HOMILÍA DE MONS. LUIS MARTÍN BARRAZA
DOMINGO II DE PASCUA
(Jn 20, 19-31)
24 de abril 2022
El significado más profundo de la obra de Jesús es ser el amor de Dios por el mundo: “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único para que todo el que crea en él no se pierda, sino que tenga vida eterna
(Jn 3, 16).
El primer gran anuncio que brota de la resurrección es el perdón de los pecados. Esto, antes que una denuncia, es un anuncio; antes que sacramento de la reconciliación, donde resaltan los actos del penitente(dolor de los pecados, propósito de enmienda, decir los pecados al sacerdote y cumplir la penitencia) está la misericordia de Dios que toma la iniciativa de amarnos”.
Seguimos escuchando testimonios de la resurrección de Jesús. San Juan nos ubica ahora en lo que sucedió el domingo de la resurrección y el siguiente domingo; nos narra pentecostés el mismo día de la resurrección. La resurrección tiene que ver con el testimonio que da el Espíritu Santo de que Jesús está vivo. Todo lo que Jesús había anunciado sobre el Espíritu se irá cumpliendo en su Iglesia a partir de hoy: “Estas cosas se las digo mientras permanezco con ustedes. Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, les enseñará todo y les recordará todo lo que yo les he dicho”(Jn 14, 26). También el Espíritu Santo es el rostro de la misericordia de Dios, como lo es Jesucristo: “…y yo rogaré al Padre y les dará otro Consolador para que esté siempre con ustedes”(Jn 14, 16). Ahora ayuda a caer en la cuenta, a la Iglesia naciente, que el significado más profundo de la obra de Jesús es ser el amor de Dios por el mundo: “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único para que todo el que crea en él no se pierda, sino que tenga vida eterna”(Jn 3, 16). El primer gran anuncio que brota de la resurrección es el perdón de los pecados. Esto, antes que una denuncia, es un anuncio; antes que sacramento de la reconciliación, donde resaltan los actos del penitente(dolor de los pecados, propósito de enmienda, decir los pecados al sacerdote y cumplir la penitencia) está la misericordia de Dios que toma la iniciativa de Amarnos.
El anuncio del perdón de los pecados es ante todo misión evangelizadora, “porque Dios no envió a su Hijo al mundo para condenarlo, sino para que el mundo se salve por él”(Jn 3, 17). Poner en clave de perdón la misión no es más que anunciar al Dios que se ha revelado en Jesucristo, el que es perfecto y misericordioso, “que hace salir el sol sobre malos y buenos y manda la lluvia sobre justos e injustos…”(Mt 5, 45); el que hace más fiesta “en el cielo por un pecador que se convierte que por noventa y nueve justos que no necesitan arrepentimiento”(Lc 15, 7). Antes que anunciar lista de pecados o lanzar condenaciones al mundo, el testigo es portador de la buena noticia de la paz. Hemos escuchado muchas veces las palabras del Papa Benedicto en relación a esto: “no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o por una gran idea, sino por el encuentro con la persona de Jesús”. Las primeras palabras que anuncia el resucitado a sus amigos son: “La paz esté con ustedes”(Jn 20, 26). Todo esto nos recuerda las palabras tan cargadas de afecto y ternura con que Jesús consolaba a sus discípulos antes de su pasión: “No pierdan la paz. Si creen en Dios crean también en mí”(Jn 14, 1). “Les dejo mi paz, les doy mi paz, pero no como la da el mundo. ¡No se turben ni tengan miedo!(Jn 14, 27). No se trata de la paz de los sepulcros, sino la paz de la conciencia en armonía con la voluntad de Dios, una paz en la verdad que hace libres.
Para comprender este pasaje deberemos tener en cuenta, también, que se trata de una relectura a distancia del acontecimiento de la resurrección, y por lo tanto muy condicionada por lo que en el año 90 están viviendo las comunidades joánica: o se iba apagando la fe o se iba distorsionando, debido a la persecución de los judíos o del imperio romano, o a la influencia de grupos pseudo religiosos(gnósticos, seguidores de Balac, nicolaítas, culto a Artemisa, etc) Todos los evangelistas hacen catequesis para las comunidades a las que se dirigen, pero sobre todo san Juan. Se interesa menos de los hechos concretos y se expresa en un lenguaje meramente de fe. Si a ningún evangelista le interesan las precisiones históricas, menos a Juan. Su única preocupación era suscitar la fe, claro que esto reclama un cierto fundamento, pero no el del “dato científico”. Las circunstancias y el tiempo hicieron que la comunidad de Juan desarrollara una capacidad más carismática, simbólica y mística, con el riesgo de caer en espiritualismos desencarnados, propios del maniqueísmo gnóstico y de las religiones esotéricas.
