HOMILÍA DE MONS. LUIS MARTÍN BARRAZA
DOMINGO VI DE PASCUA
(Jn 14, 23-29)
22 de mayo de 2022
Celebramos en este domingo el anuncio del don del Espíritu Santo…
Celebramos en este domingo el anuncio del don del Espíritu Santo. San Juan establece estrecha relación entre la resurrección de Jesús y el Espíritu Santo. Él pone el envío del Espíritu el mismo día de la resurrección. Sin embargo, en el ritmo litúrgico de la Iglesia, nos encaminamos hacia pentecostés. San Juan presenta este anuncio desde un contexto muy existencial, es decir, desde la crisis que van a sufrir lo discípulos por la partida de Jesús de este mundo. Jesucristo hace una lectura de fe de lo que están viviendo los discípulos y de los acontecimientos que se avecinan, que derivaran en su muerte: “Les he dicho esto antes de que suceda, para que cuando suceda crean”(Jn 14, 29). Aquello rebasa los sentimientos y emociones para referirse a la fe, como es el tema que tanto gusta a Juan. Una vez más, hablando de las cosas de la tierra, Jesús, en verdad se refiere a las cosas del cielo: “Si no me creen cuando les hablo de las cosas de la tierra, ¿cómo van a creerme cuando les hable de las cosas del cielo?”(Jn 3, 12).
En el desprendimiento que están por vivir los discípulos, en el que se sentirán huérfanos, Jesús encuentra la oportunidad de refundar la fe. Esta no está en saberse algunas fórmulas y cumplir algunos rituales, sino en extrañar profundamente la presencia más importante para nuestra vida, como lo es el amor de Dios. La fe es un sentimiento de orfandad consolado. Para ser creyente es necesario experimentar el vacío de Dios, pero más, todavía, sentirnos inundados de su presencia, aunque parezca una contradicción. Nuestra condición humana no nos permite apreciar en su justo sentido lo que no hemos experimentado negativamente: “Nadie sabe lo que tiene hasta que lo ve perdido”. Todo lo que ahora dice Jesús supone el “trauma” de la separación. San Juan y Jesucristo aprovechan aquella experiencia desgarradora de ausencia, que se avecina, para hacer un retrato del consuelo de la fe. Esta comienza desde que extrañamos la presencia de Dios, pero, sobre todo cuando nos sentimos habitados por él: “Mi Padre lo amará, y mi Padre y yo vendremos a él y viviremos en él”(Jn 14, 23).
El anuncio del Espíritu Santo nos indica que todo esto es una gracia, un don que viene de lo alto, nos corresponde solamente acogerlo. Frecuentemente somos creyentes sin extrañar a Dios, simplemente seguimos la corriente de unas tradiciones religiosas que nos han inculcado, más con afectos familiares o sociales que realmente espirituales. Es necesario ser conducidos por el Espíritu al desierto(Lc 4, 1), para sentir hambre de la palabra de Dios(Lc 4, 4). Todo esto corresponde a la experiencia de sentirnos pecadores, sí que han transgredido la voluntad de Dios, pero sobre todo que se sienten vacíos de su santidad. Sólo así se podrá apreciar el Consuelo de Dios, por medio de su Espíritu.
Cimentados sobre una verdadera experiencia de fe, el Espíritu Santo se va traduciendo en un proyecto de convivencia pacífica, no al estilo del mundo, sino en fidelidad a la verdad; se va encarnando en la comunidad de creyentes, en la Iglesia. Lo primero que nos da la fe es una familia (Benedicto XVI, Porta Fidei). Si el Espíritu Santo nos engendra a la fe, lo hace también a la Iglesia. Nadie puede justificarse en “mociones del Espíritu” para sentirse iluminado y apartado de la Tradición comunitaria. El Espíritu Santo obra en la intimidad del corazón derramando el amor de Dios, pero también en la estructuración de la caridad por medio de la Iglesia.
Aunque se ha formalizado mucho el término Iglesia, asociándose a templos, territorios, jerarquías, comunidades canónicamente organizadas, en el fondo se trata de discípulos de Jesucristo animados por el Espíritu Santo. Tal vez sea esta, en la práctica, otra definición formal, por lo cual la Iglesia no encuentra su lugar. Está entre lo institucional y lo carismático, pareciera que se ha burocratizado un poco y ha perdido la frescura del evangelio. Esto puede entenderse de aquel “gris pragmatismo”, que decía el Papa Benedicto. La solución no es el caos institucional, sino ponerle Espíritu, para aplicar hoy a la misión evangelizadora el criterio de la primitiva iglesia: “no imponerles más cargas que las estrictamente necesarias”. No imponer cargas innecesarias, pero tampoco dejar de pedir las estrictamente necesarias. Seguramente es lo que está buscando la Iglesia con los procesos de conversión sinodal y misionera a que se siente llamada actualmente.
