JESÚS REVELA EL ROSTRO DEL PADRE EN LA ESCUCHA DE LA VIDA DE LOS POBRES
Estudio de Evangelio
Cuidado con despreciar a uno de estos pequeños; porque os digo que sus ángeles en el cielo contemplan sin cesar el rostro de mi Padre celestial”
(Mt 18,10)
El Espíritu Santo nos apremia a descubrir en los rasgos de la vida de los pobres el rostro de Cristo, para poder acoger, en los pueblos a los que somos enviados, el Evangelio que tenemos el encargo de anunciarles
(Const. 14)
1. ENCUENTRO CON LOS POBRES Y ACOGIDA GRATUITA
Los pobres, que van marcando el ritmo de la vida de Jesús y los suyos (“no tenían tiempo ni para comer” Mc 6,31), son, ante todo, alguien con quien dialogar y en cuya vida Dios se manifiesta y anuncia el año de gracia del Señor (Cfr Lc 4,19). No son meramente un problema a solucionar, sino lugar teológico, donde Dios se hace oír .
Jesús, a lo largo del camino, se encuentra con la vida de los pobres de su tiempo, tal cual, sin hacer una selección previa; la mayoría de los encuentros son no programados, no previstos. Acoger a los pobres de esta manera, sin juzgar ni seleccionar, supone acercarnos a la vida en su verdadera hondura1, evitando el peligro de idealizarlos, con la sutil tentación de convertir inconscientemente a los pobres en oportunidad para la autorrealización: “hacer algo por ellos hace que me sienta bien”. 2
Los Evangelios emplean con frecuencia la expresión “había allí”, que indica ese matiz de encuentro con los pobres sin ningún adorno ni puesta en escena previa: “Había allí… un hombre… una mujer… un leproso…”. Nos preguntamos: ¿Qué nos revela Jesucristo de la escucha de estas situaciones en lo concreto y en la espesura de la vida? ¿A qué relectura y conversión de nuestra propia vida y ministerio nos conducen la gente y situaciones que Dios va poniendo en nuestro camino?
Podemos ver el paradigma de estos encuentros en las distintas reacciones de los caminantes en la parábola del buen samaritano (Lc 10, 25-37): el hombre tirado en el camino es una situación imprevista, una sorpresa para cada uno de los viajeros (“bajaba casualmente”… “pasó por aquel lugar”… “iba de viaje”). El modo de ver/escuchar una misma realidad imprevista es lo que marca la diferencia: el samaritano “sintió compasión”; literalmente “se le conmovieron las entrañas”. El verbo griego empleado “splajnisomai” es el mismo utilizado en los Evangelios para expresar los sentimientos profundos de Jesús, ante determinadas situaciones de la gente: extenuada, como ovejas sin pastor… (Mt 9,36; 14,14; 15,32; 20,34. Mc 1,41; 6,34; Lc 7,13). Las entrañas de misericordia del buen samaritano son el modo de poner en práctica la Ley; no es una lástima transitoria, de puro sentimentalismo, sino revelación de Dios mismo que se manifiesta en el hombre caído, quedando inseparablemente unidos los dos mandamientos. Veamos, pues, a Jesús, el Buen Samaritano, ante las personas y situaciones que el Padre ha puesto en su camino y en las cuales el Hijo revela al Padre.
