HOMILÍA DE MONS. LUIS MARTÍN BARRAZA
Domingo XXX del Tiempo Ordinario
23 de octubre 2022
La oración es el retrato más fiel de toda persona. Según sea nuestra relación con Dios, con el Absoluto o el Trascendente, será nuestra actitud frente a la vida y, por lo tanto ante los demás. Entre más manipulable sea nuestro Dios más centrados estaremos sobre nosotros mismos; por el contrario, mientras más lo respetemos como el Totalmente Otro, más nos ayudará a ocupar nuestro lugar como seres siempre necesitados de misericordia. Si es cierto que creemos en el Dios Único y Verdadero, no podremos menos que decir: “¡Apártate de mí que soy un pecador!(Lc 5,8). Esta, antes que ser una expresión moral, se trata de una expresión existencial, de un acto de fe y de culto agradable al Señor, “pues un corazón contrito y humillado tú nunca lo desprecias, Señor(Sal 50, 19). Aunque el Salmo 50 se dice que se refiere a la experiencia de pecado de David, sin embargo, resulta también, una forma de reconocer la santidad de Dios y necesariamente nuestra indigencia originaria: “Ten piedad de mí Señor, por tu amor, por tu inmensa compasión borra mi culpa… Yo soy culpable desde que nací, pecador desde que me concibió mi madre…”(Sal 50, 3.7).
Experimentar la indignidad de la propia existencia es, por principio, una exigencia de la verdad del ser humano, es dar razón de nuestro ser creados. A esto debemos añadir la situación de pecado concreta de cada uno. No existe uno solo que no necesite del perdón de Dios y de sus hermanos. “El más justo peca siete veces al día”, dicen los mayores. Tal vez hubiera un poco de pesimismo y angustia en algunas de estas expresiones, pero en la mayoría de los casos se trata de honestidad frente a la vida. Hay más posibilidades de éxito cuando vivimos desde el horizonte de una santidad y bondad que nos sobrepasan con mucho, aunque tengamos que pagar el precio de ser cuestionados siempre en nuestra soberbia o, tal vez, por que sea la única forma de sanar nuestra natural tendencia al egoísmo. Estamos en el corazón de la fe, que nos ayuda a reconocer nuestra radical dependencia de Otro y que se regocija adorando y bendiciendo a su Padre Creador y Providente. El reconocimiento de su condición de indigencia existencial y moral, obedecen más a una necesidad interior de cada persona de ejercitar su identidad, de cultivar sus raíces, que una exigencia “humillante” del Ser Superior.
En el evangelio, Jesucristo, nos ofrece la radiografía de dos personajes que encarnan dos diferentes maneras de orar, de vivir la fe y de enfrentar la vida. Las actitudes del fariseo y el publicano se debaten en lo profundo del corazón de cada uno de nosotros. En ambos personajes se reflejan, también, los temas fundamentales de la enseñanza de Jesús en todo el evangelio, sintetizadas magistralmente por las palabras de Simeón a José y María, cuando Jesús es presentado en el templo: “Este niño ha sido puesto como ruina y resurgimiento de muchos en Israel, como signo de contradicción…”(Lc 2, 34). Con su “principio misericordia”, su primacía de la interioridad, su amor preferencial por los pobres, con su imagen de Dios como Padre, va a trastocar todo el sistema religioso establecido: “…porque todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido”(Lc 18, 14).
El gran servicio de Jesús ha sido haber introducido la mirada de Dios al mundo, que “no se deja impresionar por apariencias”(Eclo 35, 15). Esto parece algo banal, sin embargo le costó la vida. En la historia de la humanidad, todos los que se han atrevido a mirar por dentro la realidad y a proponerla, la han pasado mal. Jesucristo no fue la excepción, sino que, por el contrario, ha sido el más escarnecido y humillado por su mirada “inocente” de la vida; con su predicación ha “puesto de cabeza” la historia: “Hay muchos primeros que serán los últimos y muchos últimos que serán primeros”(Mc 10, 31). Pudiéramos decir que la misión de Jesús consistió en una “revolución de la interioridad”. Sabemos cómo en el sermón del monte cuestionó los tres pilares de la religiosidad de su tiempo: ayuno, oración y limosna. En lo que respecta a la oración decía: “Cuando oren, no sean como los hipócritas, a quienes les gusta orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las plazas para que los vea la gente…”(Mt 6, 5). Sólo Jesucristo tuvo la agudeza y el valor para denunciar toda la corrupción que había y puede haber en toda religión. En todo grupo religioso siempre hay el riesgo de los “lobby”, que se mueven simplemente por la lógica del poder, envueltos con piel de oveja.
