nuestra carne y cargando con nuestro pecado. «El Verbo se hizo carne» (Jn 1,14), se hizo uno de tantos (cf. Flp 2,6ss), en todo probado como nosotros menos en el pecado (cf. Heb 4,14-16). «Conocen la gracia de nuestro Señor Jesucristo, el cual siendo rico se hizo pobre, para enriquecernos con su pobreza»” (cf. 2Cor 8,9). El amor del Señor se revela asumiendo la pobreza radical de nuestra carne, la propia de la criatura, de la criatura pecadora. El P. Ancel calificaba esta pobreza del Verbo encarnado como una pobreza ontológica. El Hijo, como dice la carta a los Hebreos no se avergüenza de llamarnos hermanos (cf. Heb 2,10- 18). Para nosotros esto tiene una concreción muy sencilla: Amar a los pobres en, con y como Jesucristo es, ante todo, amarlos asumiendo su fragilidad y la nuestra, sus límites y los nuestros, su pecado y el nuestro. No amamos a los pobres porque sean perfectos, sino porque son amados con un amor de predilección por el Hijo de Dios que quiso identificarse de modo particular con ellos.
Por amor a los pobres de la tierra, el Verbo de Dios eligió también la pobreza sociológica. «Quiso ser pobre, escogió padres pobres, nació pobre, la pobreza fue su carácter distintivo. Se puso al nivel de los pobres, se encontraba a gusto con los pobres, vivió pobre, trabajó como un pobre, fue despreciado como un pobre… Y todo esto, por amor a la pobreza, por obediencia a su Padre y por amor a nosotros» (VD 407).
El P. Chevrier buscó y cultivó, con ahínco, esta dimensión de la pobreza de Jesús, pero siendo muy consciente que nunca la pobreza elegida y la pobreza impuesta por la vida son lo mismo. No obstante, él se sentía por gracia impulsado a seguir a Jesús pobre entre los pobres. Y esto como un verdadero camino de fecundidad apostólica. «¡Qué libertad, qué poder da al sacerdote esta santa y bella pobreza de Jesucristo!… ¡Qué hermoso! ¡Qué grande! ¡Qué admirable es este hombre!» (VD 322).
Jesús pobre nos enseña que la seguridad y fecundidad del apóstol pobre no se encuentra en los medios ricos de este mundo. Él, para llevar adelante el designio del Padre, para llevar a cabo «la obra del Padre», eligió el camino de los medios pobres. Su amor a los pobres y pecadores, se puso de relieve en el hecho de que no tenía donde reclinar la cabeza, en despojo radical de sí mismo, no teniendo más arma que la palabra y la oración. Como el grano de trigo murió para dar vida. Como el último de los esclavos, siendo el Maestro y el Señor, lavó los pies de sus discípulos. Él se dio en comida y bebida en el pan y el vino. «El Buen Pastor da la vida por sus ovejas» (Jn 10,11).
El amor a los pobres y la pobreza de Jesús encuentran su raíz última en la comunión del Hijo con el Padre. Chevrier lo pone de manifiesto hablando de la renuncia a los bienes de la tierra:
“Nuestro señor expresa muy bien en dos palabras cómo hemos de conducirnos respecto a las cosas de la tierra, cuando refiriéndose a la vida común entre él y el Padre, dice: todo lo mío es tuyo y lo tuyo mío (Jn 17,10). para alcanzar esta disposición de espíritu hemos de considerar todas las cosas como propiedad de Dios y de los pobres. No somos dueños de nada, ante Dios no poseemos nada. somos solamente administradores de Dios y los distribuidores de los bienes de los pobres” (VD 288).
La comunión con el Padre es la fuente que llevó a Jesús a una real y efectiva comunión con los pobres. Juan Pablo II en el programa pastoral para el presente milenio nos invitaba a una nueva imaginación de la caridad.
“Es la hora de un nueva «imaginación de la caridad», que promueva no tanto y no sólo la eficacia de las ayudas prestadas, sino la capacidad de hacerse cercanos y solidarios con quien sufre, para que el gesto de ayuda sea sentido no como limosna humillante, sino como un compartir fraterno” (NMI 50).
Amar es hacerse, en Jesús y con él, hermano de todo el que me necesita, en particular de los desheredados de este mundo. El Hijo de Dios no se avergonzó de llamarse nuestro hermano, como acabo de recordar. La carta de Chevrier, que comento, insiste en este punto: nos alerta ante la tentación de buscar la amistad entre los grandes del mundo y de la Iglesia. Así lo había detectado en el clero de su tiempo, por lo que escribía a sus seminaristas:
“Y no temamos los reproches que los judíos hacían a nuestro Señor: su Maestro está siempre con los pobres, los publicanos y la gente de mala vida. Es un reproche que debe enorgullecernos en lugar de avergonzarnos. Nuestro Señor vino a buscar a los pobres. «Me ha enviado a llevar la buena noticia a los pobres».