Tanto el evangelio de Juan como sus cartas son muy espirituales, pero al mismo tiempo muy comprometidas con la vida concreta, está muy presente en sus obras el dinamismo de la encarnación: salir de Dios al mundo, para después salir del mundo hacia Dios: “…porque les comuniqué las palabras que me diste y ellos las recibieron, reconociendo con certeza que yo salí de ti, y han creído que tú me enviaste… Pero ahora voy a ti, y digno estas cosas en el mundo para que en sí mismos tengan mi alegría en plenitud”(Jn 17, 8. 13). Todo el evangelio se va a caracterizar por hablar de las cosas de la tierra, pero refiriéndose a las del cielo: “Si no creen cuando les hablo de las cosas de la tierra, ¿cómo van a creer cuando les hable de las cosas del cielo?”(Jn 3, 12). Podemos decir que el pasaje del evangelio, que ahora meditamos, participa de esa pedagogía tan característica de él , que sirve las experiencias más místicas a través de los sentidos. Como que hay un interés muy particular de san Juan de llenar la sensibilidad, la afectividad y la imaginación del misterio de Cristo.
El sepulcro vacío fue el argumento de la resurrección más palpable y el más obvio, porque está al alcance de la percepción de cualquiera inmediatamente. Como decíamos el domingo pasado, lo más básico para creer en la resurrección de Jesús es que no se encuentre su cuerpo en el sepulcro. No obstante reconocíamos la insuficiencia de este argumento, como queda de manifiesto ahora con Tomás el Gemelo. De hecho Mc, Lc y Juan nos dan cuenta de la incredulidad de los discípulos frente a los primeros testimonios: “Ellos, al oír que vivía y que había sido visto por ella(María Magdalena), no creyeron. Después de esto, se apareció, bajo otra figura, a dos de ellos cuando iban de camino a una aldea. Ellos volvieron a comunicárselo a los demás; pero tampoco creyeron a éstos”(Mc 16, 11-12 cfr. Lc 24, 9- 11.24). Pero ahora se nos presentan argumentos más sólidos, extraídos del interior de la obra de Jesús, de sus enseñanzas. El resucitado está en perfecta sintonía con el que recorrió Palestina y murió en una cruz, no depende de los signos externos.
San Juan evangelista saborea de manera especial la incredulidad narranda el episodio de Tomás. De este modo, Juan, fue coherente con todo el plan de su evangelio de ser una invitación a la fe: “Vino a los suyos, y los suyos no la recibieron. Pero a los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre…”(Jn 1, 11-12). El drama de la incredulidad presente en todo el evangelio, parece condensarlo ahora en la resistencia de Tomás, pero para ser superada su oscuridad con la luz intensa de la resurrección: “Señor mío y Dios mío. Dícele Jesús: ´Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído”(Jn 20, 28-29). La argumentación frente a la incredulidad, que ahora nos ofrece Juan, es muy a su modo, pruebas muy plásticas, muy palpables, a veces, hasta desconcertantes(repugnantes) por la crudeza de las imágenes: “En verdad, en verdad les digo: si no comen la carne del Hijo del hombre, y no beben su sangre, no tendrán vida en ustedes… Muchos de sus discípulos, al oírle, le dijeron: Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?”(Jn 6, 53. 60 cfr 3, 3).
Todo el evangelio se mueve entre expresiones muy místicas, muy espirituales del misterio de Jesucristo y expresiones muy coloquiales; entre su divinidad y su humanidad: “En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios… Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros…”(Jn 1, 1, .14); entre la fe y la ética: “En verdad, en verdad les digo: el que crea en mí, hará él también las obras que yo hago, y hará mayores aún…”(Jn 14, 12). “Si me aman, guardarán mis mandamientos; y yo pediré al Padre o les dará otro Consolador…”(Jn 14, 15-16). Supera muy bien el dualismo gnóstico que busca la salvación exclusivamente por medio del conocimiento. Es cierto que, desde que presenta a Jesús como Logos, Palabra, nos invita a conocerlo y explícitamente dirá que “la vida eterna está en que te conozcan a ti único Dios verdadero y al que tú has enviado”(Jn 17, 3). En su carta resaltará la profunda unidad que existe entre amor a Dios y al prójimo: “Si alguno dice: ‘Yo amo a Dios, y odia a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve”(1 Jn 4, 20).
Esta vez, san Juan, hace gala de su pedagogía “encarnacionista” para presentarnos a Jesús, primero, como un Espíritu santificador, que trasciende todas las barreras, y que, por lo tanto alienta la fe, para luego hablarnos del Jesús del que siempre nos hemos querido avergonzar, pero que, sin embargo, es el mismo que ha resucitado.