En el libro de los Hechos de los Apóstoles tenemos una iglesia que quiere ser fiel al amor de Jesucristo cumpliendo su palabra. El Espíritu Santo consuela a la iglesia naciente haciéndola entrar en la verdad de Jesucristo, como él se los había prometido: …pero el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, hará que recuerden lo que yo les he enseñado y les explicará todo”(Jn 14, 26). El consuelo no es mágico, es necesario vivir procesos de profunda conversión y reconciliación, siendo dóciles al Espíritu Santo. Todo comienza porque algunos de la comunidad de Jerusalén fueron a Antioquía a imponer la circuncisión a los neo conversos, lo cual “provocó un altercado y una violenta discusión con Pablo y Bernabé”.
Las relaciones entre Jerusalén y Antioquía se tensaron. En realidad no había posturas polarizadas entre una y otra. Ambas comunidades venían siendo trabajadas por el Espíritu Santo de tiempo atrás. Ya había sucedido el episodio de Cornelio en Cesarea, el primer pagano recibido como cristiano por uno de los apóstoles(Hech 10, 23-48). Pedro tuvo que rendir cuentas a la Iglesia de Jerusalén por haber entrado en casa de un incircunciso y comer con ellos(Hech 11, 3). Ya sabemos cómo Pedro da razón de su proceder con la visión que lo invitaba a comer animales impuros: “Lo que Dios ha hecho puro, no lo consideres impuro”(Hech 11, 9). De esa manera explica cómo había visto al Espíritu Santo descender sobre la familia de Cornelio y por lo tanto no podía negarles el bautismo: “Al oír esto, se calmaron y alabaron a Dios diciendo: ¡También a los paganos les ha concedido Dios la conversión que lleva a la vida!”(Hech 11, 18). Sin embargo, Jerusalén conservará una actitud reservada hacia los incircuncisos, que estarán poniendo trabas a la misión que llevará a cabo Pablo entre los paganos.
Tal vez Antioquía estuviera más sensibilizada de que también los paganos son coherederos de la vida de la gracia, por estar en las periferias del judaísmo, pero también en Jerusalén había reflexión al respecto, al parecer más titubeante. Según san Pablo él tuvo que llamar la atención a Pedro en Antioquía, porque “Pedro comía con los de origen pagano antes de que vinieran algunos de parte de Santiago; pero cuando éstos llegaron, Pedro comenzó a distanciarse y se apartó de los paganos por miedo a los partidarios de la circuncisión. Los demás judíos lo imitaron en esta actitud, y hasta Bernabé se dejó arrastrar por ella”(Gal 2, 11-13). Para cuando sucede el concilio de Jerusalén, Pablo y Bernabé ya habían realizado el primer viaje misionero, por ello podrán dar cuenta de las señales y prodigios que Dios había hecho entre los paganos(Hech 15, 12). La misión será decisiva para que la Iglesia vaya tomando conciencia de sí misma. Pero luego tendrá necesidad de ejercicios sinodales para acoger el dinamismo de la vida trinitaria que la constituye.
Según Pablo Santiago encabezaba la corriente judaizante del cristianismo, sin embargo durante la asamblea de Jerusalén tiene una intervención que contribuye a la decisión final: “Hermanos, escúchenme: Simón ha contado cómo Dios, desde el principio, eligió de entre los paganos un pueblo consagrado a su nombre. Esto concuerda con las palabras de los profetas…(Hech 15, 14-15). Sin duda que san Pablo, desde su pasión por Jesucristo, será el gran apóstol de los gentiles: “Pero lo que entonces consideraba una ganancia, ahora lo considero pérdida por amor a Cristo. Más aún, pienso incluso que nada vale la pena su se compara con el conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor”(Flp 3, 7-8). No cabe duda que el Espíritu Santo se va manifestando en una iglesia que escucha, que acompaña, que discierne e integra. La clave está en la lectura espiritual de las palabras de Jesús.
Sin embargo, hayan sido como hayan sido las diferencias entre los miembros de aquella iglesia naciente, por los acuerdos que toman se ve que los mueve el amor a Jesucristo y a los hermanos. En el fondo, la iglesia, es un misterio de comunión protagonizado por el Espíritu Santo. Como para los discípulos frente a la muerte de Jesús, su consuelo fue la unidad operada por el Espíritu “y nosotros”, de igual modo lo tiene que ser ahora, su renovación pasa por beber de las fuentes espirituales de la Escritura, de los Sacramentos y la caridad.
“Tener el Espíritu de Jesucristo lo es todo”. Sólo el Espíritu cultivado en la contemplación de Jesús y en el seguimiento de sus actitudes, nos podrá capacitar para vivir la verdadera unidad, presentando la radicalidad del evangelio y la honesta diversidad vivida desde el amor. Ningún otro proyecto es capaz de construir la fraternidad universal. Todo otro proyecto resulta ideológico en relación al reino de Dios alentado por el Espíritu en el corazón de los discípulos. La iglesia, en última instancia, es fermento del sueño fraterno de Dios, porque la gloria de Dios la ilumina y el Cordero es su lumbrera”(Ap 21, 23).