COMENTARIO EXEGÉTICO-ESPIRITUAL
“ÉL NO ES UN DIOS DE MUERTOS, SINO DE VIVIENTES”
Domingo XXXII del Tiempo Ordinario
6 de noviembre 2022
P. Raúl Moris,
Prado de República de Chile
Se acercaron a Jesús algunos saduceos, que niegan la resurrección, y le dijeron: «Maestro, Moisés nos ha ordenado: “Si alguien está casado y muere sin tener hijos, que su hermano, para darle descendencia, se case con la viuda”.
Que los muertos van a resucitar, Moisés lo ha dado a entender en el pasaje de la zarza, cuando llama al Señor “el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob”.
Ahora bien, había siete hermanos. El primero se casó y murió sin tener hijos. El segundo se casó con la viuda, y luego el tercero. Y así murieron los siete sin dejar descendencia.
Finalmente, también murió la mujer.
Cuando resuciten los muertos, ¿de quién será esposa, ya que los siete la tuvieron por mujer?»
Jesús les respondió: «En este mundo los hombres y las mujeres se casan, pero los que son juzgados dignos de participar del mundo futuro y de la resurrección, no se casan. Ya no pueden morir, porque son semejantes a los ángeles y son hijos de Dios, al ser hijos de la resurrección.
Porque Él no es un Dios de muertos, sino de vivientes; todos, en efecto, viven para Él».
Lc 20, 27
Comentario
Es necesario leer cuidadosamente este pasaje del Evangelio de Lucas para comprender con claridad cuál es el centro de la enseñanza de Jesús y no caer en interpretaciones dualistas o espiritualistas que oscurecen su sentido: se trata de una afirmación rotunda y de un anuncio gozoso acerca de la Resurrección –centro de nuestra fe- y no de una devaluación de la realidad del matrimonio ni de su misión.
La situación en la que nos encontramos, es una de las tantas que recogen los Evangelios Sinópticos, en las que aparecen las preguntas capciosas de los contendores de Jesús, cuestiones que no apuntan en lo más mínimo a aclarar con Jesús una controversia doctrinal –como aparentan- sino a desacreditarlo en su papel de maestro. El contexto de la situación: la sorda diferencia que existía entre Fariseos y Saduceos, -que son presentados en los Sinópticos prácticamente de acuerdo en una sola cosa: buscar el modo de combatir al Señor- así, la pregunta capciosa de los Saduceos es una de doble efecto: tender una trampa a Jesús como maestro, al que se le exige tomar partido en la controversia, y ridiculizar, de paso, la fe en la Resurrección, que profesaban con fervor los Fariseos, pero que rechazaban con igual empeño los Saduceos.
La fe en la Resurrección es el resultado de un largo proceso de maduración que el pueblo de Israel fue haciendo de la mano de la Revelación; no aparece de hecho expresada con claridad sino muy tardíamente, recién en el s. II a C, en el Segundo Libro de los Macabeos, (2Mac 7, 11. 14. 23) libro, que, por su parte, no quedó incluido en el canon hebreo, por estar escrito solamente en griego. Ésta se constituye así en uno de los puntos de divergencia entre los diversos grupos que constituyen el judaísmo en tiempos de Jesús; especialmente entre Fariseos y Saduceos.
Los fariseos, que se reconocían herederos legítimos de la gesta de pureza patriótica y religiosa de los Macabeos, y que se consideraban expertos en la interpretación de la Palabra de Dios en su integridad, abrazaban la fe en la Resurrección, no sólo porque es coherente desde su origen con la tradición (si YHWH Dios desde el comienzo consideró todo lo creado como bueno –como lo afirma el primer capítulo del Génesis- entonces también es bueno el cuerpo del hombre; si Dios ha de querer la vida eterna para el hombre al final de la historia, por qué no ha de resucitarlo íntegro, cuerpo y alma, ya que en el principio así lo quiso para la vida), sino también porque la fe en la resurrección marca el punto de diferencia y quiebre con las ideas foráneas, específicamente con la doctrina de la inmortalidad como propiedad natural del alma humana, creencia que se había popularizado a partir de la vulgarización de la filosofía griega y que el repetido y rutinario contacto con los pueblos de ocupación hacía parecer plausibles y seductoras; la fe en la Resurrección no era para los fariseos sólo un tema de carácter religioso, sino una señal de identidad nacional.
