MEDITACIÓN DE PENTECOSTÉS
– Meditación –
Mons. Luis Martín Barraza
Torreón
28 de mayo, 2023
“Dentro de poco dejarán de verme; pero, dentro de otro poco volverán a verme”(Jn 16, 16).Podemos decir que se trata de dos momentos de un mismo acontecimiento, que es la plenitud de la misión de Jesús que se cumple con el don del Espíritu Santo. En la Ascensión se aprecia mejor la ausencia de Jesús y en Pentecostés, la presencia. Los seres humanos comprendemos mejor diferenciando: -no me verán, me volverán a ver-, pero se trata de las dos caras de la misma moneda, la presencia de Cristo resucitado en el mundo. El Espíritu Santo es la radicalidad de la vida divina en medio de nosotros. Dios no coincide con nada sobre la tierra, siempre será algo más, lo Totalmente otro.
El Espíritu Santo es el garante de la trascendencia de Dios, de su santidad; en un primer momento no tiene nada que ver con algo que haya debajo del cielo, de ahí que “…no te harás escultura, ni imagen alguna de nada de lo que hay arriba en el cielo, o aquí abajo en la tierra, o en el agua debajo de la tierra. No te postrarás ante ellas, ni les darás culto, porque yo, el Señor tu Dios, soy un Dios celosos…”(Ex 20, 4). Eso no significa que se desentiende de su creación, sino que cuida de las aves del cielo que no siembran ni cosechan, y de las flores del campo que hoy está en el campo y mañana se echa al fuego(Mt 6, 26. 30). Es el mismo Espíritu el que envuelve en una nube el misterio de Dios, para mover al corazón humano a amarlo con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas(Dt 6, 5), provocando la mayor unidad y solidez que hace al hombre casi invencible. El monoteísmo evolucionó la vida de los hombres. Pero, también, el Espíritu es el principio de la encarnación, de la salida libre de Dios al encuentro de los hombres, para hacerse una sola carne con ellos.
La vida totalmente nueva que todo hombre desea sólo es posible por la acción del Espíritu, este posee el proyecto original de Dios para toda la creación. Desde el principio “el espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas”(Gen 1,2), como signo de que toda “la soledad caótica”, que existía, estaba por ser ordenada desde la sabiduría de Dios. Toda la belleza y la ciencia que encierra la creación obedece a una espiritualidad interior, no se trata de un simple pedazo de materia profana que por aras del destino avanza hacia etapas más complejas de organización, desde el átomo hasta la neurona. Los saltos substanciales de que es capaz la materia se debe a la inteligencia divina que la habita por el Espíritu. La materia está informada de la ciencia divina que la conduce hacia un fin que es Cristo, “hasta que Dios ponga a todos sus enemigos bajo sus pies”(1Cor 15, 25). La creación refleja tan claramente la santidad de su creador que los hombres llegaron, neciamente, a adorar a la criatura antes que a su creador, “llamaron como dioses que gobiernan al mundo, al fuego, al viento y al aire sutil, al firmamento lleno de estrellas, al agua impetuosa y a los astros luminosos”(Sab 13, 3).
Dentro de la creación Dios quiso plasmar más profundamente su esencia divina en un pueblo. Dios es una comunidad y el mejor retrato en la tierra es la familia. Se eligió un pueblo para mostrar por medio de él su santidad a los demás pueblos. Mediante la Ley, escrita por su “dedo”(Ex 31, 18), invitó a un pueblo insignificante a una alianza con él, para ser reflejo de su comunión: “No oprimas ni explotes a tu prójimo; no retengas el sueldo del jornalero hasta la mañana siguiente”(Lev 19, 13). Desde siempre el Espíritu ha sido el “padre de los pobres” que sale en su defensa. Los tres primeros mandamientos regulan la relación con Dios y los otros siete, con los hermanos. Protagonistas de este proyecto son la viuda, el forastero y el pobre. Dios Yahvé quiso establecer una relación muy personal con su pueblo, para que aprendieran a ser hermanos: “Con cuerdas de ternura, con lazos de amor, los atraía; fue para ellos como quien levanta un niño hasta sus mejillas o se inclina hacia él para darle de comer”(Os 11, 4).
