COMENTARIO EXEGÉTICO-ESPIRITUAL
“CIMIENTOS FIRMES CUANDO ARRECIA LA CRISIS”
Domingo XXXIII del Tiempo Ordinario
13 de noviembre 2022
P. Raúl Moris,
Prado de República de Chile
Como algunos, hablando del Templo, decían que estaba adornado con hermosas piedras y ofrendas votivas, Jesús dijo: «De todo lo que ustedes contemplan, un día no quedará piedra sobre piedra: todo será destruido».
Ellos le preguntaron: «Maestro, ¿cuándo tendrá lugar esto y cuál será la señal de que va a suceder?». Jesús respondió: «Tengan cuidado, no se dejen engañar, porque muchos se presentarán en mi nombre diciendo: ‘Soy yo’, y también: ‘El tiempo está cerca’.
No los sigan. Cuando oigan hablar de guerras y revoluciones, no se alarmen; es necesario que esto ocurra antes, pero no llegará tan pronto el fin».
Después les dijo: «Se levantará nación contra nación y reino contra reino. Habrá grandes terremotos; peste y hambre en muchas partes; se verán también fenómenos aterradores y grandes señales en el cielo.
Pero antes de todo eso, los detendrán, los perseguirán, los entregarán a las sinagogas y serán encarcelados; los llevarán ante reyes y gobernadores a causa de mi nombre, y esto les sucederá para que puedan dar testimonio de Mí.
Tengan bien presente que no deberán preparar su defensa, porque yo mismo les daré una elocuencia y una sabiduría que ninguno de sus adversarios podrá resistir ni contradecir.
Serán entregados hasta por sus propios padres y hermanos, por sus parientes y amigos; y a muchos de ustedes los matarán. Serán odiados por todos a causa de mi nombre. Pero ni siquiera un cabello se les caerá de la cabeza.
Gracias a la constancia salvarán sus vidas».
(Lc 21, 5-19)
Comentario
¿Qué actitud tomar ante una época de incertidumbre y angustia, qué hacer cuando, adonde dirijamos la vista, observamos en torno nuestro –como poética y proféticamente sentenciaba uno de los autores más influyentes del s XIX y XX- que “todo lo sólido se desvanece en el aire”?
Una actitud es la Apocalíptica: la de aquel, que por donde mire, ve signos del fin, un paisaje hostil, desolador y desesperanzado. Otra actitud es la Indiferente: todo lo que está pasando, cuenta como si no pasara, la vida ordinaria porfía en continuar y replicarse, impertérrita, a pesar de las sacudidas del vendaval de los tiempos. Otra, es la Resignada: estamos sobrepasados, pero, venidos a este mundo a sufrir, aceptemos, entonces, sin reclamar, nuestra cuota de dolor. Otra, la Integrada: muta el mundo vertiginosamente, sin embargo, más persistente que la mutación, es mi capacidad de adaptación, estoy hecho para acoger el cambio con entusiasmo y “reinventarme” con ligereza, no importa cuánto empeñe.
La actitud, no obstante, del cristiano ante una época de angustia, habrá de ser otra, necesariamente diversa de las cuatro que acabamos de esbozar; sobre esto nos advierte el Evangelio de hoy.
La década del 70, que es la que sin duda tiene en vista san Lucas cuando está terminando de escribir su Evangelio –que, según los expertos, vio la luz probablemente en la década de los 80- es una de estas épocas de angustia. La vida se hacía inestable en muchos aspectos. Por nombrar los más relevantes para las nacientes comunidades cristianas, habría que señalar, en primer lugar, la profanación e incendio del Templo de Jerusalén en el año 71, luego del sitio de la ciudad a manos de las tropas romanas; acción que terminó de manera brutal con las prácticas religiosas tradicionales del judaísmo: cesaron para siempre los sacrificios –que sólo se celebraban en el Templo- se acabó la clase sacerdotal, se redujo la celebración a la liturgia de la palabra que se realizaba en la sinagoga; la destrucción del Templo fue un verdadero fin de mundo para el pueblo de Israel; si la fe del pueblo se había visto sostenida por la monumental belleza de las estructuras, de las piedras que adornaban el Templo, tendría ahora que aprender a sostenerse en algo menos tangible, asentado en una solidez de otra índole.
Por otra parte, si fuera de los límites de Palestina, la confianza de la gente se había sostenido en la pétrea organización del Imperio Romano, ésta distaba mucho ya de ser monolítica; mostraba, de hecho fisuras no menores, la Pax Romana, ya era un sueño que había sido brutalmente interrumpido para dar paso a la inquietante vigilia de las fronteras permanentemente asaltadas por los pueblos bárbaros, a los que ya no lograban contener las huestes romanas, a la experiencia de una administración provincial cada vez más incapaz de sofocar los numerosos levantamientos populares, porque no lograba comprender del todo las mentalidades diversas de los pueblos sometidos, a la zozobra permanente de las luchas intestinas que en los últimos años habían invadido el propio palacio imperial para poder hacerse con el poder. Incluso, la propia naturaleza jugaba su papel en la inquietud general: la noche del 24 de agosto del año 79, en la bahía de Nápoles, al sur de Italia, luego de semanas de terremotos, el Vesubio hacía erupción para sepultar en cenizas a Pompeya y Herculano.