2. LOS POBRES SE CRUZAN EN EL CAMINO DE JESÚS
2.1 “No tengo a nadie” (Jn 5,6)
Jesús se encuentra con personas incapacitadas para valerse por sí mismas: Es el denominador común de tanta gente incapacitada para vivir con dignidad, si no hay alguien a su lado, que, al menos, comprenda y escuche su situación. Las causas son diversas: limitaciones físicas, aislamiento social, enfermedad psíquica o moral, etc. Son realidades y situaciones de la vida con las que todos convivimos de alguna manera:
“Había allí un hombre que tenía atrofiada su mano derecha” (Lc 6,6)
“No tengo a nadie que me introduzca en el estanque…” (Jn 5,6)
“Estaba Jesús en un pueblo donde había un hombre cubierto de lepra…”(Lc 5,12)
“Había en la sinagoga un hombre poseído por un demonio inmundo” (Lc 4,33)
“Estaba sentado junto al camino pidiendo limosna…” (Lc 18,35)
Estos pobres, que salen al encuentro de Jesús o se cruzan en su camino, se expresan de modo espontáneo, tal como son, con gritos o con una presencia callada, en actitud de postración: hacen notar su existencia dolorida: necesitan hacerse escuchar:
“Se puso a gritar con voz potente…” (Lc 4,34)
“Andaba semidesnudo y no vivía en una casa, sino entre los sepulcros. Al ver a Jesús se puso a gritar… lo ataban con cadenas y grilletes…” (Lc 8,28-29)
“Cayó rostro a tierra y le suplicaba…” (Lc 5,12)
“Estaba encorvada y no podía enderezarse del todo…” (Lc 13,11)
La escucha de Jesús es una escucha de calidad: “Se detuvo… cuando lo tuvo cerca, le preguntó: “¿qué quieres que haga por ti? …” (Lc 18,40); vemos tres características del modo de escucha del Maestro: “deteniéndose”, como si el mundo se hubiera parado en función de un solo hombre al borde del camino; “de cerca”, dialogando, sintiendo la presencia del otro; como Servidor (“¿qué quieres que haga por ti?”) que ofrece al pobre la capacidad de decidir lo que desea, lo cual suponía una novedad para quien su vida ha estado determinada por las decisiones de los demás, de los que pasan por el camino; es una escucha que “levanta de la basura al pobre” (Sal 113,7).
Realmente podemos ver en Jesús la carga significativa que tiene la palabra “escuchar”: “auscultare” (como auscultar), es decir, ir al interior, a la verdad de la vida, una escucha que sobrepasa las apariencias y conduce a una percepción nueva: “el que tenga oídos, que oiga…” (Mt 11,15).
En los esclavizados, “dominados por el espíritu del mal”, queda eclipsada la dignidad a que como hombres han sido llamados. Jesús, al liberarlos del poder extraño, expresa su verdadera identidad, su “calidad de origen”. Es significativo el modo de dirigirse al paralítico: “hombre” (Lc 5,20), “hijo” (Mc 2,5) o a la hemorroisa (“hija” Lc 8,48), como queriendo decir: “toma conciencia ante todo de lo que eres: tú eres hombre, tú eres hijo, hija”. En la escucha del pobre que “no tiene a nadie” Jesús descubre y señala al Dios que siempre está junto a sus hijos, a un Dios que dice: “Cuando experimentas la mayor pobreza (no tener a nadie) Yo soy para ti presencia y cercanía: “No temas, porque yo estoy contigo” (Gn 26,23; Is 43,5). Es el Padre, que reconoce gozosamente al hijo, que regresa a casa con la única aspiración de ser considerado como jornalero: “ya no merezco llamarme hijo tuyo… ¡Este hijo mío había muerto y ha vuelto a la vida…” (Lc 15,19). “Levántate y ponte ahí en medio” (Lc 6,8; Jn 5,8). Jesús proclama con autoridad la vocación original del hombre nuevo, renacido y liberado; revela a Dios, que “hace justicia a los pobres, los sienta en medio de reyes”, (Job 36,6-7). El pobre, en medio de la asamblea, proclama que Dios es su Defensor: “Se levantó en el acto delante de todos y se fue a su casa alabando a Dios” (Lc 5,25). “En medio de la multitud lo alabaré: porque se pone a la diestra del pobre para arrancar su vida de los jueces” (Sal 109,30 ). La pobreza del hombre no se reduce a tener unas carencias o una limitación física; la verdadera pobreza es la incapacidad para “estar en pie”, en el nivel que corresponde a los hijos. La presencia y restablecimiento de un humillado e incapacitado el sábado en la sinagoga es anuncio de que “el sábado se ha hecho para el hombre y el Hijo del hombre es señor del sábado” (Mc 2,27). En el pobre (sin apellidos, sin otra referencia que ”un hombre”, “única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma” (GS 24), se revela el proyecto de Dios: salvar, en sábado, una vida (Lc 6,9), que vale mucho más que una oveja (Mt 12,12).