En términos generales podemos decir que en el pentateuco el Espíritu es un férreo defensor de la unidad y santidad de Dios y, por medio de ella, del hermano más vulnerable: “No te burlarás del mudo ni pondrás tropiezo al ciego. Temerás a tu dios. Yo soy el Señor”(Lv 19, 14). En cambio, los profetas, defendiendo al pobre defienden la fidelidad al único Dios: “Porque venden al inocente por dinero y al necesitado por un par de sandalias; porque pisotean en el polvo de la tierra la cabeza de los pobres y no hacen justicia a los indefensos…profanando así mi santo nombre”(Am 2, 6-7). Oprimir al indigente es idolatría del poder.
Fueron, también, los profetas, inspirados por el Espíritu Santo los que invitaron al pueblo a tomar conciencia del amor que Dios les tenía: “Tú, Israel, siervo mío; Jacob, a quien yo elegí; descendencia de Abrahán, mi amigo; tú, a quien tomé de los límites de la tierra, a quien llamé de sus extremos, y a quien dije: ‘Tú eres mi siervo, yo te he elegido, no te he rechazado”(Is 40, 8-9). Desde los profetas se puede reconocer al Espíritu como un misterio de elección que constituye la identidad de los hombres de Dios: “Este es mi siervo a quien sostengo, mi elegido en quien me complazco. He puesto sobre él mi espíritu, para que manifieste el derecho a las naciones”(Is 42, 1). Esta conciencia irá madurando en el trasfondo del destierro y será el presupuesto para no resignarse a la esclavitud y mantener muy viva la conciencia de libertad. Existen muchos mensajes proféticos dirigidos a constituir al pueblo de Israel como un protagonista de la salvación de Dios para todos los pueblos, no obstante su insignificancia y su esclavitud: “Vendrán extranjeros y pastorearán sus rebaños; sus agricultores y viñadores serán forasteros; a ustedes los llamarán ‘sacerdotes del Señor’, y les darán el nombre de ‘ministros de nuestro Dios’…Será famosa su descendencia entre las naciones y sus descendientes entre los pueblos. Todos los que los vean reconocerán que son la descendencia bendita del Señor”(Is 61, 5-6.9).
La plena manifestación del Espíritu ha sucedido en Jesucristo. La belleza de la creación y la justicia con la que Dios había querido formar a su pueblo se ha cumplido en Jesús. Él ha sido concebido por obra y gracia del Espíritu Santo: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso , el que va a nacer será santo y se llamará Hijo de Dios”(Lc 1, 35). Da inicio a su misión insertándose en la tradición profética de sentirse llamado por Dios a la misión de anunciar, curar y liberar: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar la buena noticia a los pobres… a dar vista a los ciegos, a liberar a los oprimidos”…(Lc 4, 18). En Jesucristo el Espíritu se sintió totalmente libre, para restaurar la creación y, sobre todo, el corazón del hombre. Toda su enseñanza sobre el amor a Dios y al prójimo es la nueva ley, con la que Dios quiere seguir formando a su pueblo.
En Jesucristo se manifestó la radicalidad del Espíritu en favor de un culto verdadero, que no fuera puesto al servicio de intereses mezquinos. Jesús valoró más la fe de los humildes y sencillos que la de los sabios y entendidos: “En aquel momento, el Espíritu Santo llenó de alegría a Jesús, que dijo: Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y se las has dado a conocer a los sencillos”(Lc 10, 21-22). Con esta mirada Jesús cuestionará toda la religiosidad de su tiempo. En algunas de sus parábolas del reino, según san Mateo, nos trasmite su visión del judaísmo como el gran negocio de algunos en nombre de Dios. Desde el principio de su misión, según san Mateo, Jesús previene a sus discípulos del problema más grave que puede existir en toda religión: la hipocresía. Pareciera que todo el sermón del monte está encaminado a denunciar la apariencia de celo religioso que presumían los guías del pueblo: “Les aseguro que si su justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, ustedes no entraran en el reino de los cielos”(Mt 5, 20). Animado por el Espíritu Santo, denunciará “la mundanidad espiritual” agazapada en las prácticas de piedad, en apariencia llenas de celo por Dios, pero en verdad buscando la gloria humana: “Por eso, cuando des limosna, no vayas pregonándolo, como hacen los hipócritas e las sinagogas y en las calles, para que los alaben los hombres”(M 5, 6, 2). Con la sensibilidad que le deba el Espíritu Jesús cuestionará el culto vacío y superficial de aquel pueblo y declarará la primacía del interior: “…lo que entra por la boca no mancha al hombre; lo que sale de la boca , eso es lo que mancha al hombre”(Mt 15, 10).