DOMINGO II DE CUARESMA Ciclo “B”
HOMILÍA DE MONS. LUIS MARTÍN BARRAZA
Domingo 28 de febrero de 2021
Mc 9,2-10
“Después de anunciar su muerte a los discípulos, les mostró en el monte santo el esplendor de su gloria, para testimoniar, de acuerdo con la ley y los profetas, que la pasión es el camino de la resurrección”.
Continuamos nuestro camino de cuaresma como un breve catecumenado u oportunidad de renovarnos en la fe, la esperanza y la caridad, como nos ha invitado el Papa Francisco. La palabra de Dios nos presenta hoy la oportunidad de superar el gran escándalo que provoca en nuestro corazón la locura de la cruz(1Cor 1, 23): “El mensaje de la cruz, en efecto, es locura para los que están en vía de salvación, para nosotros es poder de Dios”(1 Cor 1, 18). No sólo la cruz que cargó Jesús hace dos mil años, sino las cruces que siguen cargando muchos hermanos, los nuevos rostros sufrientes: “personas que viven en la calle, migrantes, ancianos, adictos, encarcelados, esclavos del sistema y del crimen”(DA. 407-430).
Pareciera que el programa de cuaresma y el plan del evangelio de Marcos se encuentran. Ambos buscan afirmarnos en la fe en el crucificado-resucitado. Este texto de la manifestación de la divinidad de Jesús no lo es menos de su condición de servidor, de la que un poco antes había hablado Jesús. La trasfiguración viene a apuntalar la respuesta que Jesús ha comenzado a dar sobre sí mismo, es otra forma de decir que el Hijo del hombre es el que será crucificado(Mc 8, 31). No quita el dedo del renglón de que la pasión es el camino de la resurrección. Si el domingo pasado nos escandalizaban las tentaciones de Jesús, “lo mismo que muchos se horrorizaban al verlo, porque estaba tan desfigurado que no parecía hombre, ni tenía aspecto humano…”(Is 53, 14), parafraseando el cuarto poema del Servidor de Yahvé, en la transfiguración, la voz que viene del cielo nos dice “que tendrá éxito, crecerá y llegará muy alto”(Is 53, 13).
El conocimiento de la fe es el de la confianza en Otro y otros. Aunque podamos hacer nuestra propia experiencia y reflexión, no nos alcanzará para acoger este inmenso don, es necesario que seamos conducidos al interior del misterio. Para el acto de fe es fundamental el testimonio. En la transfiguración de Jesús hay un derroche de testigos. No hay mejores testigos que el Padre, el Espíritu Santo, Moisés y Elías. Es el testimonio del cielo y de todo el Antiguo Testamento: “Si no escuchan a Moisés y a los profetas, tampoco harán caso aunque resucite un muerto”(Lc 16, 31). “Nadie puede venir a mí, si el Padre que me envió, no se lo concede…”(Jn 6, 44). Podría atreverme a decir que se trata de una experiencia muy espiritual al servicio totalmente de la misión trasformadora del ser humano. No se trata de un espectáculo aislado de la vida, como el que frecuentemente le pedían que hiciera. San Lucas nos dice que Moisés y Elías “hablaban del éxodo que Jesús iba a cumplir en Jerusalén”(Lc 9, 31).
La penitencia que se nos invita a realizar en este tiempo es signo de la renuncia a nosotros mismos exigida por el seguimiento de Cristo. Desde siempre ha sido un obstáculo para el evangelio “el sufrimiento o la persecución” por su causa, así como “las preocupaciones del mundo, la seducción del dinero y la codicia de todo lo demás”(Mc 4, 17-18). En el tiempo de Marcos, los crucificados eran los enemigos del imperio, lo cual acarreaba muy mala fama a los discípulos del “maldito que cuelga de un madero”. Esto se traducía en persecuciones y malos tratos ¿Valdrá la pena seguir a un crucificado? ¿Tendrá sentido el morir a sí mismo? San Marcos nos deja claro que Dios “no nos escatimó(no perdonó) a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros…”(Rom 8, 32).
Todo el evangelio es una gran argumentación sobre la divinidad de Jesucristo, para poder contrarrestar la mala fama del carpintero de Nazaret, por toda su trayectoria y predicación. Precisamente acaba de dar a sus discípulos una enseñanza muy extraña, un poco antes del episodio de la transfiguración: “…empezó a enseñarles que el Hijo del hombre tenía que sufrir mucho, que sería rechazado por los ancianos, los jefes de los sacerdotes y los maestros de la ley; que lo matarían, y a los tres días resucitaría”(Mc 8, 31). Esto tenía consecuencias para sus discípulos: “renunciar a sí mismo, cargar la cruz y seguirlo”(Mc 8, 34). Los discípulos, hasta ahora, venían funcionando desde su expectativa. Seguían a Jesús, pero en realidad se seguían a sí mismos, su ambición. Aunque lo confesaban como Mesías(Mc 8, 29), en realidad veían a alguno de los profetas(Mc 8, 28) o al Mesías rey.