En varias ocasiones Jesús se encuentra con la presencia de enfermos en la sinagoga en día de sábado. Más allá de la problemática que subyace de la primitiva comunidad en torno a la ley judía, es significativo cómo se trata de personas, que para los fariseos y maestros de la ley son únicamente “un caso” a resolver o una oportunidad para debatir sobre la Ley. Probablemente los mismos interesados (los enfermos) se han acostumbrado a ser percibidos de este modo. Su pobreza no es sólo su enfermedad, sino, sobre todo, no ser nadie por ellos mismos (no cuentan ni son queridos por sí mismos):
“ Había allí un hombre… Los maestros de la ley y los fariseos espiaban a Jesús para ver si curaba en sábado…” (Lc 6,7)
“Ellos estaban al acecho. Había allí, frente a él, un hombre enfermo.(Lc 14,1-2)
Jesús, que conoce el modo de pensar de los maestros de la ley y los fariseos (Lc 6,8), se dirige al hombre de la mano atrofiada y le manda “ponerse en pie”; no basta devolverle a un hombre la funcionalidad de la mano para defenderse en la vida; es preciso que previamente adquiera la condición de sentirse “alguien”, con valor en sí mismo. En la escucha de quien “no cuenta”, Jesús proclama que el sábado es un día de liberación y de misericordia. (“Dios ha escogido lo que no es nada a los ojos del mundo para anular a los que creen que son algo” 1 Cor 1,28).
Jesús proclama que en la escucha y consiguiente “curación total” (Jn 7,23) del hombre se pone de manifiesto la voluntad del Padre, “El Hijo hace únicamente lo que ve hacer al Padre” (Jn 5,19). El Padre es quien tiene el poder de dar la vida (Jn 5, 21.26). Los dirigentes judíos, al preocuparse únicamente de recibir honores unos de otros, se incapacitan para la fe (cfr. Jn 5,44). Jesús nos indica cómo el Padre se manifiesta en la escucha/atención al hombre “que no tiene a nadie”: realmente tiene a Dios, que nunca abandona a sus hijos: “¿Acaso olvida una mujer a su hijo, y no se apiada del fruto de sus entrañas? Pues aunque ella se olvide, yo no te olvidaré” (Is 49, 15).
La escucha que hace Jesús de la vida de los pobres se traduce en anuncio de salvación, en revelación de Dios, que escucha y ama al pobre (cfr. Sal 34,7) y, al mismo tiempo, en denuncia de toda religiosidad que, obsesionada por asegurar la letra de la ley, se invalida para la escucha del verdadero Dios que se hace oír en la vida de los pobres y de los Últimos.
En tanto que discípulos de Jesucristo somos llamados a la escucha de Dios en la vida de los pobres, que “no tienen a nadie”, a descubrir y anunciar, con hechos y palabras, “el verdadero honor que viene de Dios único” (Jn 5,44): y que, según la conocida frase de S. Ireneo, consiste en que el hombre viva.
2.2 “Llevaba treinta y ocho años inválido” (Jn 5,5)
Jesús se encuentra con situaciones en que la pobreza o enfermedad son como un elemento constitutivo de las personas que lo padecen: En los relatos evangélicos se observa el carácter de durabilidad o de enfermedad crónica de algunas situaciones; es una circunstancia agravante que, paradójicamente, atempera la percepción de la situación, de modo que, tanto quien sufre personalmente como quienes le rodean, terminan por acostumbrarse (“a todo se acostumbra uno”), cuando no de justificarlo con fáciles explicaciones (“¿quién pecó: este o sus padres?” Jn 9,2). Así pues, muchos de los pobres que se cruzan en el camino de Jesús o salen a su encuentro pertenecen a este grupo de los “Crónicos”:
“Muchas veces el demonio se apoderaba de él, y a pesar de que lo ataban con cadenas y lo sujetaban con grilletes…” (Lc 8,29)
“Una mujer, que padecía hemorragias desde hacía doce años y que había gastado todo…” (Lc 8,43)
“Había allí una mujer, que desde hacía diez y ocho años estaba poseída por un espíritu que le producía una enfermedad…” (Lc 13,11)
“Un hombre que llevaba treinta y ocho años inválido…” (Jn 5,5).
Jesús personaliza la mirada y la escucha en los casos, que todo el mundo conoce y ya no llaman la atención por rutinarios y cotidianos: “al verla, la llamó” (Lc 13,12); “sabiendo que llevaba mucho tiempo, le preguntó…” (Jn 5,6). Proclama que Dios nunca deja de estar presente y actuar en la vida de cada persona: “Mi Padre no cesa nunca de trabajar; por eso yo trabajo también en todo tiempo” (Jn 5,17).