Ante esta inquietud, las actitudes de las comunidades que se estaban consolidando en medio de la persecución en los diversos rincones del Imperio eran también múltiples:
Las hubo apocalípticas como nos testimonia la Segunda Carta a los cristianos de Tesalónica, que había caído en la inacción en la espera de la inminente venida del Señor y el consecuente fin de los tiempos; hubo algunas que con facilidad se adaptaban a las exigencias, muchas veces contrapuestas de los distintos predicadores itinerantes, generando en su interior conflictos y separaciones, como ocurría en Corinto y Galacia, entre otras, según el testimonio de San Pablo;
Hubo algunas que comenzaron con un gran ímpetu misionero, con un gran ardor en su fe, pero fueron perdiendo el paso, víctimas de la rutina, de la desazón, agonizando en la tibieza y la molicie, como parece ser el caso de algunas de las comunidades del Asia menor que aparecen mencionadas en el comienzo del libro del Apocalipsis.
Hubo muchas otras, sin duda, cuyos nombres la historia no recuerda, que se fueron apartando de la fe inicial, se fueron acomodando a las nuevas y siempre cambiantes ráfagas de entusiasmo salvífico, que barrían el Imperio, fueron acogiendo fragmentos de otras religiones, de otras doctrinas, parecidos en parte a lo que había anunciado Cristo, y por afán de hacer síntesis acomodaticias, terminaron sumidas en el sincretismo y finalmente se confundieron en la abigarrada oferta de doctrinas de salvación que circulaba por los caminos del Imperio.
Por esto mismo, Lucas en este pasaje de su Evangelio insiste en algunas notas que deben estar presentes en una actitud genuinamente cristiana:
En primer lugar, la permanente vigilia y el estado de alerta; ante las noticias de mundo y ante las ofertas de los predicadores oportunistas: no dejarse llevar de aquí para allá, asentarse firmemente en la palabra del Señor y sostenerse en ella, para desde ella adquirir la lucidez que permita continuar el seguimiento especialmente cuando el camino se haga arduo; esto es precisamente lo que se alude en el último versículo del pasaje de hoy: en la traducción litúrgica: Gracias a la constancia (hüpomene) salvarán sus vidas, en una versión un poco más lata: “Mientras perseveren aferrados [a la fe], asentarán sus vidas”.
Ser cristiano no significa dejarse llevar ingenuamente por todo aquel que nos ofrezca algo que remotamente se parezca a lo que Jesús nos vino a traer: el cristiano ha de tratar de vivir auténticamente el auténtico Evangelio de Cristo, y aquí viene lo más difícil: sin conformarse ni con edulcorantes ni con sucedáneos.
Ser cristiano, en segundo lugar, implica tener el valor de mantenerse alertas ante el mundo y la propia cultura, y alzar la voz de la denuncia, cuando esté circulando por cauces ajenos al Evangelio, endureciendo el rostro para hacer frente a la intransigencia de los que enarbolan el estandarte de la tolerancia y, sin embargo, no soportan el que alguien quiera vivir su fe sin transar, de manera comprometida y profética, aunque ésta ya no sea popular, aunque ésta no sea políticamente correcta.
Ser cristiano significa tener el valor de permanecer con un oído firme y atento para escuchar la voz del Señor, a pesar de que el demonio se empeñe en introducir sus notas disonantes en la historia y en la convivencia de las comunidades; ser cristiano, supone confiar en la promesa de Jesús a sus discípulos, de que será Su Espíritu, quien saldrá en nuestra defensa a través de nuestras palabras cuando tengamos que exponer con claridad el camino que Él nos ha trazado y que estamos intentando seguir a pesar de los tropiezos.
Ser cristiano implica cultivar la capacidad de escrutar la realidad con ojo agudo para descifrar y discernir los Signos de los Tiempos, a través de los cuales el Señor sigue comunicándonos su Verdad y su Justicia en medio del acontecer de nuestra historia.
Ser cristiano, por último, implica cultivar un lúcido optimismo: no sabemos bien cómo se está escribiendo la historia en torno nuestro y con nosotros, pero hemos de confiar y mantenernos firmes en la convicción de que en la trama de la historia siempre hay una hebra, sutil y tensa, que la entreteje el Señor, y que la última palabra de esta historia, esa palabra que le da su sentido pleno, es la de Dios, y ya ha sido pronunciada: Cristo.
Raúl Moris G. Pbro.