HOMILÍA DE MONS. LUIS MARTÍN BARRAZA
Domingo II de Cuaresma
5 de marzo de 2023
(Mt 17,1-9)
El camino de cuaresma es una gran oportunidad para adentrarnos en el misterio de Cristo, todas las penitencias propias de este tiempo son relativas a esto. Jesús había abierto su corazón a sus discípulos, unos días antes, anunciándoles su muerte en Jerusalén, a lo cual ellos se habían opuesto y escandalizado. Es por ello que les concede la experiencia, en la persona de Pedro, San4ago y Juan, de vivir el testimonio del Espíritu Santo por medio de la Escritura. La Transfiguración es un anticipo de la resurrección, que consistirá en llegar al conocimiento pleno de Jesús, como lo experimentaron los discípulos de Emaús al sentir arder su corazón( Lc 24, 32) y parar el pan. San Pablo, en la segunda lectura, nos dice que “Cristo Jesús, nuestro Salvador, destruyó la muerte y ha hecho brillar la luz de la vida y la inmortalidad, por medio del Evangelio””(2 Tim 1, 10). La Transfiguración no es otra cosa sino el anuncio del Evangelio por parte de Jesús, que consiste en la revelación de sí mismo, es una invitación a “comparar con el los sufrimientos por la predicación del Evangelio”(2 Tim 1, 8). Anunciar a Jesucristo fielmente requiere de algo más que nuestras buenas obras, es necesaria la “fuerza de Dios”.
En sus escritos, san Pablo, nos dice que existe un conocimiento de Jesús según la carne, o sea, según los criterios de este mundo, y un conocimiento, según el Espíritu(2 Con 5, 16). Esta ha sido su experiencia y desde esta experiencia espiritual nos presenta el misterio de Cristo “como una sabiduría oculta de Dios, un designio secreto que él, desde la eternidad, ha tenido para nuestra gloria”(1 Con 2, 7). Por eso él no “ha querido saber otra cosa, sino a Jesucristo, y más aún, a Jesucristo crucificado”(1 Con 2,2). A la sublimada del conocimiento de Jesucristo se refieren sus palabras: “Dios ha preparado para los que lo aman cosas que nadie ha visto ni oído, y ni siquiera pensado”(1 Con 2, 9; cfr. Is 64, 4; Jer 3, 16). A este conocimiento corresponde otra manera de ser: “El que no es espiritual no acepta las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son tonterías. Y tampoco las puede entender, porque son cosas que Genen que juzgarse espiritualmente”(1 Con 2, 14). Desde que el amor de Cristo se le ha revelado, cae en la cuenta que “Cristo murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí mismos, sino para él, que murió y resucitó por ellos”(2 Con 5, 15).
Este itinerario de san Pablo puede adentrarnos un poco a la experiencia vivida por Pedro, San4ago y Juan en la Transfiguración. También a ellos, en este episodio, el Espíritu Santo los ha evangelizado anunciándose “la insondable riqueza de Cristo”(Ef 3, 8). Quizás sea este el camino de todo proceso de conversión: tener que pasar del conocimiento meramente racional, humano, a un conocimiento creyente: “Nadie puede venir a mí, si no lo atrae mi Padre, que me ha enviado…”(Jn 6, 44). La Transfiguración puede ser, así, la iluminación con la que el Espíritu Santo marca al discípulo con los mismos sentimientos de Cristo(Flp 2, 5).
Los tres discípulos, que ahora suben con Jesús al monte Tabor, lo han conocido, hasta ahora, “según la carne”. Como hemos dicho antes, en Cesárea de Filipo se habían escandalizado porque Jesús les había anunciado su muerte: “les dijo que lo iban a matar, pero que al tercer día resucitaría”(Mt 16, 21). El anuncio de la resurrección quedó totalmente opacado, en el corazón de los discípulos, por la humillación de la cruz. En voz de Pedro, reaccionan profundamente desilusionados y escandalizados, hasta intentar desviarlo de su camino, como lo hiciera satanás el domingo pasado. Ahora, alejados de los criterios del mundo, apacentadas las ambiciones personales por el consuelo del Espíritu, fuera del alcance de la vanidad humana que siempre le reclamó a Jesús hechos prodigiosos, pudieron hacer la experiencia de la verdad de Jesús, que se reveló plenamente en la resurrección. Se les concede a estos discípulos conocer el dinamismo del amor verdadero, que no es otro que el del grano de trigo, que sembrado en la tierra muere y da fruto(Jn 12, 24). En las alturas de la vida espiritual, de la contemplación de Jesús a la luz de la palabra de Dios y del testimonio del Padre, reconocen su divinidad. De esta manera son sanados del escándalo de la cruz y afianzados en su condición de discípulos. De todos modos, el acto verdadero de fe quedará pendiente hasta el momento de la pasión, donde quedará más claro que el conocimiento de Jesucristo es un don. Sobre una comunidad de discípulos, encerrada y atemorizada, vendrá el Espíritu Santo y como a los “huesos secos”, de que habla el profeta Ezequiel, los llenará de vida y los hará caminar(Ez 37, 4). Por el momento Jesús los invita a volver a la realidad y les impone silencio hasta que superen la prueba Defini4va.
