COMENTARIO EXEGÉTICO-ESPIRITUAL
DEL 2o DOMINGO DE PASCUA.
“El Primer Día de la Semana,
El Octavo de la Creación”
16 de abril, 2023
P. Raúl Moris,
Prado de República de Chile
Al atardecer del primer día de la semana, los discípulos se encontraban con las puertas cerradas por temor a los judíos. Entonces llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: “¡La paz esté con ustedes!” Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. Jesús les dijo de nuevo: “¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes”. Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: “Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan”.
Tomás, uno de los Doce, de sobrenombre el Mellizo, no estaba con ellos cuando llegó Jesús. Los otros discípulos le dijeron: “¡Hemos visto al Señor!” Él les respondió: “Si no veo la marca de los clavos en sus manos, si no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creeré”.Ocho días más tarde, estaban de nuevo los discípulos reunidos en la casa, y estaba con ellos Tomás. Entonces apareció Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio de ellos y les dijo: “¡La paz esté con ustedes!” Luego dijo a Tomás: “Trae aquí tu dedo: aquí están mis manos. Acerca tu mano: métela en mi costado. En adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe”. Tomás respondió: “¡Señor mío y Dios mío!” Jesús le dijo: “Ahora crees, porque me has visto. ¡Felices los que creen sin haber visto!” Jesús realizó además muchos otros signos en presencia de sus discípulos, que no se encuentran relatados en este Libro. Éstos han sido escritos para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y creyendo, tengan vida en su Nombre”.
(Jn 20, 19-31)
COMENTARIO
Los dos últimos versículos del Evangelio de hoy son rotundos: Jesús realizó además muchos otros signos en presencia de sus discípulos, que no se encuentran relatados en este Libro. Éstos han sido escritos para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y creyendo, tengan vida en su Nombre; aquí está lo suficiente: ni más ni menos, según el parecer del Evangelista, para despertar y animar la fe de los que han sido convocados a creer.
Porque todo el Evangelio que termina con estos dos versículos, no habla de otra cosa sino de la fe que la manifestación del Resucitado suscitó en el estado germinal de la Iglesia.
De la fe de estos discípulos, que para salir de su estupor, para ponerse de pie y transformarse de verdad en Apóstoles de la Pascua del Señor, tuvieron que precisar de la acción del mismo Resucitado, que los movilizó, que les insufló su propio Espíritu -en un gesto que será equivalente a una nueva creación- es insuflado aquí por Jesucristo para que, renovadas sus vidas, pasen del servil temor que los ha hecho presa, al señorío que les transmite el Señor Resucitado, tal como el soplo del Creador, en el Génesis, es lo que distingue a Adán del resto de las creaturas, y puedan ser capacitados para emprender la aventura de ser enviados en su Nombre.
De una Iglesia, que, para el Cuarto Evangelio, no nace tanto de la predicación del Jesús que ha emprendido la marcha desde Galilea para subir a Jerusalén, ni tampoco de algún envío misionero previo a la Pasión, como nos lo cuentan los sinópticos, sino como frágil comunidad al pie de la cruz -que encuentra su fortaleza en la esperanza, al recibir el testamento del Crucificado dispuesto en el gesto de la mutua donación de la Madre y el Discípulo (Jn 19, 25-27)- y como obra del Hijo, del Resucitado, reconocido como Señor, obrando al modo del Padre, y participando del mismo gesto creador, el soplo del Espíritu Santo por el cual la humanidad llega a ser tal.
De la fe de estos discípulos que reciben la gracia de ser testigos de su Cuerpo glorificado, que se deja ver por ellos mostrando -a modo de señales de identidad- las mismas llagas que han marcado el cuerpo del Crucificado; y así pueden reconocerlo y llenarse de alegría, al ser incorporados en esta esfera nueva de visión, en esta nueva dimensión que ha abierto en sus vidas la irrupción de la eternidad en el seno del tiempo en el que están viviendo y el definitivo ingreso de la Humanidad en el seno de la Trinidad. Así como para el cuarto Evangelista en cada una de las acciones del Jesús de la historia se deja transparentar la gloria del Cristo Señor, asimismo, al consumarse el plan salvador, la humanidad no es abandonada por Cristo al resucitar, sino asumida y glorificada: las huellas del Crucificado allí están, las manos y el costado del Señor están traspasadas para siempre, las heridas del amor hasta el extremo permanecen, porque en el seno de la Trinidad, ahora y para siempre, habita el hombre.
La escena primera que nos presenta Juan es la de los discípulos abatidos después de la crucifixión de Jesús; abatidos porque la aventura que han emprendido tras sus huellas, parece haber acabado en el más doloroso y humillante de los fracasos; abatidos y sometidos por el temor: la peor de las esclavitudes humanas; estos hombres que habían soñado con transformar su mundo en esta corriente de entusiasmo que los había impulsado a dejarlo todo para cambiarlo todo, se encuentran ahora sumidos en la inacción que produce el miedo, encerrados temen una persecución, temen las represalias que podrían venir ahora que el sueño se ha desbaratado en la dura vigilia que les ha impuesto una realidad que se resiste a acoger la novedad del paso del Señor.
