Domingo XXVI del Tiempo Ordinario
“La incoherencia entre la fe y la vida sigue siendo la mayor amenaza para cualquier religión, especialmente para los cristianos, que identificamos el amor a Dios con el amor al próximo”.
Domingo 27 de septiembre de 2020
Mt 21, 28-32
Jesús se encuentra en Jerusalén hacia el final de su misión. Ahí cuestionará toda la apariencia del sistema religioso existente. Con el gesto profético de la expulsión de los mercaderes del templo(Mt 21, 12-17), apenas llegado a Jerusalén, pondrá la clave de todo su mensaje: anunciar el culto que agrada a Dios y denunciar todo lo que aquella religiosidad tiene de mercado, de cueva de ladrones. Se trata de un ritualismo vacío con el que se dice que sí a Dios, pero que no produce obras de justicia y caridad: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí…”(Mt 15, 8). La parábola de los dos hijos, que ahora meditamos será como la introducción a “la unción de verdad” que Jesús cumplirá con sus palabras y, sobre todo, con su muerte en la cruz.
La nota que define a toda aquella camarilla de líderes religiosos es la hipocresía(Mt 23, 13), son “guías ciegos”(Mt 23, 16), “sepulcros blanqueados”, iguales a sus padres, que mataron a los profetas(Mt 23, 30). Son una “raza de víboras”, “responsables de toda la sangre inocente derramada sobre la tierra, desde la sangre del justo Abel hasta la sangre de Zacarías”(Mt 23, 33-35). El testimonio de la verdad, dado por Jesús, en el centro del poder religioso lo conducirá a la muerte: “¡Jerusalén, Jerusalén que matas a los profetas y apedreas a los que Dios te envía!”(Mt 23, 37). Por el momento está dicho muy elegantemente: se trata de un hijo que dice que no, pero sí va y otro que dice que sí, pero no va a trabajar. Entrados en la discusión se irá explicitando su significado, sobre todo en el capítulo 23.
Entre el episodio del templo y la parábola de los dos hijos, Jesús se indigna contra una higuera que no tenía fruto. Estamos frente a un hecho que, por el contexto, es imposible no relacionar con la esterilidad del pueblo judío. Dice el texto que “Jesús sintió hambre. Vio una higuera junto al camino, se
acercó a ella y, al no encontrar más que hojas, le dijo: Que nunca jamás brote de ti fruto alguno”(Mt 21, 18.19). Me parece que este pasaje contiene una clave interpretativa de todo lo que Jesús denunciará en los siguientes capítulos y en la parábola que meditamos, para invitar a la conversión. El único problema de Dios con quienes creen en él es que no dan frutos. Él tiene hambre de frutos de sus discípulos y no los encuentra: “Mi Padre recibe gloria cuando producen fruto en abundancia, y se manifiestan como discípulos míos”(Jn 15, 8). “¿Qué más debí hacer por mi viña que yo no haya hecho?¿Por qué esperando buenas uvas dio racimos amargos?”(Is 5, 4).
La experiencia de Dios debe inundar nuestro corazón de bondad, de alegría, de plenitud, Dios es verdaderamente “la otra costilla” del ser humano. A propósito de la imagen esponsal, que ya hemos utilizado en la relación de Dios con su pueblo. Nuestra estancia en el mundo es como estar enajenados de la plenitud del amor de Dios, por lo cual estamos inquietos hasta volver a él. El verdadero encuentro con Dios nos complementa. Cuando dos seres se complementan dan frutos necesariamente. Todo lo que madura echa semillas, la naturaleza así nos lo enseña.
Si el encuentro de dos principios naturales produce vida, cuanto más tendrá que ser en un encuentro donde uno de ellos es el Amor. No hay amor estéril, siempre tendrá que ser fecundo. La fecundidad supone “dolores de parto”, responsabilidad para hacerse cargo y, por tanto, renuncia a sí mismo. El amor de Dios en el ser humano necesariamente debe dar mucho fruto, bajo riesgo de ser una pasión inútil, un fraude. El amor y lo meramente práctico son polos opuestos. El amor entrega todo sin límites, la actitud práctica sólo hasta donde hay beneficio. Es el problema que encuentra Jesús en las autoridades judías, estaban haciendo de la gratuidad del amor de Dios una justicia humana. Se usaba a Dios para justificar el entramado de intereses establecidos.
Es el caso del primer hijo que dice que sí va a trabajar a la viña y luego no va, Jesús se refiere a una forma de relacionarse con Dios cultualmente, doctrinalmente, formalmente y a veces con ciertas obras de piedad, pero que no dan el fruto de “los mismos sentimientos que tuvo Cristo. El cual, siendo Dios no consideró que debía aferrarse a las prerrogativas de su condición divina, sino que, por el contrario, se anonadó a sí mismo
tomando la condición de siervo…”(Flp 2, 5). No hay misericordia ni temor de Dios. ¿Por qué este afán de revestir de santidad nuestras mezquindades? ¿Por qué el juego de la simulación? Esto parece más perverso que el simplemente desobedecer.