En esta perspectiva se impone un interrogante que estamos llamados a plantearnos personalmente y como Instituto: ¿Cómo salimos en busca de los pobres, ignorantes y pecadores? El amor de Cristo nos apremia a llevar la buena noticia a los que no cuentan a los ojos del mundo. San Pablo sigue clamando: «Lo necio del mundo lo ha escogido Dios para humillar a los sabios, y lo débil del mundo lo ha escogido Dios para humillar lo poderoso» (1Cor 1,26-31). El olvido de esta verdad propia de la historia de la salvación, hace que sigamos lamentándonos y añorando en no pocas ocasiones los tiempos de la cristiandad. Amar nuestras comunidades pobres, insignificantes e irrelevantes en este momento de la historia es de suma importancia, para vivir y comunicar la alegría del Evangelio, para evangelizar y acompañar espiritualmente a los pobres. El Papa Francisco lo recordaba en su programa pastoral en estos términos:
“Puesto que esta exhortación se dirige a los miembros de la Iglesia Católica quiero expresar con dolor que la peor discriminación que sufren los pobres es la falta de atención espiritual. La inmensa mayoría de los pobres tiene una especial apertura a la fe; necesitan a Dios y no podemos dejar de ofrecerles su amistad, su bendición, su palabra, la celebración de los sacramentos y la propuesta de un camino de crecimiento y de maduración en la fe. La opción preferecial por los pobres debe traducirse principalmente en una atención religiosa privilegiada y prioritaria” (EG 200).
Jesús de Nazaret, ungido y enviado en el Espíritu recorría las sinagogas y aldeas caminando, para comunicar a todos la presencia del reino de Dios. Y lo hacía con los discípulos que había asociado a su misión. Eligió e instituyó Doce «para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar, y que tuvieran autoridad para expulsar a los demonios» (Mc 3,13-15). El apóstol, por tanto, es asociado a la misión del Señor enviado a evangelizar a los pobres. Por ello, Chevrier, concluye la carta que comento, con una afirmación que sintetiza el carisma del Prado: Apliquense bien a la oración y a fundamentar su vocación de catequistas de los pobres, porque es la más bella de todas y la más digna de envidia.
Amar a los pobres, es estar con ellos, compartir sus vidas, para evangelizarlos, para comunicarles la fe. Estamos en la dinámica del misterio de la encarnación redentora. El Verbo se hizo carne, vivió como uno de tantos, para darnos a conocer el nombre del Padre, para dar a cuantos creyeran en él, la posibilidad de llegar a ser hijos de Dios. «La obra del Padre es esta, según las palabras que el evangelista Juan pone en labios de Jesús: que crean en el que él ha enviado» (Jn 6,29). La Palabra de la vida se hizo visible, palpable, para que creyéramos en ella y nos adentrásemos en la comunión del Padre y del Hijo (cf. 1Jn 1,1-4). En esta perspectiva conviene recordar, a mi entender, la expresión de todos conocida del P. Chevrier: «Iré en medio de ellos y viviré su propia vida; esos niños verán más de cerca lo que es un sacerdote, y les daré la fe». Su amor apasionado por los pobres ardía en su deseo de darles a conocer a Jesucristo. Y esto porque en el conocimiento de Jesucristo se encuentra «la clave de todo. Conocer a Dios y a su Cristo:en eso se encuentra todo el ser del hombre, del sacerdote, del santo» (Carta 105).
Las orientaciones pastorales dictadas por el Papa Juan Pablo II para el presente milenio recordaban a la Iglesia la primacía de «la caridad de la palabra», que debe ir acompañada de un estilo de vida pobre y de la caridad de las obras.
“Por eso tenemos que actuar de tal manera que los pobres, en cada comunidad cristiana, se sientan como «en su casa». ¿no sería este estilo la más grande y eficaz presentación de la buena nueva del reino? Sin esta forma de evangelización, llevada a cabo mediante la caridad y el testimonio de la pobreza cristiana, el anuncio del evangelio, aun siendo la primera caridad, corre el riesgo de ser incomprendido o de ahogarse en el mar de palabras al que la actual sociedad de la comunicación nos somete cada día. La caridad de las obras corrobora la caridad de las palabras” (NMI 50).