Aunque este anuncio, de la fuerza transformadora del Evangelio, se nos presenta de una forma muy mís4ca, no deja de referirse al camino penoso de la conversión, como queda prefigurado en la llamada de Abraham: “Deja tu país, a tu parentela y la casa de tu padre, para ir a la Gerra que yo te mostraré…”(Gen 12, 1). Y esto será sólo una “probadita” de lo que Dios le pedirá más adelante cuando tendrá que estar dispuesto a sacrificar a su hijo Isaac. Ciertamente que esto se trata de un movimiento geográfico, pero sobre todo interior: aprender a confiar en la Palabra de Dios que le ofrecía una gran bendición. Esta fue la experiencia de “la transfiguración” por parte de Abraham, que nunca cancela del todo la duda que es el espacio de la libertad humana. Moisés, en el Tabor, representa esta fe, que de algún modo vivieron todos los patriarcas para ir detrás de la promesa de la tierra prometida y de la “gran descendencia”.
De igual modo los profetas, representados por Elías, dieron pruebas de la fidelidad del amor del amor de Dios y consagraron toda su vida a la defensa de su alianza en el Sinaí. Sabemos cómo Elías se enfrentó a la idolatría promovida por los sacerdotes de Baal, auspiciados por Jezabel. Fue tanto el celo por las cosas de Dios que prefirió el exilio antes que dejarse cebar en las viandas de la corte real, como si lo hicieron los quinientos sacerdotes idólatras(1 Re 18, 17-46). Toda la autoridad de la tradición profética dio testimonio en favor de Jesús en el monte Tabor, reforzando la invitación que venía de lo alto del cielo a escuchar a Jesús.
Jesucristo mismo es un modelo de escucha del proyecto de Dios y en el fondo su amor obediente a la voluntad de su Padre lo conduce hasta la cruz. Por el testimonio de Lucas sabemos que lo que hablaban Moisés y Elías con Jesús era de la muerte que tendría que padecer en Jerusalén, y de su resurrección y parada al cielo(Lc 9, 28-29). La cruz siempre ha sido escandalosa, es símbolo de verdadero amor que da la vida. Rompe con la lógica humana, dentro de la cual resuena la tentación del principio: “serán como dioses”. Es cierto que tenemos vocación de grandeza, pero no la que se alcanza a costa de los demás, sino, por el contrario, dando vida. En el fondo, la cruz, es la única que puede salvaguardar la vida integralmente. Frente a las víc4mas inocentes de las guerras, de los abusos contra la vida del inocente, de las múltiples formas de violencia, de los desastres medioambientales, de la distribución injusta de los bienes, de la trata de personas, etc., sólo la fidelidad al proyecto de amor, como se ha revelado en Jesús, puede salvar este mundo.
Se nos ha enseñado que la cruz ahuyenta el poder del maligno. Esto es cierto, sobre todo, si es asumida como un es4lo de vida, de otro modo se corre el riesgo de que sea pura superstición, otro amuleto más. Se trata de dar la vida: “el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí, la conservará”(Mt 16, 24). Precisamente, es el diálogo que ha tenido Jesús con sus discípulos antes de subir al monte. Morir en Jerusalén será la consecuencia del cumplimiento de la misión que el Padre le ha encomendado.
La cruz no es un sufrimiento en abstracto, sino la vida gastada por la familia o por los hermanos. Es, también, crucificar al hombre viejo que por naturaleza es asesino: “No imitemos a Caín, que mató a su hermano, porque era del Maligno. ¿Por qué lo mató? Porque él hacia el mal mientras su hermano hacia el bien”(1 Jn 3, 12). Antes que causar daño a los demás debemos preferir “destruirnos”. Pero, la cruz, también tiene un sentido positivo, de estar crucificado con Cristo para dejar que él siga “haciendo el bien y curando toda clase de dolencias(Gal 2, 20; Hecho 10, 38). La defensa de la cruz es una defensa de la vida, de los derechos humano, amenazados por “los enemigos de la cruz”(Flp. 3, 18-19).