En el encuentro con estas situaciones crónicas de dolor y de pobreza, Jesús proclama que el verdadero mal crónico está en el egoísmo, en acostumbrarse a los gritos de los pobres, como los habitantes de Gerasa, dispuestos a defenderse de un loco por medio de grilletes, pero no a recuperarle como hombre con su dignidad (“sentado a los pies de Jesús, vestido y en su sano juicio” Lc 8,35), si ello era a costa de perder sus intereses (“sus cerdos”). La curación le restituye a este hombre no sólo su sano juicio, sino el sentido profundo de su existencia, transformada en anuncio de la Buena Noticia de Dios: “Se marchó publicando por toda la ciudad lo que Jesús había hecho con él” (Lc 8,39).
Dios se revela como Padre, también de quien no vive en casa, sino en el lugar de los muertos (“no vivía en una casa sino entre los sepulcros” Lc 8,27). La casa del Padre es el lugar propio del hijo (Lc 15, 17). Jesús no retiene a quien ha liberado (“vuelve a tu casa y cuenta lo que Dios ha hecho contigo” Lc 7,39); la finalidad del milagro es que el hombre “regrese a casa” y se encuentre con el abrazo del Padre.
Hoy son muchos los que “no viven en una casa, sino entre los sepulcros”; pensemos en tantos drogadictos, marginados… que han perdido la confianza y la esperanza. El encuentro con Jesucristo en la fe nos provoca a actualizar hoy su misma escucha y atención, a “descubrir en los rasgos de los pobres el rostro de Cristo, para poder acoger, en los pueblos a los que somos enviados, el Evangelio que tenemos el encargo de anunciarles” (Const 14). Desde esta escucha como Jesús, podremos anunciar que Dios es el Padre bueno que nunca abandona a sus hijos, aun en las situaciones en que todo parece perdido: Dios trabaja siempre para que sus hijos puedan regresar a casa, si bien la fidelidad al proyecto de Dios no siempre es comprendida ni aceptada; Jesús es expulsado por procurar un hogar de vida para quien vivía entre los sepulcros (“le rogaron que se alejara de ellos, porque les había entrado mucho miedo” Lc 8,37).
2.3 “Llevaban a enterrar al hijo único de una viuda” (Lc 7, 12)
Todos los días muere gente y se celebran entierros; es algo que pertenece a lo cotidiano de la vida de un pueblo. Pero las realidades normales, como la enfermedad y la muerte, adquieren una significación especial, a veces dramática, cuando se les asignan rostros y connotaciones concretas. Jesús, que vive inserto en la cotidianeidad, se encuentra con estas situaciones, en las cuales está a la escucha del Padre y revela su misericordia Entrañable.
“Cerca ya de la entrada del pueblo, se encontraron con que llevaban a enterrar
al hijo único de una viuda. La acompañaba mucha gente del pueblo” (Lc 7,12).
En este caso se trata de una situación humana de especial dramatismo; el acompañamiento de la gente del pueblo evoca la buena costumbre de “acompañar”, sobre todo del mundo rural. Jesús se encuentra de improviso con un entierro, queda impactado por lo que ve y escucha, se hace cargo de la situación: una pobre que se hace más pobre; podemos intuir, además, cierto desvanecimiento en la fe de la gente (“¿por qué…?”); la muerte prematura de los más necesarios en casa… son pobrezas que nos desbordan, cuando adquieren rostro y nombre.
“El Señor, al verla, se compadeció” (Lc 7,13): Es un lugar de revelación del corazón de Dios, de su “misericordia entrañable” (Lc 1,68): “Dios ha visitado a su pueblo” (Lc 1,78; 7,16). Donde abundan el dolor, la oscuridad y la muerte, se desbordan la vida y la luz: “Nos visitará un sol que nace de lo alto para iluminar a los que están en tinieblas y en sombra de muerte” (Lc 1,78-79). De la contemplación y escucha de los pobres que sufren la muerte, surge en Jesucristo el proceso de salvación y de vida. La salvación que nos llega por Jesucristo, el poder de la Resurrección (Flp 3,10) se desencadena al contacto con los pobres y situaciones de muerte en lo cotidiano de la vida.
2.4 “¿Ves a esta mujer?” (Lc 7,44)
En tiempo de Jesús la pobreza se agravaba cuando la persona pobre era una mujer, como sigue ocurriendo hoy en gran parte de la humanidad. Jesús se encuentra con mujeres en situaciones diversas; ello constituye una novedad respecto de la imagen de un “rabí”. Y se encuentra con mujeres en especial situación de pobreza y marginación: viudas, portadoras de enfermedades consideradas impuras, pecadoras…; son “pobres entre los pobres”: no tienen a nadie y no tienen nada (cfr. Lc 8,43); pertenecen al grupo de personas que saben sufrir en silencio y ofrecer lo mejor de su propia pobreza.