«Aprendan a amar a los pobres». Esta exhortación del P. Chevrier, a mi entender, debe estar en nuestra búsqueda personal, en los encuentros de nuestros equipos de vida, en nuestra asamblea. El amor a los pobres es un aprendizaje a lo largo de toda nuestra existencia, un aprendizaje vivido en la alegría de quien se siente convocado a compartir la misión del Verbo encarnado. El conocimiento de Jesucristo nos lleva a contemplar y vivir su amor por el Padre y los pobres, pues hemos sido asociados a compartir su misión: ungido con el Espíritu de santidad para Evangelizarlos.
Las entrañas de Jesús, el Buen Pastor, se conmovieron al ver a las muchedumbres que andaban como ovejas sin pastor. «Al desembarcar, Jesús vio una multitud y se compa- deció de ella, porque andaban como ovejas que no tienen pastor; y se puso a enseñarles muchas cosas». Luego les dio a comer mediante los suyos, para que anduvieran el camino. Y les dio de comer bendiciendo los panes y peces procedentes de la misma muche- dumbre. Oró, bendijo, partió y distribuyó los panes y peces a través de sus discípulos (Mc 6,30-44). Y luego se retiró él solo al monte a orar.
II.- «Y PERMANECER SIEMPRE EN LA SANTA POBREZA»
Los evangelios narran cómo Jesús mantuvo a lo largo de su vida un gran combate para ser y perma- necer pobre en las diferentes etapas de su vida. Conviene meditar con sencillez y hondura en este combate. recorrió todo el camino de su vida terrena como el siervo pobre, manso y hu- milde de corazón. Fue un combate que duró hasta la cruz. La expresión del P. Chevrier “permanecer en la santa pobreza” es una exhortación a seguir a Jesús pobre, santificó con su opción de amor la Pobreza.
¡Oh pobreza, qué bella eres! / Jesu- cristo, mi señor, te halló tan bella / que te tomó por esposa cuando bajó del cielo, / y de ti hizo la compañera de su vida, / contigo quiso morir en la cruz. / Dame,
oh Maestro mío, esta hermosa pobreza, / que la abrace con amor, y haga de ella la compañera de toda mi vida. / ¡Que yo muera con ella sobre un leño, / como murió mi Maestro! (VD 323).
Para permanecer en la santa pobreza, esto es, en la pobreza de Jesús, el Siervo manso y humilde, que vino a implantar el derecho y la justicia, de acuerdo con lo anun- ciado por el profeta, es de todo punto necesario que nos adentre- mos en los combates mantenidos por él para vencer la tentación de un Mesías poderoso y fuerte de acuerdo con los criterios del mundo. Un combate que Jesús vivió a lo largo de todas las etapas de su vida. Un combate que también nosotros estamos llamados a vivir a lo largo de las etapas de nuestra existencia en el seno de la Iglesia y de la historia. Veamos brevemente las etapas de la vida de Jesús en Nazaret, en la Vida pública y en la Pascua. En las reflexiones anteriores evoqué ya el misterio de la Encarnación.
1.- Jesús pobre en Nazareth
Después que José decidiera instalarse en Nazaret, Jesús vivió la pobreza propia del hijo que crece en una familia de trabajadores, en un pueblo sin relevancia social. Trabajó para ganar el pan con el sudor de su frente, como lo hiciera un trabajador manual en su tiempo. Es la pobreza propia de la condición humana desde el momento en que el Señor dijo a Adán: «Ganarás el pan con el sudor de tu frente» (Gen 3,19). Esta pobreza de Jesús estaba ya enriqueciendo a la humanidad, pues estaba devolviendo «a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado». En este sentido es importante escuchar, una vez más, una afirmación muy signi- ficativa del Concilio Vaticano II.
El que es imagen de Dios invisible (col 1,15) es también el hombre per- fecto, que ha devuelto a la descendencia de adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. en él, la natura- leza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dig- nidad sin igual. el Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hom- bre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado (GS 22).
En Nazaret, el Verbo eterno vive una etapa de aprendizaje, silencio, trabajo, discreción y sometimiento a la condición humana, tal como la conocemos en la realidad histórica. En esta perspectiva es muy significativo el comentario del evangelista Lucas cuando Jesús se quedó en el Templo y sus padres lo buscaron angustiados: «Pero ellos no comprendieron lo que les dijo. Él bajó con ellos y fue a Nazaret y estaba sujeto a ellos. Su madre conservaba todo esto en su corazón. Y Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2,50-52).
