COMENTARIO EXEGÉTICO-ESPIRITUAL
“La Soberanía de este Rey“
Domingo XXXIV del Tiempo Ordinario
20 de noviembre 2022
P. Raúl Moris,
Prado de República de Chile
Después que Jesús fue crucificado, el pueblo permanecía allí y miraba. Sus jefes burlándose decían: «Ha salvado a otros: ¡que se salve a sí mismo, si es el Mesías de Dios, el Elegido!». También los soldados se burlaban de él y, acercándose para ofrecerle vinagre, le decían: «Si eres el rey de los judíos, ¡sálvate a ti mismo!». Sobre su cabeza había una inscripción: «Éste es el rey de los judíos». Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros». Pero el otro lo increpaba, diciéndole: «¿No tienes temor de Dios, tú que sufres la misma pena que él? Nosotros la sufrimos justamente, porque pagamos nuestras culpas, pero él no ha hecho nada malo». Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». Él le respondió: «Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso».
Gracias a la constancia salvarán sus vidas».
(Lc 23, 35-43)
Comentario
El título de Rey estaba indiscutiblemente ligado a la esperanza mesiánica que animaba al pueblo de Israel en los últimos siglos de espera antes de la venida de Jesús: el Mesías, (el Ungido) es decir, el Cristo, había de ser de la descendencia de David, el Rey de Israel por antonomasia, la promesa hecha desde sus tiempos era la promesa del descendiente que perpetuaría la dinastía hasta la eternidad; una vez desaparecida la casa de David, la promesa se reinterpreta como la del descendiente que, preservado para el final de los tiempos, restaurará la casa real para elevar a Israel sobre todas las naciones y establecer el reinado definitivo de Dios sobre todos los pueblos.
El reconocimiento que las primeras comunidades hacen de Jesús como el Mesías esperado, los va a llevar a revisar la imagen de Rey que había alimentado la esperanza del pueblo por siglos, para poder entender cómo se manifiesta la verdadera realeza de Cristo, haciendo el esfuerzo por comprender lo inédita y profundamente contracultural de la figura de Jesús como Rey.
Jesús no es Rey, si por “rey” entendemos el caudillo político y militar que había de conducir a la nación de Israel por el camino de la conquista y del dominio despótico; Jesús no es Rey, si en el significado de la palabra “rey” damos cabida a la prepotencia de los poderosos, de aquellos que toman el simple ejercicio del poder, como argumento contundente y definitivo para imponer sus puntos de vista, para establecer como ley su propia voluntad; Jesús no es Rey, si entendemos por “rey” a aquel que busca avasallar a otros por la fuerza, imponer a toda costa, a cualquier precio, las convicciones del grupo que lo legitima, por justas que parezcan esas convicciones, no es Rey, porque reivindique el derecho a la venganza, a la oportunidad del desquite; Jesús no es Rey, si por “rey” entendemos a aquel que usa y abusa de las prerrogativas de su cargo, y está puesto por encima de todos como autoridad incuestionable, no para servir a quienes han sido encomendados a su conducción, a quienes han sido puestos en sus manos, sino para servirse de ellos.
La realeza de Cristo es de una índole completamente distinta; tan distinta, que no será en el momento de mayor popularidad en su ministerio cuando esta realeza se proclame (el Evangelio según San Juan, nos relata al final del episodio de la multiplicación del pan y los peces –signo mesiánico por excelencia- que Jesús huye de la multitud porque querían proclamarlo Rey en esas circunstancias [Jn 6,15]) sino en el momento del máximo fracaso, en el que abandonado de sus seguidores más cercanos, ha caído en el cerco que le han tendido los poderosos de este mundo –que ahora se olvidan de las diferencias que los distancian, para coincidir en una sola y misma iniquidad-; Jesús será entronizado Rey en el momento en que es erguido en la aridez de la colina del Gólgota, en el momento en que desde ese monte yermo se eleva hasta el cielo el árbol de la Cruz.
