III DOMINGO ORDINARIO
(Mc 1, 14-20).
El tiempo se ha cumplido: el Reino de Dios está cerca.
Conviértanse y crean en la Buena Noticia (Mc 1,15).
HOMILÍA DE MONS. LUIS MARTÍN BARRAZA
Domingo 24 de enero de 2021
San Marcos nos presenta hoy el comienzo de la misión de Jesús. Aunque litúrgicamente estamos dentro de un domingo ordinario, el 3°, esto no obsta para que estemos frente a un gran acontecimiento. San Mateo monta un “gran escenario” cuando Jesús comienza su misión en Galilea, haciendo exclamar a todo el Antiguo Testamento, por boca del profeta Isaías: “Tierra de Zabulón y Neftalí, camino del mar, al otro lado del Jordán, Galilea de los paganos. El pueblo que habitaba en tinieblas vio una gran luz, sobre los que vivían en tierra de sombras una luz resplandeció”(Mt 4, 15-16). Es como si lanzara vivas y cuetes por el inicio de la misión de Jesús. No es para menos, aquí comienza efectivamente la recreación del mundo, que había comenzado desde que “…la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros”(Jn 1, 14). Con su predicación se actualizan estas palabras del prólogo de san Juan. Todo lo que ya nos habíamos alegrado por su nacimiento, se hace efectivo en la misión de Jesús.
Así como las tentaciones en el desierto, donde Jesús “estaba con las fieras y los ángeles…”(Mc 1, 12-13), narradas por Marcos apenas dos versículos antes, nos hacen pensar en el paraíso, lleno de animales salvajes y de inocencia, de igual modo, el comienzo de la predicación de Jesús, nos recuerda la palabra creadora de Dios, “por la que fueron hechas todas las cosas”(Col 1, 16), “que existía desde el principio,…”y sin ella no se hizo nada de cuanto llegó a existir”(Jn 1, 1.3). Jesús pronuncia ahora su palabra redentora con la que quiere configurar nuevamente todas las cosas conforme al plan de original divino, para continuar dándoles consistencia(Col 1, 17).
Hoy celebramos el domingo de la palabra, instituido por el Papa Francisco, a partir del año pasado. En ella nos explica el itinerario vivido por los discípulos de Emaús, a quienes Jesús abre la mente con sus palabras para que comprendan la Sagrada Escritura. “A aquellos hombres asustados y decepcionados les revela el sentido del misterio pascual: que según el plan eterno del Padre, él tenía que sufrir y resucitar de entre los muertos para conceder la conversión y el perdón de los pecados(Lc 24, 26.46-47); y promete el Espíritu Santo que les dará la fuerza para ser testigos de este misterio de salvación”. Insiste en que “la relación entre el Resucitado, la comunidad de creyentes y la Sagrada Escritura es intensamente vital para nuestra identidad”.
“Leyendo las Escrituras queda por demás claro que la propuesta del Evangelio no es sólo la de una relación personal con Dios… La propuesta es el reino de Dios (Lc 4, 43); se trata de amar a Dios que reina en el mundo. En la medida que él logre reinar entre nosotros, la vida social será ámbito de fraternidad, de justicia, de paz, de dignidad para todos…”(EG. 180). Es lo que le pedimos a Dios, cada vez que rezamos el Padre nuestro.
Jesús pronuncia sus palabras anunciando el reinado de Dios, invitando con ello a la creación a funcionar conforme al proyecto de Dios. En la estructura de su mensaje está primero el anuncio y después la denuncia. El reino de Dios es símbolo de todo lo que el hombre necesita para vivir, alimento, vestido, seguridad, ciertamente, pero también es “fuerza salvadora, paz y gozo en el Espíritu Santo”(Rom 14, 17). San Lucas nos da testimonio de que el reino de Dios es Jesucristo mismo, ungido por el espíritu, “para anunciar la buena noticia a los pobres;…proclamar la liberación a los cautivos, dar vista a los ciegos, liberar a los oprimidos y proclamar el año de gracia del Señor”(Lc 4, 18-19; Is 61, 1-2). Como podemos ver la buena noticia del reino da para todo, para saciar el hambre de pan material y del pan del amor y de libertad.
El anuncio de la buena nueva de la salvación se ha hecho de muchas maneras. Jesús, siguiendo la tradición profética, lo simboliza con la imagen del reinado de Dios que entra en la historia de la humanidad para compadecerse de ella: “los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia la buena noticia”(Mt 11, 5). Jesús es el buen samaritano que se detiene frente a esta humanidad ultrajada por sus ídolos. Se ha acercado hasta las heridas del mundo, las ha curado y la ha puesto al resguardo de sus cuidados(Lc 10, 33-35).