2.- Jesús pobre en la vida pública
Para comprender la pobreza de Jesús a lo largo de su vida pública, es importante ahondar en el sentido de su respuesta a Juan Bautista cuando se resistía a bautizarlo: «Conviene que así cumplamos toda justicia» (Mt 3,15). Se trata de llevar a cabo el designio salvador del Padre. Y este designio pasa por la condición del «Siervo» que carga con el pecado y dolencias de la humanidad. Jesús, sin duda alguna, a lo largo de sus años de Nazaret, había meditado en el silencio lo dicho por el profeta sobre el Siervo que tendría éxito, pero pasando por el sufrimiento y la humillación: «Él tomó el pecado de muchos e interce- dió por los pecadores» (Is 52,13- 53,12). San Pablo afirma: «…Porque Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pe- dirle cuenta de sus pecados y nos encargó el ministerio de la reconci- liación… Al que no conocía el pe- cado, lo hizo pecado en favor nuestro, para que nosotros llegára- mos a ser justicia de Dios en él» (2Cor 5,18-21).
Jesús, a lo largo de su vida pública afrontó con decisión permanecer en «el camino del siervo», en la pobreza propia del siervo, enviado por el Padre al mundo para reconciliarlo con él. Y esto es propio del ministerio de la reconciliación, que el Señor nos ha confiado en la comu- nión de la Iglesia.
Impulsado por el Espíritu y acreditado como Hijo en el que Dios Padre se complace (Mt 3, 16-17 → Is 42,1-2), Jesús fue tentado por el diablo, para que siguiese un camino distinto al camino del Siervo, esto es, un camino de poder, prestigio y dominio. En las tentaciones del desierto, sostenido por el Espíritu, Jesús de Nazaret se manifiesta como el verdadero Hijo enviado por el Padre al asumir con determinación la senda propia del Siervo. Él decidió vivir de acuerdo con la totalidad de la escritura. No pone el poder de Dios a su servicio, sino que se pone al servicio del designio del Padre. No busca lo maravilloso y espectacular, para que le admiren y admitan, sino que vive pobre y discreto, sin tentar a Dios. Él no busca dominar el mundo, sino permanecer como el verdadero adorador de Dios, dando culto solamente al Padre que lo había enviado.
En esta perspectiva, conviene recordar que las tentaciones se prolongarán a lo largo del camino, como san Lucas anunciaba al concluir el relato de las tentaciones: «Acabada toda tentación, el demonio se marchó hasta otra ocasión» (Lc 4, 13). Permanecer en la pobreza fue un combate que Jesús tuvo que mantener a lo largo de los años, pues el demonio se sirvió de unos y otros, para incitarle a abandonar el ca- mino de la verdadera justicia. Pero sostenido por el Espíritu permaneció firme en su decisión.
Sus hermanos, como evoca el cuarto evangelio, le decían: «Sal de aquí y marcha a Judea para que también tus discípulos vean las obras que haces, pues nadie obra nada en secreto, sino que busca estar a la luz pública. Si haces estas cosas, manifiéstate al mundo». Y comenta el evangelista: «Y es que tampoco sus hermanos creían en él». La respuesta de Jesús a la propuesta de sus hermanos es muy significativa: «Mi tiempo no ha llegado todavía, el suyo está siempre dispuesto…» (Jn 7,1ss). Jesús no busca su propio prestigio, sino llevar a las muchedumbres a la fe. Él vino para anunciar el reino de Dios e invitar a la conversión y la fe. El anuncio y llegada del Reino de Dios no sigue los criterios del mundo. es necesario discernir y permanecer de acuerdo con la justicia de Dios. estamos en la dinámica y lógica de la pobreza apostólica, de la gracia. El siervo enriquece a la humanidad con su pobreza. Pobres para enriquecer con «la santa pobreza», en expresión de Chevrier.
El evangelista Marcos sintetiza la predicación de Jesús en estos términos: «se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios; decía: “Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios. Conviértanse y crean en el Evangelio”» (Mc 1,14-15). Para ello se hizo pobre y luchó para vivir como el Siervo que nos enriquece a todos con su pobreza. Se compadeció ante las muchedumbres que andaban como ovejas sin pastor. Las instruyó y les dio de comer para el camino; pero no sucumbió a la tentación proveniente a través de las mismas muchedumbres. Cuando trataron de hacerlo rey, líder mesiánico, se retiró solo a la montaña a orar. Y cuando las muchedumbres le buscaron, las recibió con estas duras palabras: «En verdad, en verdad les digo: me buscan no porque han visto signos, sino porque comieron hasta saciarse. Trabajen no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna, el que les dará el Hijo del hombre; pues a este lo ha sellado el Padre, Dios» (Jn 6,26-27).