Y ha de ser aquí, donde se manifieste de manera absoluta la índole del reinado de Jesús, para que no se confunda con ninguno de los groseros juegos del poder. Cristo es el Rey derrotado, cuyo trono es el patíbulo; pero en cuya derrota resplandece el triunfo de la justicia de Dios en toda su plenitud, Jesús derrotado no es víctima de los acontecimientos, la cruz no es el accidente fatal que trunca su carrera; al contrario, ha marchado decididamente hacia ella, ha endurecido el rostro para el ascenso a Jerusalén –el doloroso descenso hacia su muerte- porque solo así ha de quedar consumada su obra de redención, porque solo aquí se completa el sentido de la Encarnación, porque solo de este modo puede asumir la humanidad entera, hasta sus más hondas consecuencias: en la obediencia absoluta, que redime la desobediencia extrema, que ha hecho ingresar la muerte al mundo como expresión del desgarramiento máximo que puede experimentar el hombre. Aquí, en la Cruz, Jesús encarna el prístino ideal del Rey: el primero entre su pueblo, cabeza de su gente, que se realiza entregando su vida hasta el último aliento por el rescate de los que han sido puestos a su cargo; Jesús es el Rey, porque se entrega a la muerte para que su pueblo pueda tener una oportunidad de vida.
Y su realeza se ejerce en plenitud en el acto del perdón. No hay sentimiento de derrota y desolación en el Crucificado, sino palabras de acogida y de perdón. Jesús no muere profiriendo amenazas, ni -como parecen esperar los que se burlan de él- haciendo un acto de fuerza y poder que de alguna manera manifieste su realeza de manera sobrenatural, librándolo de la suerte que le ha tocado en consecuencia; lo que los testigos de la crucifixión están contemplando es a un hombre acabado, llevado al límite de su resistencia, a punto de expirar, agotado, desangrado; no asisten al espectáculo de un actor que interpreta bien su doloroso papel, pero que no es sino un papel del que puede desprenderse, y sin embargo, de su boca no sale palabra alguna de reproche a los que le están haciendo sufrir indecibles dolores, sino de una honda comprensión de la miseria de la condición humana.
Aquí -entendámoslo bien- Jesús está muriendo de verdad; pero en medio de este trance no hay ni palabras de amenaza, no hay arengas reivindicatorias de última hora, sólo hay palabras de profunda solidaridad y de acogida fraternal ante quien abre los ojos y el corazón al hondo misterio de la misericordia del Dios que muere para darnos vida, aunque esta apertura –como ocurre en el caso del malhechor contrito- sea en la hora postrera de su vida, aunque no tenga tiempo de enmendar lo que ha hecho; el solo reconocimiento de quién es el que está muriendo a su lado -y la consecuencia que ese reconocimiento arrastra: la conversión- es suficiente para que también el ladrón sea alcanzado por el acto salvador que está aconteciendo, el del que ha venido a dar su vida en rescate de una multitud, de la multitud que quiera acoger y aferrarse con fe a ese sacrificio de salvación.
Contemplamos así, en este pasaje, la síntesis del ministerio salvador de Cristo: este Jesús, que ha venido a traer la buena noticia de la salvación y de la inclusión a los pobres, que fue anunciado, según el evangelista Lucas a esos pobres indeseables: los pastores “que cuidaban por turnos sus rebaños”, en la escena de la Natividad, éste mismo Jesús que ha puesto a los pobres en el centro de la revelación programática de su misión hecha en la sinagoga de Nazaret (Lc 4, 18-21), que ha señalado el anuncio de la buena noticia a los pobres como signo verificador de su identidad, cuando recibe la visita de los Discípulos del Bautista (Lc 7, 22), se hace, por última vez, buena noticia para este pobre, que está compartiendo con Él la agonía en el patíbulo, y que se ha dejado traspasar por el misterio de la misericordia de Dios.
En la cruz vecina a la de Cristo acontece el “hoy” del reinado de Dios; la petición del ladrón, halla un eco sorprendente, en la gozosa paradoja, con que Jesús responde: no es en un futuro incierto, cuando el Señor se acordará de él, el “cuando vengas en tu Reino” ha de ocurrir hoy mismo para el ladrón; en el árido monte del calvario, florece con toda su exuberancia, la rara palabra “Paraíso” (que sólo aparece tres veces en el Nuevo Testamento y solo una vez -precisamente aquí- en los Evangelios, palabra que no existía en el arameo y que el griego de la traducción de los Setenta, tuvo que tomar prestada del persa, para poder nombrar la gratuita maravilla del Jardín del Edén, como regalo primero de Dios al hombre): esto es el Reino y el Paraíso: la fecunda experiencia del amor actual e irrefrenable, sin medida ni condiciones, amor del Padre por nosotros, sellado por el Hijo en la cruz.
En la escena de la cruz; ese amor y esa misericordia no toman venganza, no precisan del mezquino desquite; la soberanía de este Rey, despliega abiertamente el estandarte del perdón, vence Cristo -el Rey vencido- en el triunfo incuestionable del amor derramado hasta la última gota.
Raúl Moris G. Pbro.