Los Saduceos, por su parte, que se reconocían legítimos herederos de la tradición sacerdotal, cuyo centro era el Templo de Jerusalén, y que en materia de Sagrada Escritura eran más conservadores (sólo aceptaban de manera unánime la Torah [el Pentateuco], mirando con sospecha muchos de los escritos de los profetas y de los restantes escritos del Antiguo Testamento), eran mucho más abiertos, no obstante, respecto de las influencias doctrinales extranjeras, especialmente en lo que toca a la doctrina de la inmortalidad del alma; doctrina que preferían con entusiasmo, desde la lógica del argumento filosófico griego, a saber: el alma es lo que anima al cuerpo, entonces, el alma se identifica con la vida, la vida es contraria de suyo a la muerte, por tanto, el alma ha de ser naturalmente inmortal; desdeñando de este modo, la fe en la Resurrección, -que les parecía más primitiva y rústica, más propia de los mitos y tradiciones con que el Pueblo de Israel había alimentado y madurado por siglos su sencilla fe, nacida en tiempos del semi-nomadismo.
Este es el escenario en el que se desarrolla la pregunta de los saduceos a Jesús: a éstos no les interesaba tanto cómo resolver la cuestión planteada por la presentación de la ley del levirato, confrontada a la creencia en la Resurrección, cuanto llevar la cuestión acerca de la Resurrección al absurdo, atrapar a Jesús como maestro y, de paso, satirizar la fe de los fariseos.
La respuesta de Jesús pondrá el tema de la Resurrección en su debido orden: primero, declarando que no se está realmente entendiendo esta fe, si la consideramos sólo como una prolongación de la vida tal como la conocemos; y segundo, haciendo una afirmación radical: la fe en la Resurrección es una verdad revelada, puede rastrearse desde antiguo en la Sagrada Escritura, si sabemos buscar allí en donde se expresa todavía velada: allí en donde se afirma que el Dios de los padres es un Dios de vivos, aunque los patriarcas (Abraham, Isaac y Jacob) estuviesen ya hace mucho tiempo muertos y enterrados, allí han de encontrar –si saben buscar con la apertura de la fe- el anuncio de la Resurrección.
Por tanto, no se trata de una devaluación del matrimonio, lo que hace Jesús cuando afirma que no será necesario cuando acontezca la plenitud de la Resurrección; es una declaración de que para pensar en ella, debemos despojarnos del modo y de las imágenes que pueblan nuestra vida actual: la Resurrección será algo tan radicalmente nuevo, que las instituciones humanas, queridas por Dios para la vida terrena –el matrimonio, diseñado fundamentalmente, para ayudarnos mutuamente y sostenernos en esta vida peregrina, y para acoger el don de la vida, con el que la humanidad participa en la vocación primera a ser colaboradores en la obra de la Creación- no tendrán sentido porque habremos entrado en una dimensión totalmente nueva, absolutamente otra, dimensión que ahora sólo podemos vislumbrar difusamente y esperar confiados.
¿Será que -cuando resuciten- perderá sentido el amor que los esposos se han profesado durante una vida entera y por tanto, en vista a la Resurrección, pareciera tener poco sentido casarse hoy? De ninguna manera, las palabras del versículo 35, no pueden ser interpretadas de este modo; es la afirmación del amor –del que nos tiene Dios, del Agape- lo que sostiene este pasaje; ese Agape inclusivo que todo lo abarca, distinto del Eros ese amor primero y natural, que nos mueve a buscar a alguien para sostenernos, para ser pareja, que nos impulsa a la conservación, y a buscar la persistencia en la vida a través del acto de la procreación: distinto pues de este amor, necesariamente exclusivo y excluyente. Es el Eros es el que habrá de cesar en la vida de la Resurrección, asumido y transfigurado en la plenitud del Agape; amor que se nos revela y al que estamos invitados a acoger como un don y a vivirlo también en el peregrinar de nuestra historia.
Acoger la fe en la Resurrección es un don que no debemos cansarnos de pedir al Señor, aunque nos cueste imaginar cómo será; acogerla como un regalo, confiados en que la realidad de la plenitud de la vida en el Señor será tan profundamente nueva y gozosa, que desde allá miraremos con amoroso asombro los balbuceos que proferíamos cuando intentábamos imaginarla, cuando intentábamos explicarla, con las complejas y sutiles fórmulas de la erudición, o aludiendo a ella con los resplandores efímeros del lenguaje de la poesía, con las sugerentes sombras de la metáfora; acoger la revelación de la Resurrección, como el don que nos ha sido dado para alimentar nuestra esperanza y que poseeremos en plenitud al traspasar nuestra marcha los umbrales de la casa del Padre, en donde habitan los santos.
Raúl Moris G. Pbro.