Jesús no tenía donde reclinar la cabeza. A los Doce los envió a proclamar el reino de Dios, diciéndoles: «No lleven nada para el camino: ni bastón ni alforja, ni pan ni dinero; tampoco tengan dos túnicas cada uno…» Y comenta el evangelista: «Se pusieron en camino y fueron de aldea en aldea, anunciando la Buena Noticia y curando en todas partes» (Lc 9,1-6). Yo sé que no debemos tomar las cosas al pie de la letra; pero es evidente que se nos marca la dirección a seguir. El apóstol debe anunciar el reino de Dios como un pobre y con el poder de la palabra de Dios curar las enfermedades de los hombres y mujeres de nuestro tiempo. La pobreza apostólica nos capacita para anunciar la llegada del reino de Dios, invitando a la conversión y la fe, como lo hiciera Jesús a las muchedumbres hambrientas de pan y de Dios.
La tentación alcanzó también a Jesús a través de sus discípulos. Pedro lo increpó a parte, cuando les anunció la suerte que le esperaba. Y Jesús le replicó delante de todos: «¡Ponte detrás de mí, Satanás! Eres para mí piedra de tropiezo, porque tú piensas como los hombres y no como Dios» (Mt 16,23). A los discípulos que le proponían hacer bajar fuego del cielo que acabase con los que no quisieron recibirlo, Jesús los regañó, no sabían de qué espíritu eran (cf. Lc 9, 51-56). Jesús avanzó como el Siervo manso y humilde corazón, invitando a los cansados y agobia- dos a acudir a él (cf. Mt 11,28-30).
Cierto, los discípulos lo habían seguido con entusiasmo y prontitud, dejándolo todo; pero los vemos pelearse por los primeros puestos en «el reino mesiánico» que añoraban y soñaban. Querían servir al pueblo, pero como los grandes de este mundo, desde el poder. Ellos esperaban un Mesías fuerte y poderoso, que vendría a restaurar el reino de Israel. Así lo confesaban los frustrados y tristes discípulos de Emaús, al peregrino ignoto. La pregunta de los discípulos a Jesús resucitado, aun después de haberse aparecido a ellos y haberlos instruidos acerca del reino de Dios durante cuarenta días, reflejaba la misma perspectiva: «Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel?» (Hch 1,6). La tentación de un mesianismo al estilo de la cultura de este mundo reaparece constantemente. A la carne le cuesta aceptar el camino del Siervo anunciado por el profeta: «Miren a mi siervo, mi elegido, mi amado, en quien me complazco.
Estas palabras de Jesús concuerdan bien con las que leemos en Mateo y Lucas: «Busquen sobre todo el reino de Dios y su justicia; y todo lo demás se les dará por añadidura» (Mt 6,33; Lc 12,31). Él no cedió nunca a la tentación de un mesianismo triunfal, al estilo del mundo. no tuvo miedo de quedarse solo. Cuando los seguidores le dan la espalda, se vuelve a los Doce y les pregunta: «¿También ustedes quieren marcharse?» (Jn 6,67). Él permanece pobre sin dej arse arrastrar por el sentimiento ni el deseo de las muchedumbres hambrientas. Avanza desde el discernimiento. Enriquece con su pobreza. Y es que Jesús sabe que solamente la verdad puede hacer libres para la libertad del amor.
Jesús no tenía donde reclinar la cabeza. A los Doce los envió a proclamar el reino de Dios, diciéndoles: «no llevéis nada para el camino: ni bastón ni alforja, ni pan ni dinero; tampoco tengáis dos túnicas cada uno…» Y comenta el evangelista: «Se pusieron en camino y fueron de aldea en aldea, anunciando la Buena Noticia y curando en todas partes» (Lc 9,1-6). Yo sé que no debemos tomar las cosas al pie de la letra; pero es evidente que se nos marca la dirección a seguir. El apóstol debe anunciar el reino de Dios como un pobre y con el poder de la palabra de Dios curar las enfermedades de los hombres y mujeres de nuestro tiempo. La pobreza apostólica nos capacita para anunciar la llegada del reino de Dios, invitando a la conversión y la fe, como lo hiciera Jesús a las muchedumbres hambrientas de pan y de Dios.
La tentación alcanzó también a Jesús a través de sus discípulos. Pedro lo increpó a parte, cuando les anunció la suerte que le esperaba. Y Jesús le replicó delante de todos: «¡Ponte de- trás de mí, Satanás! Eres para mí piedra de tropiezo, porque tú piensas como los hombres y no como Dios» (Mt 16,23). A los discípulos que le proponían hacer bajar fuego del cielo que acabase con los que no quisieron recibirlo, Jesús los regañó, no sabían de qué espíritu eran (cf. Lc 9, 51-56). Jesús avanzó como el Siervo manso y humilde corazón, invitando a los cansados y agobiados a acudir a él (cf. Mt 11,28-30).