En el escándalo de los discípulos al escuchar de Jesús estas palabras, Marcos retrata el gran obstáculo para la fe de todos los tiempos: “es el pobre de Nazareth, el hijo de José y María, viven entre nosotros sus hermanos”(Mc 6, 3; Jn 6, 42). La mirada distraída y superficial impide siempre reconocer la insondable riqueza de Jesucristo(Ef 2, 7). El camino de abajamiento, de despojo asumida por Dios en Jesucristo, estorba a la mirada pretensiosa humana: “La gente dijo: Nuestra ley nos enseña que el Mesías no morirá nunca. Entonces, ¿qué quieres decir con eso de que el Hijo del hombre tiene que ser levantado? ¿Quién es ese Hijo del hombre?”(Jn 12, 34).
Jesucristo cuestionó el conocimiento meramente humano de su persona y huía de él: “¿De manera que me conocen y saben de dónde soy? Sin embargo, yo no he venido por mi propia cuenta, sino que he sido enviado por aquel que dice la verdad, y a quien ustedes no conocen…”(Jn 7, 28; Jn 16, 31-32). Siempre estuvo invitando a profundizar en el conocimiento de su persona, para que la gente recibiera el alimento del cielo y no sólo “pan y circo”: “Esfuércense por conseguir no el alimento transitorio, sino el permanente, el que da la vida eterna. Este es el alimento que les dará el Hijo del hombre, porque Dios, el Padre, lo ha acreditado con su sello”(Jn 6, 27).
En la cuaresma hacemos la experiencia de la humanidad de Jesús al punto del escándalo, para aprender a reconocer su divinidad desde su rostro desfigurado en los hermanos, semejante al del Servidor de Yahvé: “Fue despreciado y rechazado por los hombres, abrumado de dolores y habituado al sufrimiento…”(Is 53, 3). Esto es un reflejo de la vida cotidiana, donde Cristo sigue sufriendo en sus hermanos. Toda esa realidad que nos hace exclamar: ¿Dónde está Dios? ¿Dónde su infinita misericordia? ¿Por qué guarda tanto silencio?: El sufrimiento de los inocentes, la pobreza, la violencia contra los pequeños, las injusticias, frecuentemente lastiman nuestra confianza en Dios. O simplemente la experiencia cotidiana de las fallas, culpables o no, que nos agobian.
Como una vacuna, la cuaresma nos enfrenta a los virus espirituales más letales, sobre todo al misterio del mal, que nos hace experimentar al Dios pobre, frágil, que “no sirve para nada”. Tomamos una muestra “inoculada” de la vida cotidiana, llena de contradicciones, tentaciones, fracasos y éxitos, para fortalecer nuestro espíritu. Ordinariamente le pedimos y le pedimos a Dios que nos demuestre su poder y, sin embargo, el mundo parece abandonado a los caprichos del maligno. La sensación del Dios “impotente” nos asalta frecuentemente. Es muy probable que esto se deba a que tentamos a Dios esperando muchos milagros de su parte, sin asumir nuestra responsabilidad. Es la fe de los discípulos que en voz de Pedro aceptan al Jesús trasfigurado, pero no al crucificado.
De alguna manera la experiencia de Abraham, al cual Dios le pide sacrificarle a su hijo Isaac, es un retrato de nuestra vida. Se trata de una situación absurda, dolorosa, más allá de toda fuerza y comprensión humana. El hecho es que la existencia humana está compuesta de muerte y resurrección continua. Abraham murió espiritualmente para experimentar el rescate de Dios, al enviar a su ángel para impedirle que descargara su mano contra su hijo. Quedará, así, renovada y sellada su fe para siempre, recibirá la bendición de Yahvé y la promesa de una gran descendencia: “Por tanto los que viven de la fe reciben la bendición junto con Abraham”(Gal 3, 9). Lo que queda claro es que, pase lo que pase, nunca seremos abandonados por el Señor. Podemos estar seguros de lo que dice san Pablo a los romanos: “Si Dios está a nuestro favor, ¿quién estará en contra nuestra? El que no nos escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no va a estar dispuesto a dárnoslo todo, junto a su Hijo”(Rom 8, 31-32).
Es el prefacio de este domingo que nos da la clave interpretativa del texto que meditamos: “…después de anunciar su muerte a los discípulos, les mostró en el monte santo el esplendor de su gloria, para testimoniar, de acuerdo con la ley y los profetas, que la pasión es el camino de la resurrección”. Entiendo que esto quiere decir que las situaciones adversas de la vida llevan en su interior el germen de una vida nueva. Y, también, que las experiencias gozosas de la fe tendrán sentido sólo en cuanto nos ayuden a asumir hasta sus últimas consecuencias la existencia más concreta. La vida con todas sus contradicciones y conflictos deberá ser redimida en el misterio de Cristo, por medio de la escucha de la palabra(Moisés y Elías) y la comunión plena con él. Por otro lado, la vida espiritual, la oración, la liturgia será auténtica si dan sentido a todo el drama humano.
Que María de Guadalupe nos haga experimentar el consuelo de la fe, con sus palabras: “¿No estoy yo aquí que soy tu madre?”