HOMILÍA DE MONS. LUIS MARTÍN BARRAZA
DOMINGO DE RAMOS
(Lc 19, 29-40)
10 de abril de 2022
Celebramos en este Domingo de Ramos la entrada triunfal de Jesús a Jerusalén en el trasfondo de su Pasión. En el contraste de estos dos acontecimientos podemos contemplar la plena revelación del amor de Dios en Jesucristo. El misterio del Dios-hombre queda claramente revelado en los momentos finales de la vida de Jesús. La entrada triunfal es un anticipo de la resurrección, donde se manifestará el señorío de Jesús, pero que al mismo tiempo anuncia su pasión. No hay verdadera profesión de fe en Jesucristo sino hasta después de su muerte en la cruz: “Verdaderamente este hombre era justo”(Lc 23, 47).
La entrada triunfal de Jesús a Jerusalén está cargada de un gran simbolismo. A pesar de toda la resistencia que ha encontrado en el cumplimiento de su misión, en la cual fue desacreditado continuamente, Jesús se sostiene como el Mesías esperado, al entrar en medio de la admiración del pueblo: “Bendito el rey que viene en nombre del Señor(Lc 19, 38). Deliberadamente prepara su entrada como la de un rey, incluso defiende a los que le aclaman como tal frente a la resistencia de los fariseos: “Les aseguro que si estos callaran, empezarían a gritar las piedras”(Lc 19, 40). No parece que se trate de un acto meramente mediático sin ninguna trascendencia real, sino de una coherencia con la identidad que Jesús ha manifestado a lo largo de todo el evangelio: “El espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar la buena noticia a los pobres…”(Lc 4, 18). Jesús no pierde su estilo, como para quedar bien con quienes han cuestionado su mesianismo “ridículo”, hasta el final de su vida se mantiene fiel a su propuesta: “Entre ustedes, el más importante sea como el menor, y el que manda como el que sirve”(Lc 22, 26). Desde el principio de su ministerio será asediado por la propuesta de un mesianismo triunfalista: “Si eres Hijo de Dios, tírate desde aquí, porque está escrito…”(Lc 4, 9).
Parece que ahora Jesús va a tomarse con seriedad eso de ser el mesías, a dejar sus caprichos de “mesías adolescente”, que le ha llevado a orientar su “rebeldía sin causa” de forma muy veleidosa, poniendo en riesgo con su forma de proceder “la estabilidad del orden establecido”: “Dichosos los pobres, porque de ustedes es el reino de Dios”(Lc 6, 20). “Pues les aseguro que también en el cielo habrá más alegría por un pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse”(Lc 15, 7). Ciertamente que entrar montado en un animal de carga a una ciudad y con la aclamación de la gente ya daba idea de que era un personaje importante. Sin embargo Jesús vuelve a desilusionar, no entra como los poderosos montado en imponentes caballos rodeados de su séquito de “acarreados”. Entra montado en un burrito, y por lo tanto, se trata de un rey humilde, justo y pacífico(Zac 9, 9-10). Esto parece el colmo de la ironía para acabar de burlarse de la expectativa mesiánica que estaba en todo el pueblo de Israel, incluidos los que ahora lo aclaman, porque muchos lo condenarán el viernes santo. Obviamente que Jesús no va a hacer un montaje simplemente para mofarse de las autoridades, él simplemente se mueve desde la verdad anunciada por el ángel sobre él: “Él será grande, será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David , su padre, reinará sobre la descendencia de Jacob por siempre y su reino no tendrá fin”(Lc 1, 32).
Vuelve a resonar “el evangelio de la infancia”(Lc 1-2), en el que se anuncia la divinidad de Jesús desde la humildad de los “pobres de Yahvé”: “No teman, pues, les anuncio una gran alegría, que lo será para ustedes y para todo el pueblo: Les ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es el Mesías, el Señor”(Lc 2, 11). Desde el principio aparece claro que este que aparece en las periferias de la existencia, del espacio y del tiempo es el Hijo de Dios. El nacimiento virginal de Jesús, contrastado con el nacimiento de Juan Bautista de unos padres ancianos y una madre estéril, nos quiere dejar bien claro que estamos frente a la originalidad de Dios y no tanto frente a un producto de la historia o de la astucia humana. María nos ayuda a entrar en la comprensión de la fe en la grandeza de Dios que se manifiesta en la pequeñez: “Mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador, porque ha mirado la humildad de su sierva”(Lc 1, 47). La historia está terminando como comenzó: el que está en el pesebre, envuelto en pañales, es el mismo que estará en la cruz en pocos días, de lo cual ahora resulta un anuncio su entrada humilde a Jerusalén. No hay truco, no hay populismo, en Jesús todo es auténtico, procede cada vez más conforme a la verdad.