Cierto, los discípulos lo habían seguido con entusiasmo y prontitud, dejándolo todo; pero los vemos pelearse por los primeros puestos en «el reino mesiánico» que añoraban y soñaban. Querían servir al pueblo, pero como los grandes de este mundo, desde el poder. Ellos esperaban un Mesías fuerte y poderoso, que vendría a restaurar el reino de Israel. Así lo confesaban los frustrados y tristes discípulos de Emaús, al peregrino ignoto. La pregunta de los discípulos a Jesús resucitado, aun después de haberse aparecido a ellos y haberlos instruidos acerca del reino de Dios durante cuarenta días, reflejaba la misma perspectiva: «Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel?» (Hch 1,6). La tentación de un mesianismo al estilo de la cultura de este mundo reaparece constantemente. A la carne le cuesta aceptar el camino del Siervo anunciado por el profeta: «Miren a mi siervo, mi elegido, mi amado, en quien me complazco.
Sobre él pondré mi espíritu para que anuncie el derecho a las naciones. No porfiará, no gritará, nadie escuchará su voz por las calles. La caña cascada no la quebrará, la mecha vacilante no la apagará, hasta llevar el derecho a la victoria; en su nombre esperarán las naciones» (Mt 12,18- 21). La justicia de Dios se revela en el Siervo pobre, manso y humilde de corazón.
3.- Jesús pobre en la Pascua
Si Jesús mantuvo un duro combate con los suyos, la muchedumbre y sus discípulos para permanecer en el camino de Siervo, mayor y más significativa fue la lucha que sostuvo con su propia carne, consigo mismo, para llevar a cabo la hora del Padre. Así se puso de manifiesto que asumió plenamente una carne semejante a la nuestra. Este combate fue muy doloroso para él y muy luminoso para nosotros. Es una lucha vivida en el interior del Hijo del Hombre, del Hombre perfecto. Un combate en la noche y el silencio, para adecuarse al designio del Padre. Jesús vence en la oración. «Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré? ¿Padre, líbrame de esta hora? Pero si por esto he venido, para esta hora: Padre, glorifica tu nombre» (Jn 12,27- 28). Los evangelios sinópticos presentan la misma lucha en la oración vivida por Jesús en Getsemaní. En la cruz se revela plenamente el drama vivido por Jesús en la carne. Lo hace con la oración de los salmos, que había orado con frecuencia: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15,34; Sal 22,2). «Padre, a tus manos enco- miendo mi espíritu» (Lc 23,46; Sal 31,6). Sostenido por el Espíritu «la carne pobre y débil» termina por ofrecerse en las manos del Padre, como una ofrenda agradable y salvadora, tal como lo recuerda la carta a los Hebreos (cf. Heb 9,14). Es la ofrenda del amor, la propia de los hijos imitadores del Padre. «Sed imitadores de Dios, como hijos queri- dos, y vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros a Dios como oblación y víctima de suave olor» (Ef 5,1-2).
Cuando Pedro, en el momento del prendimiento, trató de defenderlo con la espada, Jesús le dijo: «Envaina la espada: que todos los que empuñan la espada, a espada morirán. ¿Piensas tú que no puedo acudir a mi Padre? Él me mandaría enseguida más de doce legiones de ángeles. ¿Cómo se cumplirían entonces las Escrituras que dicen que tiene que pasar?» (Mt 26,52-54).
Jesús vive su pasión con la conciencia de haber venido al mundo, para llevar a cumplimiento las Escrituras, para llevar a cabo la justicia de Dios, el plan de salvación. Resucitado de entre los muertos, salió al encuentro de los discípulos y les abrió el entendimiento para que comprendieran las Escrituras (cf. Lc 24,44-49). En el camino de Emaús les había dicho a los defraudados y desalentados discípulos: «¡Qué necios y torpes sois para creer lo que dijeron los profe- tas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto y entrara así en su gloria?» Y añade el evangelista: «Y, comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que se refería a él en todas las Escrituras» (Lc 24,25-27).
Despojado de todo, Jesús supera en la cruz la tentación más sutil de todas. Una tentación que provine de los que pasaban, de los sumos sacerdotes con los escribas y ancianos, de los soldados y de los bandidos. Todos a una le proponían que bajase de la cruz, para creer en él como el Mesías, el Rey de Israel, el Hijo de Dios.