Mientras los reyes de este mundo tiranizan a las naciones haciéndose llamar bienhechores (Lc 22, 25), Dios viene a curar sus heridas. El reino de Dios viene a colmar la existencia humana, a partir de lo más frágil. El Dios que nos anuncia Jesús se siente especialmente atraído por lo débil, lo vulnerable, el pobre: “Les aseguro que si no cambian y se hacen como los niños no entrarán en el reino de los cielos”(Mt 18, 3). Esta es la originalidad del evangelio anunciado por Jesucristo: “revela los secretos del reino a la gente sencilla y se los oculta a los sabios y entendidos”(Mt 11, 25): “Colma de bienes a los hambrientos…”(Lc 1, 53).
Jesús no sólo anunció el amor preferencial de Dios por los descartados del mundo, sino que él mismo -y esta es la más grande noticia- recorrió un camino marginal en este mundo, se puso del lado de los que no cuentan: “…siendo de condición divina, no consideró codiciable el ser igual a Dios. Al contrario, se despojó de su grandeza, tomó la condición de esclavo y se hizo semejante a los hombres”(Fil 2, 6). “El Salvador nació en un pesebre, entre animales, como lo hacían los hijos de los más pobres; fue presentado en el Templo junto con dos pichones, la ofrenda de quienes no podían permitirse pagar un cordero (Lc
2,24; Lv 5,7); creció en un hogar de sencillos trabajadores y trabajó con sus manos para ganarse el pan”.(EG. 197).
Por eso, nos dirá el Papa Francisco, “la alegría del evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría…Él perdona setenta veces siete. Nos vuelve a cargar sobre sus hombros una y otra vez. Nadie podrá quitarnos la dignidad que nos otorga este amor infinito e inquebrantable,…nunca nos declaremos muertos, pase lo que pase…¡Que nada pueda más que su vida que nos lanza hacia adelante!(EG. 1.3).
La invitación a la conversión está en función de abrirnos a esta buena noticia de salvación. Puede ser que haya pecados o simplemente carencias, propias de las creaturas. Me parece justa y redituable la renuncia que nos propone Jesús a precio del reino: “Que a jornal de reino, no hay trabajo grande”, dice un himno. La denuncia que supone el llamado a la conversión no tiene sentido en sí misma. El centro de la predicación de Jesús no es el sacrificio o la renuncia, sino el amor que Dios ha tenido al mundo, pero que supone decisiones dolorosas porque no se puede servir a Dios y al dinero(Mt 6, 24): “Por tanto, si tu ojo derecho es ocasión de pecado para ti, arráncatelo y arrójalo lejos de ti; te conviene más perder uno de tus miembros, que ser echado todo entero al fuego que no se apaga”(Mt 5, 29).
Jesús no impuso la cruz a nadie, sino que invitó a quienes quisieran seguirlo: “Si alguno quiere venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, cargue con su cruz, y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí, la conservará”(Mt 16, 24-25). Ciertamente para participar de la gloria de Dios ya desde ahora, se necesita perder la vida egoísta, que tarde o temprano conduce a la muerte. Jesús no se ha esperado a ver si nosotros aceptábamos renunciar a nosotros mismos, él ha muerto por nosotros para que vivamos para él: “Cristo ha muerto por todos, para que los que viven, no vivan ya para ellos mismos, sin para el que ha muerto y resucitado por ellos”(2 cor 5, 15).
Así las cosas, la conversión no significa más mérito que dejarnos curar por Dios, permitir que la fuerza curativa de sus llagas obren en nosotros: “Por sus llagas hemos sido curados”(Is 53, 5). Pero esto supone humildad, que en última instancia consiste en reconocer la necesidad que tenemos de salvación, esa es nuestra verdad más profunda. Somos pobres necesitados no sólo de la prolongación de esta vida, sino de un nuevo nacimiento(Jn 3,3). Por ello, la perfección del ser humano es estar continuamente haciéndose, convirtiéndose. La invitación a su seguimiento por parte de Jesús a los que serán sus discípulos, no es a ser perfectos de una vez por todas, sino a ponerse en camino detrás de él.
La mejor actitud con la que podemos acoger la propuesta de Jesús es la de estar dispuestos a caminar detrás de él. En cuanto nos detenemos a admirar nuestra bondad perdemos la perfección. Todo el evangelio se puede resumir en la invitación de Jesús a seguirlo: “Si yo quiero que este permanezca hasta que yo venga de nuevo, ¿a ti qué? Tú, sígueme”(Jn 21, 22). Evangelizar es hacer resonar esta invitación de Jesús.