Una vez más Jesús quiere corregir la expectativa mesiánica de su pueblo y de sus discípulos, aunque aparentemente la alienta con esta especie de entrada triunfal sin ostentación. Se permite el recibimiento dado a los reyes, para pregonar “desde las azoteas” que la trasformación de este mundo no se alcanzará jamás por la fuerza de las armas, ni por las alianzas humanas, sino por la santidad de vida que obre el Espíritu Santo en los corazones de los humildes de la tierra. Montado en su burrito, Jesús, no se avergüenza de su propuesta evangélica del amor, del perdón, del reino de verdad y de justicia de Dios. Jesús montado en un burrito es el “sacramento” del reino de Dios, constituido por los valores de la justicia, la verdad, la paz, la unidad, del amor. La gracia de Dios, la carne y la sangre de Cristo entre nosotros, la vida del Espíritu, que llega hasta nosotros por medio del evangelio y los sacramentos, la misericordia, son reales, aunque discretos, merecen un homenaje más grande que cualquier poder económico, político o de cualquier naturaleza.
Jesús, montado en un burro, defiende la dignidad del reino de los valores, de la vida espiritual y sobre todo de los pobres, los más marginados, incluida la hermana madre tierra, todas las realidades que transitan por este mundo en una condición humillada. Hace una opción por los descartados de la tierra. En este recorrido Jesús va entronizando el evangelio de la misericordia, de los pobres, de la alegría, del Espíritu. Aunque parezca superstición, fanatismo, locura, como aquella multitud, póstrate ante la causa del reino de Dios, encarnada por ahora en Jesús montado en un burro. Cántale al Evangelio de Buena Nueva de la salvación en Jesucristo: “¡Hosanna! ¡Viva el Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en el cielo!
¡Gracias Jesús! Porque no te avergonzaste de llevar tu dignidad divina desde la pobreza, en medio de este mundo vanidoso que pide milagros, espectáculo, placeres, alarde de poder. El único espectáculo que diste fue el de la cruz, que ahora anticipas con tu entrada triunfal a Jerusalén. De este modo estas defendiendo aquello que pisotea la soberbia humana. Sabemos que este homenaje no es para ti, sino para todos los desheredados del mundo y para el anhelo de justicia y de paz que hay en el corazón del hombre. ¡Gracias! Por pedir este aplauso y reconocimiento al proyecto de tu Padre, que es de buenas noticias para los pobres, salud de los enfermos y libertad de los cautivos(Lc 4, 19). Ahora comprendemos por qué te dejaste ensalzar, tú, que fustigaste a los que se enaltecían(Lc 14, 11), tú no te envanecías, antes bien ofrecías aquellas vivas a la sabiduría de tu Padre, “que ha ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y se las ha dado a conocer a los sencillos…”(Lc 10, 21). Siempre buscaste la gloria de tu Padre, fue tu amor, tu pasión: “…¿qué es lo que puedo decir? ¿Padre, líbrame de esta hora? De ningún modo; porque he venido precisamente para aceptar esta hora. Padre glorifica tu nombre”(Jn 12, 27-28). Y la gloria de Dios es la vida del hombre. Perdón por pensar que todo aquello era una simple representación para que comprendiéramos tus enseñanzas, y no que, más bien, llevabas la redención humana a lomos de aquel asnillo, como la llevarás sobre tus espaldas el viernes de tu pasión.
Al escuchar el relato de la pasión, que está en el corazón de Jesús desde que comenzó la subida hacia Jerusalén(Lc 9, 51) no se puede evitar el resonar de las palabras de Simeón a María: “Este niño hará que muchos caigan o se levanten en Israel. Será signo de contradicción, y a ti misma una espada te atravesará el corazón; así quedarán al descubierto las intenciones de muchos”(Lc 2, 34). En verdad que quedaron en evidencia los corazones de todos: discípulos, pueblo que lo seguía, autoridades civiles, y religiosas, en todos había un “nido de víboras”: interese, cobardía, traiciones, trampas, ambiciones, rencores, envidias, etc. Que mal se verá el pueblo tan amado por Jesús(Lc 19, 41-42), y en adelante toda la humanidad, cada vez que despliega toda la maquinaria del poder de este mundo en contra de su evangelio de la vida y la misericordia, en detrimento de los más débiles.