Los que pasaban, lo injuriaban, meneando la cabeza, decían: «tú que destruyes el templo y lo reconstruyes en tres diá s, saĺ vate a ti mismo; si eres Hijo de Dios, baja de la cruz». igualmente, los sumos sacerdotes con los escribas y los ancianos se burlaban también di- ciendo: «a otros ha salvado y él no se puede salvar. ¡es el rey de israel!, que baje ahora de la cruz y le creeremos. confió en Dios, que lo libre si es que lo ama, pues dijo: “soy Hijo de Dios” De la misma manera los bandidos que esta- ban crucificados con él lo insultaban (Mt 27,39-44pp).
Jesús permaneció en la cruz, cumpliendo así toda justicia de acuerdo con el designio salvador del Padre. Por ello, como enseña el himno de la carta a los Filipenses, fue exaltado y recibió un nombre sobre todo nombre. No de parte de los hombres, sino de Dios. Así lo había dicho Jesús al presentarse como el buen pastor: «Yo soy el Buen Pastor. El buen pastor da la vida por sus ovejas… Por esto me ama el Padre, porque yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla: este mandato he recibido de mi Padre» (Jn 10, 11.17-18). He aquí el camino de la pobreza y de la obediencia libre del Hijo vivido en la condición de Siervo a lo largo de las etapas de su andadura en la tierra.
III.- EL CAMINO A SEGUIR PARA AMAR A LOS POBRES Y PERMANECER
POBRES
Puesto que Jesucristo es el camino, lo primero de todo es creer en la palabra de Jesús que «levantando los ojos hacia sus discípulos, les decía: “Bienaventurados los pobres, porque suyo es el reino de Dios”» (Lc 6,20). El seguimiento de Jesús pobre es gracia y como tal estamos llamados a suplicarla, vivirla y cultivarla personalmente y en fraternidad apostólica. Se trata de ser en, con y como Jesús los «pobres de Dios». Releamos, una vez más, lo que el P. Chevrier escribía:
«Bienaventurados los pobres». sí, seamos siempre los pobres de Dios, permanezcamos siempre pobres, trabajemos con los pobres, que el carácter distintivo de nuestra vida sean siempre la pobreza y la sencillez, y tendremos siempre la bendición de Dios y de nuestro santo padre.
Puesto que nos encontramos ante una gracia, estamos llamados a vivirla con humildad, sencillez y alegría, sin imponerla y sin ocultarla. No olvidemos lo que alguien dijo: «La minoría y la marginalidad, como la santidad, también pueden encerrar un pecado de soberbia: la soberbia de ser pocos». El que sigue a Jesús pobre no juzga a los demás, pero lleno de admiración y agradecimiento por la gracia recibida, la comparte y la pide para sus hermanos de camino. El «misterio del pesebre » nos recuerda que la pobreza y la humildad son inseparables.
Si caminamos tras las huellas de Jesús pobre, no buscaremos crecer y subir, sino todo lo contrario. El lavatorio de los pies, así como el himno de la carta a los Filipenses, nos muestran cómo el Maestro y Señor se humilló y sirvió obedientemente desde el último lugar, desde el madero de los malditos. Por ello es interesante escuchar lo que el P. Chevrier escribe a los seminaristas y recalca en «el Verdadero Discípulo». Él insiste en contentarse con lo necesario, pues por no contentarse con lo necesario se falta a menudo «a la santa pobreza», es decir, al seguimiento de Jesús pobre y a la evangelización de los pobres.
No trabajen para crecer y subir, trabajen para hacerse pequeños y achicarse de modo que se coloquen a la altura de los pobres, para estar con ellos, vivir con ellos, morir con ellos (Carta 114).
El verdadero pobre de Jesucristo va siempre recortando, disminuyendo. el que tiene el espíritu del mundo, siempre va acumulando, en aumento. el que tiene el espíritu de pobreza se dice a sí mismo: tengo bastante más de lo que necesito… Donde no hay algo que sufrir, no hay verdadera pobreza (VD 295).
Para A. Chevrier «lo único necesario para nosotros es catequizar bien y orar; el resto no es nada» (VD 299). Quien sigue a Jesús pobre, ungido y enviado a evangelizar a los pobres, vivirá con alegría la dicha de guiar a los pobres al verdadero conocimiento de Jesucristo. «¡Cuánto bien hace el trabajar con los pobres! Se nota que son los amigos de Dios y que trabajando en sus almas no se trabaja en vano. Amen mucho a los pobres, a los pequeños». Esto supone vigilar y estar alerta, pues existe la tentación de buscar una rentabilidad del ministerio apostólico de acuerdo con los criterios del mundo, o bien de lo espectacular y llamativo a los ojos de la sociedad. Así se olvida que el grano de trigo debe morir para dar fruto abundante. «el misterio de la cruz» es la expresión de la pobreza radical y fecunda del Señor y del discípulo enviado en el Espíritu para hacer discípulos de todos los pueblos.