El gran pecado de toda religiosidad es la superficialidad, esto es, que sus criterios de valoración lleguen a ser el utilitarismo, la ganancia, la eficiencia, que serían los mismos del mundo. En la parábola del sembrador, los obstáculos para que la palabra de Dios germine y llegue a dar frutos es: sobre la semilla que cae en terreno pedregoso, Jesús explica“…no tiene raíz en sí mismo, es inconstante y, al llegar el sufrimiento o la persecución a causa del mensaje, en seguida sucumbe”(Mt 13, 21). No tener raíz y ser inconstante es ser superficial, aparente. En cuanto a la semilla que cae entre espinos: “la preocupación del mundo y la seducción del dinero ahogan el mensaje y queda sin fruto”(Mt 13, 22). Es claro que va en el mismo sentido de pose y artificialidad antes dicho. Si consideramos que con la escucha de la palabra se detona todo el dinamismo de la fe en el corazón y con ello la vida de la gracia y la salvación trabaja en nosotros, según lo que escuchamos en la segunda lectura, con motivo del Domingo Mundial de las Misiones, en el fariseísmo o hipocrecía, estamos frente a la amenaza que puede arruinar la salvación: “Basta que cada uno declare con su boca que Jesús es el Señor y que crea en su corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, para que pueda salvarse…la fe viene de la predicación y la predicación consiste en anunciar la palabra de Cristo”(Rom 10, 9.17). Mucho menos se llegará a la proclamación de dicha palabra, que san Pablo pone como condición para la proclamación.
Y si la palabra de Dios no llega a calar hondo en la vida de los creyentes, la relación con los hermanos también está en peligro. La superficialidad, al implicar soberbia, lleva inherente el menosprecio y la condenación de los demás. Ordinariamente el ser aparentes lleva la intención de autoafirmación, y esto tiene que ser frente, contra y sobre los demás. La autoafirmación egoísta no tendría sentido desvinculada de los demás, sino que se disfruta pisoteando a los otros. Tal vez, por eso el fariseo de la parábola contrasta ciertas acciones que él sí cumple con las de quienes no cumplen: “Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos y adúlteros; tampoco soy como ese publicano”(Lc 18, 11). Desde aquí podemos ver la fragilidad de quien vive demasiado en el exterior, es demasiado relativo, abusa de la comparación, no tiene vida en sí mismo. No sólo ignora a Dios desde su autosuficiencia, sino que usa a sus hermanos para complacerse en sí mismo. Sin embargo es un uso enfermizo, porque si no los pudiera humillar quizás no encontraría la paz, como si fuera una especie de adicción.
El problema crece cuando el menosprecio de los hermanos se traduce en las estructuras. Cuando los sentimientos espirituales o psicológicos se vuelven tradiciones, costumbres, leyes, se convierten es una maquinaria que amenaza la dignidad de las personas y hasta la vida humana. Hace poco meditábamos la curación de los diez leprosos. Reflexionábamos que más doloroso que la enfermedad física era la lepra social o religiosa, es decir, la estigmatización y condenación eterna que se hacía de estos hermanos. En cuanto al rescate de la vida desde la “mirada de Dios” en Jesús está el episodio de la mujer adúltera. Los criterios “religiosos” superficiales habían establecido que el adulterio merecía la muerte. Extrañamente el adulterio sólo se castigaba en la mujer y lo podían castigar otros adúlteros. Jesucristo apela a la interioridad de aquellos “celosos” jueces diciéndoles: “Aquel que esté libre de pecado, que le tire la primer piedra”(Jn 8, 7). Quién sabe si habría algún adultero por ahí, pero problemas en el interior los había, el hecho es que se fueron retirando “uno tras otro, comenzando por los más viejos”(Jn 8, 9).
Toda esta manera de proceder de Jesucristo ha hecho una enorme contribución a la cultura occidental, para ayudar a encontrar “el peso específico” de la persona, incluso para llegar a llamarle persona: “No se inquieten pensando qué van a comer o a beber para subsistir, o con qué vestirán su cuerpo. ¿No vale más la vida que el alimento y el cuerpo que el vestido?(Mt 6, 25). Si bien es cierto, la tendencia hacia la vanidad, la presunción están muy arraigadas en el corazón del hombre y ha sido causa de mucha discriminación y hasta muertes, aún en nombre de la religión, no podemos dejar de reconocer toda la profecía desde el interior, que a lo largo de los siglos, en defensa del recinto sagrado de la dignidad humana se ha llevado a cabo, aun a costa de la propia vida.