Pero en medio de esta angustia, el Resucitado irrumpe, lo reconocen: es el mismo, pero al mismo tiempo es radicalmente otro; es el mismo que han visto callar delante de sus acusadores, es el mismo que humillado y deshecho caminó hacia el Gólgota, es el mismo que se ha abandonado en las manos del Padre mientas expira clavado a la cruz; es el mismo, son sus manos, son sus llagas, pero es otro, su humanidad ha sido transfigurada, su cuerpo ha sido liberado de la fragilidad; el que ha nacido, padecido y muerto como siervo, ahora es el Señor; el tiempo y el espacio de los hombres ha sido traspasado por la eternidad. Jesucristo es el Señor, es Dios. El temor en los apóstoles da paso entonces a la alegría.
La irrupción del Resucitado no es sólo para dar a conocer a la comunidad de los Apóstoles el triunfo del Señor sobre la muerte, el cumplimiento definitivo que da sentido a la larga espera de la humanidad, sedienta tras la promesa de Dios. esta manifestación es para poner de nuevo en camino a esta comunidad, es una nueva vocación: urge anunciar la Buena Noticia; pero este anuncio habrá que hacerlo según el modo de Jesús.
Resulta difícil traducir en una sola palabra la fuerza que tiene la conjunción con el que comienzan las palabras del envío: no basta decir: “Como me envío el Padre, también yo los envío a Ustedes”, el adverbio griego kathoos, dicho al inicio de estas palabras, es mejor quizá traducirla por la expresión: “de la misma manera como” tal que el texto queda: “de la misma manera como me envió el Padre, así (del mismo modo) yo los envío a Ustedes”, el envío adquiere entonces un sentido nuevo, más misterioso y profundo.
Después de tales palabras no queda más que preguntarse: cuál es este modo, esta peculiar manera del envío y la respuesta sólo puede darla la contemplación del paso de Jesús en medio de su gente: el modo es Su modo, el del que elige hacerse siervo para hacer eficaz el anuncio a los pobres de la buena noticia de que están llamados todos ellos -todos nosotros- a participar por entero del Señorío de su Señor; del que ha venido a transmitir con sus gestos y palabras la misericordia del Padre, del que ha ofrecido hasta el límite de la humillación su rostro de hombre, para que podamos vislumbrar el rostro de Dios; el modo del que ha escogido el trabajo y la fatiga, para manifestar la presencia del Dios del descanso y del consuelo, del que ha endurecido el rostro para marchar hacia la cruz abrazándola por amor a nosotros, del que ha entregado su vida de hombre para hacernos partícipes de la vida de Dios; el modo del elige la pobreza para sostenerse en el poder del Padre y no en las propias fuerzas y estrategias, del que se dispone a empeñar la vida entera, con tal de que el mundo crea y se salve.
Éste ha de ser el modo entonces del Apóstol, que no está llamado sólo a anunciar a Cristo sino a transformarse en Él, Apóstol cuya eficacia no radica en otra cosa sino en transparentar delante de los hombres, en su vida, en sus acciones, en sus decisiones, la vida, acciones y decisiones de Jesús.
Para llevar a cabo esta invitación de Jesús, él mismo dispone del único medio preciso: sopla su Aliento sobre su comunidad, les infunde su Espíritu. Al igual que en el acto creador relatado en el Génesis (Gn 2,7), Jesús sopla sobre sus apóstoles para transmitirles su vida, el envío consiste entonces en un volver a crear a esta comunidad, ínfima porción de la humanidad, y a partir de su colaboración, a la humanidad entera.
Por eso el Cuarto Evangelio sitúa este gesto en la tarde del primer día de la semana; se trata del primer día de una nueva creación, re-creada por Cristo, se trata de volver a infundir en los Apóstoles, siervos del temor, el señorío del Resucitado; los Apóstoles recobran así el señorío primero de la humanidad, el mismo que ha sido dado como don y vocación en el Génesis por el Creador (Gn 1, 28ss); pero este señorío recobrado es mayor que el primero.
El señorío de Cristo es el que se manifestará en la fecundidad del perdón, en la difusión de la misericordia del Padre, a través de los gestos de la Iglesia, especialmente en el Sacramento de la Reconciliación; pero también en cada gesto de cada cristiano que opta por el servicio, que opta por ser agente de paz, que opta por el perdón y la acogida al hermano, que opta por tomarse en serio este envío, que nos hace pasar del temor cerval y servil, del que no logra hacerse dueño de sí, a la alegría del que acoge la invitación a ser señor en y con el Señor.
