HOMILÍA DE MONS. LUIS MARTÍN BARRAZA
DOMINGO VII ORDINARIO
(Lc 6, 27-38)
20 de febrero 2022
Jesús continúa instruyendo a sus discípulos en el mismo espíritu de las bienaventuranzas, que consiste en confiar totalmente en Dios antes que en sí mismos. El domingo pasado lo presentaba como un camino de felicidad, y ahora como un camino de libertad. Invita a vivir el amor en su grado más perfecto como lo es la misericordia. El amor, además de un sentimiento, es una decisión más allá de toda lógica y conveniencia y por lo tanto un acto de libertad supremo. Se trata de una libertad apoyada en la inteligencia de la cruz. Tal vez sólo el seguimiento de Cristo ayuda a tener esta estatura para ser capaz de superar las espirales del odio, la venganza y la condenación. No se ve otro motivo por el cual se acepte amar a los enemigos, sino el apremio del amor de Cristo(2Cor 5, 14). La libertad frente a las ofensas se convierte en un signo de la nueva vida a la que Cristo llama a sus discípulos. Me parece que antes que ética, estas palabras de Jesús, son una gracia, una invitación a pertenecer al hombre celestial, del que nos habla san Pablo, dejándonos sanar las heridas del corazón que producen en nosotros las “fiebres” del resentimiento y deseos de Venganza.
Qué forma más elocuente de “proclamar la liberación a los cautivos…” que romper las cadenas de la violencia. Todos los malos espíritus que Jesús ha expulsado y las tempestades que ha calmado se materializan en la fuerza destructiva de la venganza, que se anida en el corazón de los hombres. Quien pueda beber los “venenos mortales” del rencor y coger las “serpientes” de los odios en sus manos, sin ser afectado por ellos, da cuenta de que “el reino de Dios está llegando”(Lc 11, 20). La liberación tiene que ver con destruir las opresiones externas, pero sobre todo las que atan el corazón. Es extraño que Jesús enseñe el amor a los enemigos a un pueblo tan sometido política y económicamente. Esto da razón de la importancia de comprender que todo comienza en el amor misericordioso de Dios. Para los “zelotas” esto podría sonar a complicidad con el imperio romano y las clases dominantes. Jesús no estaba de acuerdo con las injusticias que veía en su tiempo, las denunció fuertemente, las malaventuranzas son un ejemplo de ello. Sin embargo, no quiso echar sobre su pueblo el yugo de los deseos de desquite. Se dice que los “pleitos” ni ganados son buenos, mucho menos con las nulas posibilidades que tenían los judíos de sacudirse a sus dominadores, alentar la rebelión armada significaba la muerte para ellos, como tantas veces había sucedido. Sin embargo, Jesús, no invita a tomar el camino de la paz por estrategias humanas, sino por revelar el rostro misericordioso de Dios. Las soluciones violentas siempre serán un fracaso frente a los anhelos de paz y felicidad del ser humano.
En última instancia, Jesús, está mostrando la originalidad de su propuesta a sus discípulos, que tiene que ver con el mandamiento antiguo: amar al prójimo como él nos ha amado. La novedad es que nos amemos como él nos ha amado(Jn 13, 34). Se trata de las primeras enseñanzas de Jesús a sus discípulos. Según Lucas, el “sermón de la llanura”, Jesús lo pronuncia de cara a sus discípulos: “Entonces, Jesús, mirando a sus discípulos, les decía…”(Lc 6, 20). Esto no obstante estar rodeado de mucha gente que lo buscaba para que los curara después de haber bajado de la montaña, donde en oración elige a sus discípulos(Lc 6, 12- 13). Tanto las bienaventuranzas como este llamado a la misericordia son la “credencial de identidad” del discípulo de Jesucristo.
Jesucristo funda a sus discípulos en el verdadero amor a Dios y al prójimo. No creo que Jesús pida lo que antes no nos ha dado, mucho menos cuando se trata del amor a los enemigos. De esto nosotros estamos incapacitados para saber o entender algo por nuestra propia capacidad, es necesario que seamos iniciados, que nos dejemos “lavar los pies” para poder hacer lo mismo(Jn 13, 8.15). Se trata de una sabiduría especial que reclama una inteligencia que sólo el Espíritu puede dar: “El mensaje de la cruz, en efecto, es locura para los que se pierden; en cambio para los que están en vías de salvación para nosotros, es poder de Dios”(1 Cor 1, 18). Antes que un mensaje ético estamos frente a un anuncio kerigmático: “Dichosos los pobres…”(Lc 6, 20). La verdadera felicidad tiene que ver con la experiencia de la unción del Espíritu que vivifica nuestro “hombre terreno” para que pueda tener los mismo sentimientos de Cristo(Flp, 2, 5). El Espíritu Santo es un misterio de alegría porque revela el amor de Dios en nuestros corazones(Rom 5, 5).
