– Meditación –
MEDITACIÓN DEL EVANGELIO DEL DOMINGO XXIV ORDINARIO
Mons. Luis Martín Barraza
Torreón
17 de septiembre de 2023
Una vez dejado en claro el poder de la comunidad, desde la práctica de la corrección fraterna, al ser constituida por Jesús como el criterio máximo de discernimiento de la voluntad de Dios en la tierra y declarar quién está en sintonía con ella, se habla ahora de la actitud de los discípulos de Jesús frente a las ofensas. La comunidad es sacramento del amor de Dios y, esta, debe vivir de él con una actitud profunda, y no sólo en sus procedimientos. El amor no es simplemente una estrategia, sino el querer radicalmente el bien del otro por sobre todo, aún a costa de sí mismo. El signo más elocuente de la originalidad de la comunidad de discípulos es el perdón. Decían bien los maestros de la ley: “¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?”(Mc 2, 7), ciertamente ellos lo decían para desautorizar a Jesús. Pero tenían toda la razón, en realidad, del perdón sólo sabe Dios. La persona o la comunidad que se precie de tener a Dios, tendrá que dar cuenta de esto. Consciente o inconscientemente hemos llegado a decir una gran verdad, que el oficio de Dios es perdonar. Consideramos que él tiene la obligación de perdonar: “Dios siempre perdona, el hombre a veces, la naturaleza nunca”, Escuchamos.
Nosotros sabemos y decimos cosas sobre esto, pero no entendemos a fondo. Tal vez lleguemos a soltar rencores y resentimientos por salud, como enseña la psicología, pero no por un verdadero convencimiento. Es necesaria la gracia de Dios. Sólo él conoce la astucia para romper el circulo vicioso de la venganza. En Jesucristo nos ha revelado esa astucia, precisamente, él es el rostros de la misericordia de Dios. La gracia ciertamente es algo misterioso, pero también es la conciencia y la experiencia de de haber sido perdonados. Sólo reconociendo que nuestra condición es la de ser un don de Dios para nosotros mismos, tanto en la llamada a la existencia como en la llamada a la fe, que nos invita a la solidaridad con la humanidad con un pecado de origen. Todos somos deudores de la misericordia de Dios. Sólo esto puede saciar la sed de venganza en el corazón del hombre. Nosotros tenemos miles de años queriendo arreglar el mundo con la violencia, y sólo hemos logrado afinar los métodos para tomar venganza, la carrera armamentista y dos guerras mundiales, y la que se vive actualmente en partes, son la prueba de que la violencia nunca es solución.
De esto ya había hablado Jesús en el “sermón del monte”, al anunciar la nueva ley: “…no opongan resistencia al hombre malvado; al contrario, a quien te dé una bofetada en la mejilla derecha, preséntale también la otra”(Mt 5, 39). Desde allá, pareciera que Jesús quiere forzar a la fe, es decir, presentar ideales inalcanzables para obligar a ponerse de rodillas frente a la santidad de Dios. Como si en realidad lo que quisiera fuera anunciar el rostro misericordioso de Dios, y en un segundo momento exigir el amor que perdona a quienes crean en él. No existe lo uno sin lo otro. No se puede perdonar sin la experiencia de la misericordia de Dios, y no se puede creer en Dios sin ser misericordiosos: “Dichosos los misericordiosos, porque él también los tratará con misericordia”(Mt 5, 7). Tal vez por eso, un poco más adelante, Jesús dirá: “Pues si perdonan las faltas a los demás, también el Padre celestial les perdonará a ustedes sus faltas, pero si no las perdonan, tampoco el Padre perdonará las de ustedes”(Mt 6, 14). Lo que queda muy claro de estas palabras es que existe una estrecha relación entre el perdón de Dios y el que nos debemos ofrecer entre nosotros, no existe uno sin el otro. Tal vez pudiera haber un poco de problema porque parece que Dios depende de nuestra bondad, más sin embargo, un poco antes, ya Jesús ha hablado de la fuente del perdón: “…para que así sean en verdad hijos de su Padre que está en los cielos, que hace salir el sol sobre malos y buenos y manda la lluvia sobre justos e injustos”(Mt 5, 44-45).