Como Jesús, también nosotros debemos estar atentos a las tentaciones que nos acechan a lo largo de la vida, si queremos ser y permanecer pobres y al servicio del Evangelio entre los pobres. Las tentaciones pueden provenir de la familia, de los fieles, de los compañeros y de los responsables de la Iglesia. Y esto con la mejor voluntad. Unos quieren que no suframos. Otros piensan que no debemos enterrar los talentos que se nos han dado, que haríamos más bien en otras tareas. Ahora bien, más allá de la concreción canónica de la misión que se nos confíe en obediencia, no perdamos nunca de vista que Jesús nos envía como apóstoles pobres para evangelizar a los pobres. El carisma del Prado, dado a la Iglesia y que ella nos ha confiado, debemos ponerlo al servicio de la misión de acuerdo con estas palabras de Jesús: «Vayan a anunciar a Juan lo que estan viendo y oyendo: los ciegos ven y los cojos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan y los pobres son evangelizados. ¡Y bienaventurado el que no se escandalice de mí!» (Mt 11,4-6). Chevrier señalaba esta tentación con palabras Incisivas:
Y no temamos los reproches que los judíos hacían a nuestro señor: su Maestro está siempre con los pobres, los publicanos y la gente de mala vida. Es un reproche que debe enorgullecernos en lugar de avergonzarnos. Nuestro Señor vino a buscar a los pobres. «Me ha enviado a evangelizar a los pobres».
Para concluir estas reflexiones, una llamada al realismo. Jesús pobre lo fue a lo largo de toda su vida y misión; pero, como hemos visto, no vivió la santa pobreza de la misma forma en las diferentes etapas de su vida. Y lo mismo nos sucede a nosotros. Por ello estamos llamados a asumir la gracia del seguimiento de Jesucristo pobre para evangelizar a los pobres de acuerdo con la etapa de nuestro devenir histórico y apostólico. En esta perspectiva, me parece importante recordar dos textos del apóstol Pablo:
“Llevamos este tesoro en vasijas de barro, para que se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros” (2Cor 4,7).
“Por la grandeza de las revelaciones, y para que no me engría, se me ha dado una espina en la carne: un emisario de satanaś quemeabofetea,paraquenome engría. por ello, tres veces le he pedido al señor que lo apartase de mí y me ha respondido: «te basta mi gracia: la fuerza se realiza en la debilidad». así que muy a gusto me glorío de mis debi- lidades, para que resida en mí la fuerza de Cristo. Por eso vivo contento en medio de las debilidades, los insultos, las privaciones, las persecuciones y las dificultades sufridas por Cristo. porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2Cor 12,7-10).
La fragilidad y debilidad, asumidas con amor, lejos de impedirnos «ser buen pan» para los demás, lo hacen posible. «el misterio de la eucaristía» comporta el paso por el misterio del pesebre y de la cruz, para ser buen pan. Termino leyendo un texto de nuestras Constituciones y de Juan Pablo II sobre la Eucaristía:
En el misterio de la eucaristía, al comulgar de la palabra y del cuerpo de Cristo, somos invitados a ofrecernos cada día en sacrificio, haciéndonos alimento de cuantos buscan una respuesta de amor, verdad y liberación definitiva. «Tomaremos como lema de caridad esta palabra de nuestro señor: “tomad y comed”, considerándonos como un pan espiritual que ha de alimentar a todos por la palabra, el ejemplo y la entrega» (Const. 11).
Anunciar la muerte del señor «hasta que venga» (1 Cor 11,26), comporta para los que participan en la eucaristía el compromiso de transformar su vida, para que toda ella llegue a ser en cierto modo «eucarística». precisamente este fruto de transfiguración de la existencia y el compromiso de transformar el mundo según el evangelio, hacen resplandecer la tensión escatológica de la celebración eucarística y de toda la vida cristiana: «¡Ven, señor Jesús!» (Ap 22, 20) (EDE 20).
Para la meditación personal, sugiero leer detenidamente la carta 114 del P. Chevrier con estas u otras preguntas que cada uno puede hacerse:
• ¿Vivo con alegría seguir a Jesús pobre en su amor a los pobres?
• ¿Cómo trato de cultivar el don de ser llamado a evangelizar a los pobres?
• ¿Cómo ayudarnos mutuamente en los equipos a permanecer pobres al servicio de la evangelización de los pobres con el resto de nuestros presbiterios?