Ciertamente Jesús aborda la cuestión por la exigencia, pero pareciera que su intención primera es ponernos de rodillas, como a los discípulos frente a la pesca milagrosa: “Apártate de mí, Señor, que soy un pecador”(Lc 5, 8). La condición sin la cual no se puede ser discípulo de Jesús es dejar de aferrarnos a nosotros mismos, la autosuficiencia. Tal vez, pudiéramos pensar que antes que la benevolencia Jesús quiere mover a la fe y que, al mismo tiempo, establecer la relación tan profunda que existe entre ser creyente y compasivo. El perdón es asunto de Dios y no de los hombres. En estricto sentido es imposible vivirlo fuera de la experiencia del amor de Dios y de las enseñanzas de Jesús. Creer es aspirar a la vida divina en nosotros y esto se manifiesta en el ser misericordiosos, porque el nombre de Dios es misericordia, ha dicho alguien. Lo que nos diviniza no es la soberbia o el poder mundano, sino compartir la perfección de Dios que ejecuta su justicia y omnipotencia administrando su misericordia. El llamado a la misericordia de Lucas, se convierte en una invitación a la perfección en Mateo(Mt 5, 48).
El hombre encuentra su mayor estatura y dignidad cuando se parece a Dios, “que hace salir el sol sobre buenos y malos, y manda la lluvia sobre justos e injustos”(Mt 5, 44). Obrar como él nos hace “dignos hijos de nuestro Padre del cielo”(Mt 5, 45). En la primera lectura, no podemos ocultar que nuestro corazón se llena de asombro y admiración frente a la manera de proceder de David ante Saúl, que lo persigue para matarlo. Tal vez nos sentimos incapaces de poder hacer lo mismo y, sin embargo, consideramos fascinante la actuación de David. Un anhelo muy profundo del corazón se inquieta dentro de nosotros. A la luz de tanta liberalidad nos sentimos denunciados en nuestras actitudes estratégicas de perdón, nosotros amamos a los que nos aman y hacemos el bien a quien nos hace el bien y nos sentimos muy generosos. Desde esta grandeza del corazón de David podemos comprender porque Dios le dio la victoria sobre sus enemigos. Resalta más la actitud compasiva de David conociendo el contexto de guerra en que siempre se movió, a pesar de toda la sangre que se le pueda reprochar, sometió “su violencia” a la voluntad del Señor. Por ahora, sabe poner la otra mejilla cuando Saúl lo abofetea. ¿Cómo negar que la mano de Dios estaba con él? ¡Qué belleza de sentimientos! Respetar la vida del “ungido” que busca su muerte es dar razón de una unción mayor. Esto irá acarreando a David un respeto y autoridad moral que hará que a la postre todas las tribus de Israel lo reconozcan como rey.
Los tiempos que vivimos necesitan de hombres y mujeres capaces de ser libres de todo tipo de intereses mezquinos, para que puedan hacer violencia a los violentos y “herirlos con la vara de su boca, y matarlos con el soplo de sus labios”(Is 11, 4). Estos son, según Isaías, los signos mesiánicos del nuevo David, sobre el cual reposará el Espíritu del Señor(Is 11, 1). Sabemos del alcance de estas palabras. La única violencia efectiva contra el violento es golpear su único apoyo que se encuentra en el rencor y el odio. Estos son sentimientos enfermos que se alimentan de sí mismos. Es necesario no alimentar la espiral de violencia que entrañan, romper esta espiral con el respeto y la bendición.
La misericordia no cancela la justicia, esta es la expresión mínima de aquella. La misericordia va más allá dando no sólo lo que al otro le corresponde, sino dándole de lo propio: “¿no puedo hacer lo que quiero con lo mío? ¿O es que tienes envidia porque yo soy bueno?”(Mt 20, 15). Estamos en la parábola de los trabajadores que entran a diferente hora a trabajar a la viña, lo cual puede significar que la conversión de la vida tardó en llegar o que a alguien se le ha perdonado demasiado, causando la inconformidad de “los cumplidos”. Los procedimientos legales tendrán que seguir cumpliéndose, porque la misericordia debe cumplirse en relación a la víctima y el victimario. La corrección fraterna es el camino de la misericordia y este contempla hacer lo que sea necesario para rescatar a quien ha ofendido o cometido una injusticia a algún hermano, así se tenga que llegar a la punición(Mt 18, 15- 17).
Así las cosas, pudieran continuarse las bienaventuranzas, en el texto que meditamos hoy, con la que aparece en el evangelio de Mateo: “Dichosos los que construyen la paz, porque Dios los llamará sus hijos”(Mt 5, 9).