Tal vez se trate del misterio de iniquidad, pero es muy desconcertante este juego que todos queremos jugar de “la doble vida”. Todos queremos tener buena fama y, al mismo tiempo, la oportunidad de portarnos mal. Prometemos personalmente o institucionalmente tener una causa justa y honesta, pero hacemos trampa en cuanto nos es posible. Es cierto que incoherencias todos tenemos, pero, a veces, se hace de la esquizofrenia no mental, sino existencial un estilo de vida. Detrás de fachadas que con sus vestimentas, logotipos, rituales, verborreas, poses, urbanidad, simpatía, intelectualidad, cultura, hasta simplicidad, etc., dicen que sí, pero los hechos dicen totalmente lo contrario.
Este es el nivel de la experiencia diabólica de aparentar una cosa, pero en el fondo tener otras intenciones. El maligno es el padre de la mentira(Jn 8, 44). Así fue la caída de los primeros padres, el tentador les propuso algo aparentemente bueno para ellos, pero que en el fondo llevaba muerte y sufrimiento. Así fueron las tentaciones de Jesús, envueltas en bondad llenas de egoísmo. Lo único positivo de esta ambigüedad es que deja claro que el corazón está hecho para el bien. Elige la desobediencia por engaño o autoengaño.
Me parece que aquí Jesús aborda una problemática más frecuente que el simple portarse mal y que puede ser peor: la autocomplacencia en la promesa de cumplir que luego no cumple. Se trata de un pecado que aqueja sobre todo a los espíritus religiosos que, con recta intención o sin ella, aspiran a los ideales, que después “no mueven ni con la punta del dedo”(Mt 23, 4). La incoherencia es “el enemigo silencioso” y mortal de la fe.
Ser mentirosos es una enfermedad triste, sobre todo cuando se pierde la capacidad de reaccionar, de darse cuenta, cuando se engaña a sí mismo(“se chupa el dedo”). Y, peor aún, si encima se auto engaña sobre asuntos de la fe, cuando está de por medio Dios: “Pero yo les digo que no juren en modo alguno; ni por el cielo, que es el trono de Dios; ni por la tierra, que es el estrado de sus pies; ni por Jerusalén, que es la ciudad del gran rey…”(Mt 5, 34-35). Ciertamente el primer hijo no hace ningún
juramento pero igual falta a la sinceridad del “digan sí cuando es sí; y no, cuando es no. Lo demás viene del maligno”(Mt 5, 37).
Se encontró Jesús frente a un sistema de complicidades en nombre de Dios. En realidad cada quien defendía sus intereses a costa de su conciencia, de sus convicciones, de sus principios. Se habían adueñado de la propiedad del Señor. Se parece a las historias que escuchamos de pugnas por el poder material, donde las personas venden su alma al diablo por su ambición, pero la diferencia es que en el evangelio son líderes religiosos. Todos estamos expuestos a esta enfermedad de engañarnos a nosotros mismos.
Ciertamente estamos aquí frente a la contradicción que está en el corazón del ser humano, a la que se refiere san Pablo con su: “pues no hago el bien que quiero, sino el mal que aborrezco”(Rom 7, 19). Pero, en este caso san Pablo sintiéndose frágil es fuerte(2 Cor 12, 10), porque es una toma de conciencia para no resignarse en esta condición, sino para luchar contra el hombre viejo. Esta es la gran diferencia del “fariseo” Pablo con todos los que ahora rodean a Jesús.
Las autoridades judías no se daban cuenta de que habían construido todo aquel sistema religioso sobre una gran mentira, vivían presa de su autoengaño, creían ver y, sin embargo, estaban ciegos(Jn 9, 41). Se habían sentado sobre la cátedra de Moisés, pero habían perdido toda autoridad por su afanosa búsqueda de espacios de poder, usando al mismo Dios para quitar de en medio a quien les estorbara, así tenga que ser a su propio Hijo(Mt 21, 38-39).
Estamos frente al problema de la coherencia de vida. Han provocado a Jesús sobre el tema de la autoridad, a propósito de lo que hizo en el templo: “¿Con qué autoridad haces estas cosas? ¿Quién te ha dado esa autoridad?(Mt 21, 23). Da una respuesta inmediata, cuestionándolos sobre la autoridad de Juan el Bautista, que los jefes de los sacerdotes y los ancianos del pueblo no le quisieron responder y que, por tanto, Jesús se niega a responder inmediatamente también. Pero, en todo lo que irá diciendo va enseñando quién es el que tiene la autoridad.
La incoherencia entre la fe y la vida sigue siendo la mayor amenaza para cualquier religión, especialmente para los cristianos, que identificamos el amor a Dios con el amor al próximo.