Podemos decir que tanto el “sermón del monte” como este “discurso eclesial” tratan de lo mismo: el amor a los que nos causan algún mal. En el primero, se trata de inculcar la identidad del discípulo de Jesús, que debe hacer la diferencia en relación a la manera de proceder de todos los demás: “Amen a su enemigos y oren por quienes los persiguen…”(Mt 5, 44). Para poder ir más allá de la religiosidad “vulgar”, más aún, del comportamiento pagano(Mt 5, 46), es necesario hacer algo imposible para las fuerzas humanas, esto equivale a decir, a estar dispuestos a dejar obrar a Dios en nosotros, es necesaria la fe. Es más la invitación a una experiencia religiosa que a una experiencia ética. Tal vez, Jesús desea inculcar la invocación que el fiel cumplimiento. Este dependerá de la experiencia que hagamos del “Padre misericordioso”. El hacer “lo extraordinario”(Mt 5, 47) no es indicador de superioridad, sino que llama la atención sobre la constitución de algo diferente. El perdón de las ofensas es un signo de los nuevos tiempos mesiánicos, significa “la proclamación del año de la gracia del Señor”(Lc 4, 19). Podemos decir que algo participaba del simbolismo con el que Mateo indica la formación del nuevo pueblo de Dios. Se trata del anuncio de la ley del Espíritu antes que de la ley moral. En todo caso, el amor a los enemigos es una invitación a colmar el honesto deseo de grandeza del ser humano, a “ser perfectos como el Padre celestial es perfecto”(Mt 5, 48).
El tema del perdón, en el texto que meditamos, está más en función de la identidad de la comunidad eclesial cuya alma es la comunión. Las imágenes del cuerpo, el templo, el rebaño, la vid, aplicadas a la iglesia, entrañan la imagen de la comunión. El pecado es una herida profunda a la fraternidad. El pecado es social por naturaleza, y se debe intentar resolver en clave comunitaria, no sólo individualista. San Pablo cuando corrige a la comunidad de los corintios por la manera de celebrar la cena del Señor, les reprocha el menosprecio a la Iglesia, porque mientras unos se hartaban otros pasaban hambre. Les pide discernir la fraternidad en aquella cena(1 Cor 11, 22. 29). Se trata de restaurar el cuerpo de Cristo no sólo de satisfacer instintos primarios egoístas. Desde el punto de vista civil hay una preocupación por reconstruir el tejido social. El pecado, que se le puede llamar ofensa, falta, agravio, es destruir la familia humana ya de por sí lastimada. Este pasaje, no trata de hacer un tratado sobre el pecado, sino de inculcar el sentido comunitario y fraterno. El pecado al que se refiere este pasaje es al que destruye la sana convivencia, la justicia, la solidaridad. Me parece que la visión del pecado como herida a la comunidad nos acerca a muchas causas civiles que buscan la reconstrucción del tejido social. Tener siempre la comunidad, reunida por el amor de Cristo como horizonte, nos ayudará a sostenernos en el esfuerzo y a buscar soluciones más integrales. El pecado al servicio de la comunión nos ayudará a superar sospechas de esta doctrina al servicio del poder. Habrá que reconocer que, a veces, se han utilizado las enseñanzas sobre el pecado para afirmar a unos sobre otros. Hablemos más del sentido comunitario de la existencia humana y del pecado como una amenaza a la buena convivencia.
El pasaje que meditamos, sin descuidar el sentido teológico del perdón, es asunto de Dios, cuestiona la contradicción en la respuesta del que no supo perdonar. Pedro cree hacer un ofrecimiento muy generoso al preguntar si se debe perdonar siete veces. Si pensamos en las costumbres y enseñanzas de ese tiempo, puede ser que fuera mucho avance. Las prácticas más antiguas para poner límite al deseo de venganza sin fin del corazón humano, propusieron el criterio del “ojo por ojo y diente por diente”. Algunos maestros enseñaban que perdonar tres veces a un agresor era bastante generoso. Jesucristo, desde las posibilidades infinitas del amor de Dios, responde a Pedro que se debe estar dispuesto a perdonar siempre. Le responde con la parábola del que no supo perdonar. Lo que rompe la armonía de toda aquella narración es la actitud del servidor que después de haber implorado clemencia, no fue capaz de perdonar una deuda. Con su gran elocuencia, Jesucristo, logra armar una rebelión contra la falta de compasión del que habiéndosele perdonado una deuda impagable, no tuvo misericordia del que le debía una cantidad que sí se podía pagar. En la indignación de los que habían visto todo, queda denunciado el egoísmo que destruye la comunidad. Nos vuelve a hacer sentir la necesidad de la experiencia de Dios para poder superar la espiral de la venganza. Sólo la locura del amor de Dios puede hacernos recapacitar sobre una contradicción muy arraigada en nuestro ser, que consiste en la incapacidad de reconocer nuestros errores y magnificar las fallas de los demás. Existe demasiada descalificación, demasiada critica y hasta insultos que si correspondiera a una coherencia de vida, el mundo tendría que ser más pacífico.