“Vio a una viuda pobre que echaba dos monedas de poco valor” (Lc 21,1). Frente a la poca atención o la mirada tópica de los discípulos, Jesús invita a fijarse en el interior: una pobre que ha dado todo. Es la mayor identificación con quien “siendo rico se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza” (2 Cor 8,9). Los pobres que dan humildemente lo que tienen, son expresión del corazón de Dios, pues, mientras los ricos dan cosas que les sobran, los pobres se dan a sí mismos (“ha dado todo lo que tenía para vivir” Lc 21, 4). Son, pues, signo del Dios que entrega todo lo que tiene: el Hijo querido; en la vida de los pobres Dios mismo se revela como entrega en totalidad: el Padre nos lo ha dado todo en la entrega del Hijo: “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único” (Jn 3,16); “cuando ya sólo le quedaba su hijo querido, se lo envió”( Mc 12,6)
En el encuentro de Jesús con las pecadoras -la mujer que se entromete en el banquete de Simón (Lc 7,37) o la adúltera (Jn 8,1-11)- se proclama que “donde abundó el pecado sobreabundó la gracia” (Rom 5,20). El encuentro cercano de Jesús en una escucha, y acogida en paz, libre de prejuicios, anuncia que Dios es perdón y misericordia (“quedan perdonados sus muchos pecados porque muestra mucho amor” Lc 7,48). Sólo una escucha en profundidad como la de Jesús puede comunicar un amor que salva, y ser evangelizadora. “Simón el fariseo” nos lleva al recuerdo de “Simón el pescador pecador”, que se convertirá realmente en Pedro y Pastor cuando, desarmado de sí mismo, experimente el perdón y se entregue confiadamente al amor entrañable del Maestro (“Señor, tú lo sabes todo. Tú sabes que te amo” Jn 21,17); cuando aprenda de Él, “manso y humilde” (Mt 11,29), la misión de escuchar a los pobres para poder anunciarles el Evangelio.
Es preciso convertirse, cambiarse de sitio, para poder escuchar correctamente y sin distorsiones interesadas: pasar del juicio inmisericorde, lleno de prejuicios de Simón (Lc 7,39), a la manera de escuchar de quien se ha convertido en modelo de discípulo, a los pies del Maestro: una mujer llamada María (cfr. Lc 10,39).
3. LLAMADOS A VIVIR DESDE LA ESCUCHA
En el seguimiento de Jesús somos convocados a vivir su actitud de escucha en profundidad, acoger y testimoniar la filantropía divina, que le lleva a encarnarse y compartir la vida de los pobres: en cada ser humano podemos descubrir que Dios es Padre, no sólo origen, sino también meta y fundamento, plenitud de vida. Nadie está excluido de la fiesta y del corazón del Padre.
Para entrar en esta escucha, Jesús nos indica el camino de la simplicidad y el despojo de nuestros prejuicios y selecciones, acoger la vida, con mirada creyente, tal como Dios nos la da. “Todos los días ser pobre” (VD 333) nos dice el P. Chevrier; ponerse al nivel de los pobres (cfr. Flp 2,5) para escuchar a Dios en su vida: “Es necesario consentir pasar la vida con los pobres… vivir su vida y estar en medio de ellos”(Reglamento de vida, 1878). Es el camino de Jesucristo que, “siendo rico se hizo pobre” (2 Cor 8,9). Son iluminadoras las palabras del P. Loew: “Pobre es el que escucha siempre… Si queremos llevar el Evangelio, nos es preciso recibirlo, vivo, de la propia mano de los pobres, de los sencillos. Entiendo por tales, siempre, esos hombres de humilde corazón que no tienen otro recurso que el Señor” (J. LOEW, Ese Jesús al que se llama Cristo, Retiro en el Vaticano 1970, pág. 38) .
Una escucha de calidad, inspirada en el Evangelio y concretada en rostros, personas y situaciones nos llevará a superar un ministerio de tipo funcionarial, a valorar la dignidad de cada ser humano, a creer de corazón que Dios trabaja siempre, a acogernos a la misericordia entrañable del Padre, que es capaz de perder la cabeza por uno sólo de sus hijos, independientemente de que sean buenos y cumplidores, a valorar la calidad de la entrega callada y sencilla, como lugar donde Dios se nos revela y nos convoca para anunciar su presencia en medio del mundo .