Para pasar del temor al señorío, la clave propuesta por Juan será la de un triple proceso de manifestación de una misma identidad:
La identidad del Resucitado con el Crucificado: no es Otro el que se deja ver glorioso por sus Discípulos que Aquel mismo que han visto derrotado exhalando su aliento en la cruz, las señales de identidad serán sus manos, la marca de los clavos y su costado traspasado.
Segundo, la identidad entre la acción del Padre, Dios Creador con la acción del Hijo, que resucitado, al insuflar su Espíritu vuelve a crear la comunidad de Apóstoles y los capacita para la misión.
Por último, la identidad de la misión de Cristo con la de la Iglesia, que prolongará el anuncio del Reino y la acción liberadora del perdón de los pecados, acción genuina del Señor, la misma que causaba escándalo entre los fariseos, puesta ahora en manos de quienes acogen la invitación al seguimiento según el modo de Cristo.
En la segunda parte del relato, el Evangelista nos remite al octavo día, el del encuentro con la concreta fe de Tomás, que -como la nuestra- va a reclamar el ser testigo ocular de la Presencia, que no va a conformarse solo con el testimonio de sus compañeros, que va a requerir la experiencia del encontrarse frente a frente con el misterio, y que sólo cuando lo consiga podrá declarar: he aquí a mi Dios y a mi Señor.
De la fe, que con un elogio se nos exige a nosotros: ¡Felices los que creen sin haber visto! A nosotros, que como la comunidad que nos legó este Evangelio, vivimos en el tiempo de los signos cristalizados en el texto, texto que se nos hace esquivo al momento de interpretarlo, texto del Evangelio que nos llega desde tantos siglos de distancia, desde una cultura distinta y ajena a la nuestra, a través de los múltiples trasvasijes lingüísticos que pueden aproximarnos, pero difícilmente introducirnos por entero en la riqueza de la lengua original, en el cual estas palabras fueron plasmadas.
Fe, que plantea el desafío de acoger el tiempo nuevo, anunciado por las palabras del Cuarto Evangelio, que introduce con audacia una mirada inédita sobre la Historia de la Salvación, leída bajo el signo de la Semana de siete días que es propia del Pueblo de Israel: así como la división del tiempo del mes lunar semita en semanas regulares de siete días, había encontrado, en tiempos del destierro de Babilonia, su justificación teológica en la redacción del primer capítulo del Génesis y el poema inicial de la Creación; justificación teológica, además de litúrgica y social: la consagración del Sabbath, el Séptimo día para el culto y el descanso reparador de las fuerzas de una humanidad que se realiza en el trabajo; así también, el Evangelio según San Juan acoge ese esquema para su redacción: siete días para la inauguración del ministerio de Jesús, siete signos, siete discursos dentro del Libro de los Signos, siete días para la culminación del plan de redención: la semana de la Pasión.
Sin embargo, el Día de la Resurrección es el Primero de la semana, pero no de la semana siguiente en el mismo esquema lineal del tiempo en donde nos movemos y transcurre nuestra existencia actual; el Día de la Resurrección irrumpe como el día que estaba faltando, es el primero de la Semana Nueva, y es al mismo tiempo el Día Octavo: el de la Consumación del plan del amor originario creador y redentor: ahora sí que Dios y la humanidad pueden entrar en el descanso pleno, ahora sí que está completo el plan de salvación, ahora sí, en este primer día de la semana, en este día octavo, el hombre ha entrado al lugar ha donde ha sido convocado desde que el Padre concibió su Voluntad de llamarlo a la vida, de hacerlo participar de Su Vida.
El Cristianismo no es la religión del Séptimo Día: es en el Día Nuevo, en el Primer Día de la Semana, en el Octavo Día, el que se adentra en el orden de la Eternidad, en donde nuestra fe encuentra su sentido pleno, en donde encuentra la clave de interpretación final de los signos que el Señor ha venido escribiendo con trazos peregrinos, peregrino también Él, solidario con la marcha de la humanidad que con la Resurrección del Señor ya puede comprender hacia dónde la conducen sus pasos, los pasos del verdadero Hombre y verdadero Dios; del Dios Encarnado, del Hombre Glorificado.
Al término de la Octava de Pascua, que nos evoca el Domingo eterno, Octavo Día de la creación: el de la Resurrección del Señor, primicia de la nuestra, en el primer día de la Semana Nueva, estamos convocados a creer, acogiendo las palabras del Evangelio: estos signos custodiados, transmitidos e interpretados por la Iglesia como don precioso de la misericordia del que la ha escogido, levantado y animado para que llegue a la meta: el abrazo eterno del Esposo, para alcanzar la vida de Dios que no conoce ocaso.
Raúl Moris G. Pbro.